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La preparación de un nuevo “chigüín” y sus padrinos

La sucesión dinástica ya está decidida y pasa por Rosario Murillo y Laureano Ortega con la tutela de China y Rusia

Félix Maradiaga

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La acumulación de “plenos poderes” otorgados a Laureano Facundo Ortega Murillo por medio de decretos presidenciales recientes no representa un simple ascenso administrativo. Es, sin ambigüedad, la manifestación explícita de un proyecto de sucesión dinástica que confirma el vaciamiento institucional del Estado nicaragüense. En una sola semana, Laureano Ortega Murillo ha recibido poderes para firmar acuerdos bilaterales con China y Rusia en materias tan sensibles como la cooperación económica, los préstamos estatales y la coordinación policial antidrogas. Todo eso en manos de una figura no electa, sin formación técnica ni liderazgo legítimo más allá de su lazo sanguíneo con la pareja dictatorial. ¿Será que Daniel Ortega, consciente del rechazo que genera su hijo entre las bases sandinistas, apuesta a blindarlo con la tutela de China y Rusia, aunque el precio sea entregar aún más la soberanía nacional?

Las “dinastías chapiollas”, como una vez las definió Emilio Álvarez Montalván en una disertación como invitado frente a mis estudiantes del Instituto de Liderazgo de la Sociedad Civil en febrero de 2007, son “un modelo de concentración de poder muy típico de la cultura política nicaragüense”. Y para que esas dinastías chapiollas sobrevivan, han requerido tanto de la escasa cultura democrática del país como —y sobre todo— de la protección oportunista de actores foráneos. Pero lo que distingue a la actual deriva totalitaria es su grado de impudicia. Si en su momento la familia Somoza al menos intentó disfrazar el traspaso hereditario de poder con ciertas formalidades institucionales, la dictadura sandinista de los Ortega-Murillo ni siquiera se molesta en simular. Laureano Ortega Laureano Murillo está siendo preparado no como un estadista, sino como un sucesor dinástico, con el país como finca de su propiedad y los militantes del Frente Sandinista (FSLN) como sus cortesanos obedientes.

En el marco del proceso de sucesión que ya está en marcha, surgió un remedo de Constitución que introdujo la figura de la “copresidencia”. Paradójicamente, este hecho no es signo de fortaleza, sino de debilidad interna del régimen. La “copresidencia” es, en realidad, una acción desesperada de legitimación. Esa excentricidad jurídica es la admisión tácita de que Rosario Murillo nunca será aceptada plenamente como presidenta si no es bajo la sombra de Ortega, donde ha estado amparada toda su vida pública, incluso cuando eligió callar ante la denuncia de su propia hija por abuso sexual contra Daniel Ortega.

Contamos con información verificada de que el régimen ha realizado ejercicios internos de medición de opinión pública que reflejan una clara impopularidad de Laureano Ortega Murillo, no solamente entre los cuadros históricos del FSLN, sino también entre buena parte de su base militante. Esa percepción ha obligado al régimen a contemplar posibles fórmulas alternas. Por ejemplo, se ha estudiado que una eventual “copresidencia” sea compartida entre uno de los Ortega-Murillo y figuras como Fidel Moreno, cuya lealtad al régimen y mayor aceptación dentro del FSLN lo convertirían en un escudero funcional para el heredero.

De cara a los próximos meses, no sorprendería que el 19 de julio de este año, durante el acto central del régimen, se inicie simbólicamente el proceso de transición, y que esto sea ratificado en el discurso del 8 de noviembre, aniversario de Carlos Fonseca. Será una operación cuidadosamente orquestada para presentar a Laureano Ortega Murillo no solo como el heredero biológico, sino como el continuador ideológico. Lo pondrán a recorrer barrios y otros lugares públicos, a firmar más convenios internacionales, y a asistir a misa en la parroquia El Carmen con mayor frecuencia.

Es una campaña de facto sin urnas, sin competencia y sin pueblo, con el fin de proyectarlo como una figura indispensable para el “futuro del país”. Todas las figuras que en algún momento desearon ser parte de la alternancia del poder dentro del FSLN —como por ejemplo Víctor Hugo Tinoco, Vilma Núñez de Escorcia y Alejandro Martínez Cuenca— fueron purgadas. Henry Lewites tuvo peor suerte. Incluso, el efímero Movimiento 4 de Mayo de Juan Carlos Ortega fue un evento pop-up sin trascendencia. La sucesión ya está decidida y pasa por Murillo y Laureano Ortega Murillo, como lo demuestran las maniobras internas del círculo más íntimo del poder, donde personajes como Fidel Moreno —lacayo por excelencia del régimen y obediente hasta la abyección— se limitan a aplaudir y ejecutar sin cuestionar, asegurando que la maquinaria de la dinastía funcione sin tropiezos.

No se trata aquí de afirmar que dicha sucesión cuente con viabilidad política genuina, pues Laureano Ortega Murillo carece de capital político propio, sino que es la ruta que los Ortega-Murillo aspiran a imponer. Ese es un plan erigido sobre arenas movedizas. Pero hay un dato aún más revelador. Ante el temor de una resistencia dentro del Ejército y de los cuadros medios del FSLN —muchos de los cuales se resisten abiertamente a obedecer a un “nuevo chigüín”—, el régimen está preparando una red de protección externa. Diversas fuentes señalan que China y Rusia están dispuestas a validar y proteger esa transición. Lo prefieren a él —sumiso, servil, manejable— antes que a un FSLN institucional que, aunque corrompido, podría ser más impredecible. En este contexto, los recientes arrestos de figuras históricas como el general Álvaro Baltodano —sentenciado a 20 años de cárcel por supuesta traición a la patria— y otros oficiales parecen menos una respuesta legal que un síntoma del nerviosismo creciente en la cúpula. ¿Será que detrás de esta cadena de detenciones se esconde la paranoia de Rosario Murillo ante cualquier figura con capital simbólico suficiente para disputar el relato sucesorio? No es casualidad que todos los funcionarios de cierto nivel necesiten permiso para salir del país, y que los altos mandos policiales y militares tengan sus pasaportes retenidos. Es el reflejo de un poder que, al no confiar ni siquiera en sus propios leales, se encierra cada vez más en sí mismo. El resultado sería una Nicaragua convertida en un sultanato familiar tutelado por potencias extranjeras, como ocurrió en Siria con los Assad o en Corea del Norte con los Kim.

Este no es el camino que Nicaragua merece. La historia del país ha dejado una dolorosa enseñanza que una parte de la sociedad aún se resiste a asimilar: la herencia del poder por apellido no garantiza ni gobernabilidad ni estabilidad. Solo perpetúa la pobreza, la exclusión social, la falta de libertades y la ausencia de meritocracia. Ninguna nación sana puede tolerar que el destino de su pueblo sea decidido en función del ADN de una familia.

Cuando el poder no se conquista legítimamente en las urnas, sino se hereda, siempre termina negociándose al mejor postor. Y una dictadura que se sabe en decadencia, está dispuesta a entregar el país para salvarse. Por ello, la oposición democrática debe estar preparada para un posible escenario de quiebre estratégico que podría abrir las puertas a una transición. La dictadura sandinista podrá heredar sus símbolos, pero jamás podrá heredar el respeto del pueblo. Y cuando llegue el momento de recuperar la democracia, será la ciudadanía, no un apellido, quien escriba el nuevo capítulo de nuestra historia.

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Félix Maradiaga

Félix Maradiaga

Politólogo, académico y activista político nicaragüense. Fue secretario general del Ministerio de Defensa y director de Protección Civil durante la Presidencia de Enrique Bolaños. Es codirector fundador del Instituto de Liderazgo de la Sociedad Civil.​ Miembro de la opositora Unidad Nacional Azul y Blanco, exprecandidato presidencial, excarcelado político y desterrado por la dictadura orteguista.

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