16 de noviembre 2022
El oportuno lanzamiento de una nueva versión fílmica de la novela de Erich Maria Remarque Sin novedad en el frente sirve de recordatorio de las estrechas semejanzas entre la Primera Guerra Mundial y la guerra que hoy se desarrolla entre autocracias y democracias. El combate ahora es en Ucrania; pero como en la Gran Guerra, hay varios frentes: el de la energía, el de los cereales y, menos apreciado, el frente occidental. En las capitales de Occidente, lobistas, cómplices, compañeros de ruta y «comprensivos» de las autocracias, de las que reciben respaldo, intentan socavar la unidad del mundo democrático y debilitar su determinación de mantener las sanciones contra Rusia y los envíos de armas a Ucrania.
Otra versión del título de la novela, más cercana al original alemán, «Sin novedad en el frente occidental», viene muy al caso. Que los gobiernos autocráticos interfieren en la política occidental no es ninguna novedad. El ejemplo más notorio y bien documentado es la interferencia rusa en la elección presidencial de 2016 en los Estados Unidos, pero es sólo uno entre muchos. Como supimos el mes pasado, China interfirió en la investigación que lleva adelante el gobierno estadounidense contra la empresa china Huawei por acusaciones de fraude y otras actividades delictivas; también liberó bots en las redes sociales para que difundieran desinformación antes de la elección intermedia en los Estados Unidos. En tanto, la última elección en Italia llevó al poder a una coalición que incluye a la Liga, un partido que defiende hace años una postura prorrusa y que presuntamente recibió apoyo del Kremlin.
Mientras el presidente ruso Vladímir Putin viola con total descaro el derecho internacional en el frente ucraniano, sus lobistas en las capitales occidentales operan con sigilo, lo que les permite negar sus actividades en forma creíble. Como demuestro en mi último libro Spin Dictators [«dictadores del relato»], en coautoría con Daniel Treisman, así es como funciona ahora la mayoría de los regímenes no democráticos. El uniforme militar de los tiranos del siglo XX quedó en el armario. Ahora los autócratas usan saco y corbata, y se fingen demócratas; con eso han conseguido acceso a reuniones de alto nivel en Davos o el G20, donde reclutan activamente a políticos retirados, abogados, relacionistas públicos y analistas occidentales para que defiendan su causa en Occidente.
Es una estrategia muy astuta. Mientras las maniobras de influencia malintencionada de los autócratas permanezcan ocultas, podrán seguir recibiendo capital y tecnología de Occidente. Pero aun si en Occidente la gente descubre de qué manera el dinero de las autocracias ha penetrado en sus instituciones, eso no hará más que reforzar la narrativa interna del dictador. Dirá «si piensan que aquí hay mucha corrupción, miren a Occidente, miren cuántos políticos retirados se vendieron al mejor postor». Transmitir este mensaje es esencial, porque los modernos dictadores del relato ya no buscan legitimarse con el terror, sino cultivando con esmero la imagen de que son gobernantes (relativamente más) competentes.
Otra narrativa típica es más o menos así: «De acuerdo, interferimos en las elecciones de Occidente, pero ellos también interfieren en las nuestras». Esta afirmación también tiene algo de verdad. Estados Unidos y Europa dan apoyo, y con razón, a organizaciones civiles y medios independientes en todo el mundo. Pero la gran diferencia es que Occidente se enorgullece de promover los valores democráticos y lo hace a la vista de todos, mientras que los dictadores modernos interfieren en forma encubierta, usando flujos financieros ilícitos, en vez de subvenciones de ONG con registro público.
Esta distinción resalta un hecho importante: cualesquiera sean las debilidades de las democracias occidentales, todavía poseen un grado de poder blando que ya quisieran sus competidores autocráticos. La democracia sigue siendo apreciada por la gente en todo el mundo, en los países democráticos y en los no democráticos. Por eso los dictadores modernos se fingen demócratas.
Por supuesto, críticas al modo en que funcionan las cosas en Estados Unidos y en Europa no faltan. Pero son producto de la libertad de prensa y de la oposición política que sólo se pueden hallar en las democracias. En todo caso, las acciones dicen más que las palabras: inmigrantes de todo el mundo están ansiosos de venir a Europa o a Estados Unidos, mientras que muy pocos intentan entrar a Rusia o China.
El primer paso para resolver la amenaza en el frente occidental es reconocer el problema. Hasta hace poco, los políticos occidentales que apoyaban a Putin y llevaban agua a su molino podían hacerlo sin ningún costo para su reputación. Y aunque ahora la mayoría se sienten obligados a decir que se oponen a la guerra, siguen sosteniendo que es necesario eliminar las sanciones. Hay que investigar los vínculos de estos políticos con los regímenes autocráticos: si se descubre que violaron la ley, hay que castigarlos; y si se aprovechan de zonas grises para prestar servicio a los autócratas, hay que sumirlos en la vergüenza y aprobar nuevas leyes que cierren esos canales de influencia.
En segundo lugar, Occidente debe reducir su dependencia del comercio con las autocracias. Felizmente, ya hay una tendencia a relocalizar actividades productivas en países amigos (friend‑shoring), un concepto que tiene más racionalidad económica que la que admiten sus críticos, ya que los costos de la guerra pueden superar fácilmente las ganancias marginales del comercio con autócratas.
Finalmente, Occidente debe prestar más atención a la penetración de los autócratas dentro de los organismos internacionales. No hace falta buscar lejos para entender por qué es un problema. Desde 2021, Interpol está bajo dirección de un general emiratí que enfrenta acusaciones creíbles de tortura. Y este mismo año, la pertenencia de Hungría a la Unión Europea provocó una importante demora en el embargo europeo al petróleo ruso, y la de Turquía a la OTAN amenazó con obstaculizar los pedidos de ingreso de Finlandia y Suecia.
Los autócratas modernos intentan usar interferencias encubiertas para protegerse de sanciones. Las democracias deben hacerles frente. Que no sea novedad no quiere decir que no haya guerra.
Texto original publicado por Project Syndicate