29 de agosto 2019
El episodio de Groenlandia describe el grado de estulticia diplomática al que se puede llegar en un siglo como el XXI, que parecía llamado a la globalización y el multilateralismo. Donald Trump jugaba con su globo terráqueo, en la oficina oval, y dio con aquella enorme masa de tierra congelada que corona el Atlántico. Preguntó quién era el dueño, le dijeron que Dinamarca, se inventó un viaje a ese país nórdico, pero al escuchar las declaraciones de la Primera Ministra danesa, la socialdemócrata Mette Frederiksen, en el sentido de que Groenlandia no estaba en venta, el presidente dijo que la respuesta era “repugnante” y canceló la visita.
La práctica de comprar territorios fue muy común en la fase inicial del expansionismo estadounidense. Thomas Jefferson ordenó la compra de Louisiana al Primer Cónsul Napoleón Bonaparte en 1803. En el famoso Tratado Adams-Onís de 1819, como en casi todos los tratados fronterizos entre Estados Unidos y México en el siglo XIX, incluyendo el Guadalupe-Hidalgo de 1848, se contemplaba el pago de reclamaciones para finiquitar la absorción de territorios. Estados Unidos pagó a España por la adquisición definitiva de la Florida, así como compró Alaska a Rusia en 1867 y Filipinas, de nuevo a España, en 1898.
Aquellas transacciones y otras oscilaban entre los cinco y los 20 millones de dólares, pero el historiador cubano Ramiro Guerra asegura, en el clásico La expansión territorial de los Estados Unidos (1935), que desde la presidencia de James K. Polk hubo proyectos de comprar Cuba a España hasta por 100 millones de pesos, dado el estratégico interés comercial y militar que la isla tenía para Washington. Cuenta Guerra que el plan de Polk se propuso al Ministerio de Estado español, en junio de 1848, a través del embajador de Estados Unidos en Madrid, George Sanders. El proyecto de Polk, concluye Guerra, fue reiterado a Madrid entre 1853 y 1861, durante las presidencias de Franklin Pierce y James Buchanan, pero nunca sería aceptado por la reina Isabel II.
Ahora con Groenlandia se repite la historia, en un momento que parecía diseñado para rebasar las últimas inercias del expansionismo decimonónico. Ya la anexión de Crimea y Sebastopol en 2014, por Vladimir Putin, cuando se cumplía el centenario del estallido de la Gran Guerra, fue una vuelta de golpe al siglo XIX. Ahora la ocurrencia de Trump remite a aquella centuria, no sólo por falta de respeto a una soberanía autónoma sino por el hecho de que quien piensa en la compra de tan inmenso territorio es un presidente que cierra su frontera sur y cree en la ficción de que Estados Unidos está siendo invadido por los bárbaros.
En los últimos años se ha debatido en la opinión pública de Estados Unidos el hecho insólito de que haya llegado a la Casa Banca un político con referentes poco claros en la tradición de ese país. Pero la mezcla de racismo y expansionismo que distingue a Trump parece, cada vez más, un eco discernible de la doctrina del “destino manifiesto” de John L. O’Sullivan y otros publicistas, durante los gobiernos de Polk y Pierce a mediados del XIX. Recordemos que aquella doctrina, que en su concepción original no era una continuación sino una ruptura con el monroísmo republicano de los años 20, surgió como justificación de la guerra contra México y la absorción de más de la mitad de su territorio.
Aunque Trump propone un cierre de fronteras, es decir, lo contrario de una expansión territorial a expensas de México, su justificación del muro es muy parecida a la retórica de O’Sullivan. Los inmigrantes centroamericanos y mexicanos, a su entender, llegan a Estados Unidos con la misión de desconocer las leyes y destruir el modo de vida de los ciudadanos de ese país. A esa misión “bárbara” hay que oponer una misión “civilizatoria”, que consiste en defender el espacio vital de su base anglosajona. Si para ello, además del muro, es preciso colonizar Groenlandia, manos a la obra.