1 de marzo 2024
La solicitud de permiso de Nicaragua para intervenir como parte en la demanda interpuesta por Sudáfrica contra Israel, respecto a la aplicación de la Convención para la Prevención y el Castigo del Crimen de Genocidio en la Franja de Gaza, choca abiertamente con el segundo informe del Grupo de Expertos en Derechos Humanos sobre Nicaragua (GHREN). Hasta ahora pocas entidades habían puesto el foco en el cinismo del régimen dictatorial de invocar el derecho internacional con una mano mientras que con la otra lo viola abiertamente.
Un viejo refrán advierte de no tirar piedras al tejado vecino si el propio es de cristal, pero el gobernante nicaragüense o no lo sabe o le importa poco tenerlo. En cualquiera de ambos casos, quizás pesó más el cálculo político de ganar protagonismo en una arena internacional en la que está aislado sumándose al respaldo unánime de la sociedad mundial al pueblo palestino. Una maniobra oportunista que en ciclismo llaman “chupar rueda”, equivalente a robar cámara en la jerga periodística.
Sin embargo, hay crímenes muy grandes y evidentes en el currículo de Ortega que no se pueden ocultar denunciando la barbarie sionista. Un Gobierno sobre el que pesan graves acusaciones de crímenes contra la humanidad documentados por organismos que forman parte del sistema internacional de los derechos humanos, difícilmente se puede presentar como abanderado del derecho internacional, al mismo momento en que, triturando los derechos de sus propios ciudadanos, violenta con absoluta impunidad convenciones internacionales de las que es signatario. Concretamente la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes; y la Convención para Reducir los Casos de Apatridia, entre otras.
En el caso del primero, los informes del GIEI y del GHREN, más los informes de organismos de derechos humanos nacionales e internacionales, han aportado pruebas irrefutables de la práctica de torturas en contra de personas que estuvieron en las cárceles de la dictadura. El informe del GIEI documentó en el inciso 4 del capítulo VII, las torturas a las que fueron sometidos los prisioneros de las protestas de 2018. Estos hechos fueron ampliados por casos de violencia sexual en el tribunal de conciencia realizado en Costa Rica en 2020. Más tarde, el informe del GHREN presentó nuevos patrones de tortura en el inciso 3 del capítulo III, referido a detenciones arbitrarias y tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes.
Al mismo tiempo, dentro y fuera del país, se conocieron las torturas practicadas en contra de los presos políticos encerrados en el Chipote entre junio de 2021 y febrero de 2023. Como si de un relato de terror se tratara, cada día se hacían públicas las condiciones de tortura y maltrato, en particular a las prisioneras de UNAMOS, sometidas, según el primer informe del GHREN, a un patrón “particularmente severo […] destinado no sólo a humillar y quebrarlas, sino a acallar voces políticas con características particulares: ser opositoras, mujeres y feministas”.
Pero si estas acusaciones podrían calificarse de controvertibles o de debilidad probatoria, las violaciones de la Convención para Prevenir la Apatridia se encuentran claramente en el plano fáctico y son contundentes. Hay al menos 317 casos que las prueban. No es necesario hacer una recopilación exhaustiva de los decretos y discursos como la que realizara Rafael Lemkin, padre del concepto de genocidio, para demostrar la voluntad de exterminio del régimen nazi. En el caso nicaragüense las pruebas están a la vista: la reforma constitucional exprés, las leyes aprobadas ex profeso y, como no, el escarnio del tirano. El Estado de Nicaragua ha actuado en contra de la Convención de 1961, específicamente el artículo 9 que estipula que “los Estados contratantes no privarán de su nacionalidad a ninguna persona o a ningún grupo de personas, por motivos raciales, étnicos, religiosos o políticos”.
Bajo este precepto, Nicaragua se ha convertido en el país de los apátridas. No tiene argumentos válidos, máxime cuando en sus leyes ha utilizado el delito de traición a la patria, una tipificación claramente política como coartada para privar de su nacionalidad a personas que legítimamente han hecho uso de sus derechos civiles y políticos para oponerse a un régimen dictatorial similar o peor contra el que hace 45 años los actuales gobernantes se alzaron en armas.
Tampoco encuentra ningún asidero legal la confiscación de propiedades, de cuentas bancarias, de pensiones, ni la muerte civil a la que ha condenado a miles de nicaragüenses que ha salido al exilio y que han dejado de existir en los registros civiles.
Un Estado tan contumaz y reiterativo en la violación del derecho internacional no puede pretender erigirse en adalid del derecho internacional, aprovechando de manera oportunista la demanda por genocidio que Sudáfrica ha presentado contra Israel ante la Corte Internacional de Justicia. Si otras personas, organizaciones o Estados no quieren verlo así serán sospechosas de una ceguera interesada que aplica de facto el mismo doble rasero que la dictadura esgrime con pleno descaro.
Para muestra un botón: ¿Qué pasaría si un Estado firmante, al igual que Nicaragua, de la Convención para Prevenir la Apatridia decidiese demandarle por sus violaciones manifiestas ante la CIJ? Seguramente el Gobierno nicaragüense montaría un escándalo monumental; acusaría de injerencismo a ese país, recurriría a su habitual arsenal de dictadura guaranga (como la bautizara el papa Francisco I) para intentar descalificar las acusaciones, y con toda seguridad rompería relaciones diplomáticas con aquel Estado y, si la demanda progresara ante el alto tribunal, con toda seguridad denunciaría la Convención de 1961 y se retiraría de la CIJ como lo hizo con la OEA, utilizando idénticos argumentos que otras dictaduras: que es un instrumento colonial, imperialista y al servicio de los poderosos; aunque la CIJ hubiese sido en el pasado reciente el escenario internacional donde ha cosechado sonados éxitos.
Al valorar la petición del Gobierno nicaragüense, los jueces de la CIJ difícilmente podrán ignorar las conclusiones y recomendaciones del segundo informe del GHREN. El Estado que encabezan Ortega y Murillo, es un violador pertinaz del derecho internacional, una condición que abre una brecha muy grande entre el perpetrador y el defensor. Si la tiranía no quiere entender que para jugar en la liga de la justicia internacional es necesario cumplir con sus normas, es que no quiere entender que las leyes se hicieron para todos, que la soberanía nacional no puede ser un refugio para quienes violan el derecho internacional. Desde el Tribunal de Núremberg en 1946, los dictadores no pueden hacer con sus pueblos lo que les dé la gana.
Según se deduce de las recomendaciones del segundo informe del GHREN, hay méritos suficientes para llevar al régimen Ortega-Murillo ante los tribunales internacionales. La conclusión No. 1 no puede ser más clara: “El presidente Daniel Ortega, la vicepresidenta Rosario Murillo y los altos funcionarios del Estado identificados deben ser sometidos a investigaciones judiciales por su posible responsabilidad en los crímenes, violaciones y abusos descritos y discutidos en el presente informe y en el primer informe del Grupo. Nicaragua también debe responder por su posible responsabilidad estatal”.
Lo anterior deja la clave no en quién, sino cuándo se procederá a abrir una causa ante los tribunales internacionales en contra de un régimen que cada día que pasa se convierte más en una afrenta del derecho internacional. Parafraseando a Catón el Viejo en el Senado romano, el orteguismo delenda est, el orteguismo debe ser destruido; ergo, debe ser juzgado.