3 de abril 2019
En abril, en Nicaragua, los campos están secos.
Es el mes de las quemas de los campos,
del calor, y los potreros cubiertos de brasas,
y los cerros que son de color de carbón;
del viento caliente, y el aire que huele a quemado,
y de los campos que se ven azulados por el humo
y las polvaredas de los tractores destroncando;
de los cauces de los ríos secos como caminos y
las ramas de los palos peladas como raíces;
de los soles borrosos y rojos corno sangre
y las lunas enormes y rojas como soles,
y las quemas lejanas, de noche, como estrellas.
En mayo llegan las primeras lluvias.
La hierba tierna renace de las cenizas.
Los lodosos tractores roturan la tierra.
Los caminos se llenan de mariposas y de charcos,
y las noches son frescas, y cargadas de insectos,
y llueve toda la noche. En mayo
florecen los malinches en las calles de Managua.
Pero abril en Nicaragua es el mes de la muerte.
En abril los mataron.
Yo estuve con ellos en la rebelión de abril
y aprendí a manejar una ametralladora Rising.
Y Adolfo Báez Bone era mi amigo:
lo persiguieron con aviones, con camiones,
con reflectores, con bombas lacrimógenas,
con radios, con perros, con guardias;
y yo recuerdo las nubes rojas sobre la Casa Presidencial
como algodones ensangrentados,
y la luna roja sobre la Casa Presidencial.
La radio clandestina decía que vivía.
El pueblo no creía que había muerto.
(Y no ha muerto)
Porque a veces nace un hombre en una tierra
que es esa tierra.
Y la tierra en que es enterrado ese hombre
es ese hombre.
Y los hombres que después nacen de esa tierra
son ese hombre.
Y Adolfo Báez Bone era ese hombre.
*Fragmento del poema Hora 0, publicado en México, Impreso en Gráfica Panamericana, S. de R-L. Revista Mexicana de Literatura, 1960, 15 pp, de Ernesto Cardenal