
25 de febrero 2025
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Se dice que el blanco final de Trump será China, pero, hasta ahora, sus gestos han estado dirigidos contra Norteamérica y la Unión Europea
Ilustración de iStock, por Serazetdinov
Desde mediados de la década pasada diversos autores (Levitsky, Ziblatt, Cassani, Tomini, Applebaum, Snyder, Gessen…) han hablado del incremento de regímenes antidemocráticos en el mundo. La consolidación de liderazgos autoritarios en algunos países europeos y en potencias mundiales como Rusia y China, junto al acelerado deterioro de organismos internacionales como la ONU y de las normativas de gobernanza democrática global, han favorecido la crisis.
Con la llegada de Donald Trump por segunda vez a la Casa Blanca, la autocratización alcanza, finalmente, al juego geopolítico mundial. En su primer periodo, Trump se concentró más en la política doméstica que en la internacional y concluyó su mandato dando muestras claras de su desprecio por las instituciones y las leyes de la democracia estadounidense al alegar fraude, poner en duda los resultados electorales y alentar un asalto al Capitolio.
En esta segunda administración, el objetivo inicial de Trump ha estado puesto en la política exterior. Sus anuncios de aranceles, sus presiones a Canadá y a México, su acuerdo con Nicolás Maduro, sus amenazas expansionistas sobre Groenlandia y Panamá, los duros cuestionamientos a la Unión Europea de su vicepresidente J. D. Vance y, finalmente, su entendimiento con Vladimir Putin, unido a la descalificación del presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, proponen una reorientación profunda de la política atlántica de Estados Unidos desde el fin de la Guerra Fría.
Se dice que el blanco final de Trump será China, pero, hasta ahora, sus gestos en política exterior han estado dirigidos contra dos bloques occidentales, el de América del Norte y el de la Unión Europea, y a favor de uno de los principales rivales de Occidente: Rusia. Menos la alianza con Israel y la hostilidad hacia Cuba, todo lo demás parece estar cambiando en la política exterior de Estados Unidos.
En ese cambio, Ucrania aparece como el último reducto del consenso liberal y democrático de la Postguerra Fría. Al aliarse con Putin, Trump se opone a una de las premisas de la Europa unida que siguió a la caída del Muro de Berlín y la descomposición de la URSS hace más de tres décadas: la promoción de la democracia en las fronteras con Rusia y el avance de la integración hacia el centro y el este del viejo continente.
Frente a este giro de Trump, el amago de George W. Bush de contraponer la “vieja Europa” occidental con la “nueva” de los países del Este, por el rechazo de la primera a la segunda guerra del Golfo Pérsico, resulta un juego de niños. De consolidarse —y nada parece atentar contra esa consolidación, dentro o fuera de Estados Unidos— el cambio de rumbo del trumpismo marcaría el fin del periodo de la Postguerra Fría.
Junto con la alianza con Putin, la otra pieza de la autocratización global es el aliento de Washington a las extremas derechas en Europa y América Latina. Se está viendo en estos días con el peligroso respaldo de la Casa Blanca, J. D. Vance y Elon Musk a AFD en Alemania, con los ataques de Santiago Abascal y Vox contra la Unión Europea o con el espaldarazo a Javier Milei en medio de la estafa de la criptomoneda en Argentina.
El nuevo presente de la historia global que se despliega ante nuestros ojos, anuncia una era de despotismo e impunidad, como no se había visto desde hace un siglo, cuando el ascenso fascista. El signo de la nueva época sería el abandono sistemático de las normas del derecho internacional y de las redes de promoción de garantías jurídicas globales, que todavía subsisten en Nueva York y en Ginebra, en La Haya y en Bruselas.
Se perfila un nuevo mundo que naturalizará aún más ese geopoliticismo que sostiene que no importa la diferencia entre autoritarismo y democracia, que lo importante es qué tanto poder económico y militar tiene cada potencia. Un mundo de grandes y poderosos imperios y pequeñas naciones débiles, sometidas a la voluntad de un puñado de autócratas.
*Este artículo se publicó originalmente en La Razón.
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Historiador y ensayista cubano, residente en México. Es licenciado en Filosofía y doctor en Historia. Profesor e investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) de la Ciudad de México y profesor visitante en las universidades de Princeton, Yale, Columbia y Austin. Es autor de más de veinte libros sobre América Latina, México y Cuba.
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