Logo de Confidencial Digital

PUBLICIDAD 4D

PUBLICIDAD 5D

La política exterior de la dictadura orteguista: el autoaislamiento

El castigo del aislamiento para el resto del mundo tan solo es una muestra de la soledad del régimen

Silvio Prado

28 de abril 2025

AA
Share

Cuenta la anécdota que cuando hay niebla densa en el Canal de la Mancha en Inglaterra dicen que Europa está aislada. A juzgar por la retirada progresiva de la dictadura orteguista de los organismos internacionales, esta mentalidad de parroquia, de aislacionismo inverso, parece ser la que predomina en la política exterior de un régimen que dice encarnar la segunda etapa la revolución sandinista. En los años 80 el Gobierno revolucionario no se retiró de ningún espacio internacional, ni siquiera de donde intentaron expulsarlo las maniobras del Gobierno norteamericano. El autoaislamiento nunca estuvo en la doctrina exterior de la revolución porque hubiera significado ponerles en bandeja a sus enemigos el ostracismo que buscaban.

En aquella época la revolución peleó todas las batallas en todos los foros con todos los medios imaginables. Esto es lo que se extrae del libro Nicaragua Must Survive. Sandinista Revolutionary Diplomacy in the Global Cold War, de Eline Van Ommen, publicado recientemente. No recuerdo si era un lema explícito para quienes trabajamos en las relaciones internacionales de la revolución, pero existía la decisión de golpear antes de que nuestros adversarios lo hicieran, pasar dos veces antes de que los emisarios del imperio llegaran. Dicho en términos tenísticos: se trataba “no dar ninguna bola por perdida”.

Van Ommen, recurriendo a fuentes primarias de mucho valor de varias cancillerías europeas, rescata las amargas frustraciones de funcionarios del Departamento de Estado norteamericano por no lograr atraer a sus posiciones a sus pares de los ministerios de Exteriores de Gobiernos de Europa Occidental, ni siquiera de aquellos claramente contrarios a los sandinistas como en Alemania e Inglaterra.

La autora subraya que, en sus distintas etapas, la revolución puso en práctica una especie de soft power que, no disponiendo de otros medios como los utilizados por las potencias mundiales, echó mano de manera pragmática de recursos culturales (conciertos, recitales, muestras de pinturas), redes transnacionales de solidaridad en los cuatro puntos cardinales, y relaciones con amplios sectores de otros países como iglesias de todas las denominaciones y con intelectuales de amplias adscripciones.

A estas redes solidarias se sumaron las relaciones diplomáticas habituales con otros Gobiernos de todos los signos y con partidos de todas las corrientes posibles, salvo los abiertamente ultraderechistas. Ello incluyó la mentalidad audaz de participar no solo como miembros plenos de cuantos foros nos abrieran la puerta, como la Internacional Socialista, sino además aspirar a ocupar los cargos máximos como en el Movimiento de Países No Alineados. Eso sí que nos repetían: la vieja máxima de que el enemigo ocupa el espacio que abandonamos.

¿Qué había detrás de aquella moral de lucha tan pertinaz? Por encima de todo lo demás había un proyecto colectivo de cambio social y político. Incluso pese a estar precariamente definido, sabíamos que había un proyecto de todos por el que merecía la pena insistir una y otra vez, en hacer llegar nuestro discurso, invertir largas noches de desvelo leyendo extensos télex con las noticias que llegaban de otras latitudes, redactando mensajes, urdiendo planes contraofensivos a las maniobras gringas, tejiendo alianzas, convenciendo a indecisos, atacando al enemigo. De alguna manera era la prolongación de la misma moral de lucha que había derrocado al somocismo, la misma que libraba la guerra en las montañas. Podrá argumentarse con sobradas razones que no era el proyecto de todo el país, que era el de un partido; pero no el de una familia.

¿En cambio qué vemos ahora? Un régimen enroscado sobre sí mismo, como gusano temeroso cuando se siente atacado. Carente de un proyecto que trascienda la frontera de su familia, es un régimen que desde hace siete años ha decidido expulsar al resto del mundo de sus relaciones internacionales. En este período la política exterior de la dictadura ha estado sellada por tres tendencias: la expulsión, la retirada y el fracaso.

De algunos foros políticos no se fue por voluntad propia: su partido mampara fue expulsado. Primero de la Internacional Socialista, donde le costó tanto trabajo ingresar. Después vino la expulsión de la COPPPAL (Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina), el juguete preferido de Tomás Borge, y hasta la fecha no se sabe si también ha sido retirado del Foro de Sao Paulo, vistos los agrios choques con Lula y su Gobierno.

Pero donde más se ha reflejado esta vanidad de avestruz es en la retirada de los organismos internacionales. La lista ya empieza a ser larga: OEA, FAO, OIM, OIT, Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Corte Centroamericana de Justicia. Antes había expulsado a los representantes de los organismos internacionales, como el PNUD, la OEA, el GIEI. ¿Por qué esta estampida? Muy sencillo: porque cada uno de estos organismos observó violaciones evidentes del derecho internacional de los derechos humanos y emitió informes rechazados por los dictadores. Pero al hacerlo una vez más la dictadura cayó en la trampa de su intento de aislar al mundo: rechaza los informes por falta de objetividad pero se niega a dar sus versiones ni a recibir a las misiones internacionales.

La dimensión del fracaso se ha visto en el SICA, todo un síntoma de la política de corto alcance de la tiranía. Si el fracaso equivale al resultado negativo de unos planes, en el caso de las movidas de un Gobierno con fines geopolíticos, como apropiarse de la entidad regional para la gobernanza multinivel de Centroamérica, el hecho de no conseguir el cargo de la Secretaría General después de varios intentos, aun tocándole el turno pro tempore, no puede más que calificarse de fracaso por donde se vea. ¿A qué se debe? No solo es que no haya conseguido una candidatura idónea, es que sobre todo no ha logrado convencer a los otros Gobiernos de la región acerca de la pertinencia de entregar el cargo a la dictadura. Es decir, que ni siquiera en el espacio de incidencia internacional más pequeño –o sea en su vecindario- el orteguismo ha logrado sus objetivos.

Sin embargo, se tiene que reconocer que hay una parte del mundo que se salva de ser castigada con el látigo del desprecio por la dictadura. Se trata de la internacional del autoritarismo donde destacan las otras patas de la trinidad de la opresión en América Latina: Cuba y Venezuela. Los regímenes de estos países son sus pies de amigo que funcionan como reductos autodefensivos en contra de todos los malvados del universo. Un universo del que excluyen a sus paraguas globales de Rusia, China y, que no se nos olvide, el Fondo Monetario Internacional, el otrora demonio del “capitalismo salvaje” y hoy devenido en notario del opresor.

Quedan algunas dudas sobre los extremos a los que podría llegar esta política del ensimismamiento. ¿Qué pasaría si la Corte Internacional de Justicia acepta una demanda contra Nicaragua por las violaciones de la Convención Internacional contra la Tortura o contra la Convención contra la Apatridia? ¿Seguirá reconociéndola o se retirará echando pestes de este tribunal donde ha cosechado sonadas victorias?

Comparado con los 80, en el campo internacional también ha habido un giro radical de quienes se han apropiado del sandinismo oficial. Donde antes hubo voluntad de ocupar todos los espacios posibles para llevar el proyecto de la revolución, hoy solo hay repliegue a los aposentos de la familia gobernante. Si antes hubo persuasión hacia al resto del mundo, hoy solo hay coerción contra quienes osan mirar otra cosa que no sea el reino del amor y la paz. El castigo del aislamiento para el resto del mundo tan solo es una muestra de su soledad.

PUBLICIDAD 3M


Tu aporte es anónimo y seguro.

Apóyanos para que podamos seguir haciendo periodismo independiente en el exilio. Tu contribución económica garantiza que todas las personas tengan acceso gratuito a nuestras publicaciones.



Silvio Prado

Silvio Prado

Politólogo y sociólogo nicaragüense, viviendo en España. Es municipalista e investigador en temas relacionados con participación ciudadana y sociedad civil.

PUBLICIDAD 3D