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Capítulo XXVI: La cuna del poder

Colaboración Confidencial

6 de febrero 2018

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Somoza vivió en el Campo de Marte y comenzó a crear en su seno una casta militar de oficiales y clases en que logró asentar el poder de toda la Dinastía

Pedro Joaquín Chamorro


Nuestras familias continuaban viéndonos solo de lejos. Día a día los ojerosos y tristes rostros de esposas y madres se asomaban con timidez a las ventanas de la sala de justicia del Campo de Marte, repleta de chusma. Un pañuelo blanco o una mano saltaban de vez en cuando como un recuerdo del hogar, detalle maravilloso de color y cariño, sobre los marcos que encuadraban los vidrios transparentes y claros del recinto.

Mientras tanto, algunos oficiales repartían entre ellos propaganda somocista y retratos del dictador fallecido, en un esfuerzo por extremar el escarnio sobre la mujer, sobre la parte más débil y sentimental de cada familia, ofendida consciente y metódicamente por caballeros vestidos con los colores del uniforme nacional.

En los procesos y especialmente en el de 1954, al que me tocó asistir también como acusado, había cierto maltrato y grosería para nuestras esposas, pero en una forma esporádica, no sistemática. Al menos esa vez permitieron visitas y durante ellas los presos éramos llevados a una glorieta del cuartel poblada de árboles y con unas bancas de madera, modesto, pero digno mobiliario. Estaba rodeada, recuerdo, de cuatro pequeños e inofensivos cañones que prestaron servicio en el Ejército antes de la ocupación norteamericana y de la guerra de Sandino.

El Campo de Marte tenía su historia. Había sido residencia presidencial en una época, arsenal principal de la República en otra; tenía cárceles ahora y alojaba los establecimientos de la Academia Militar y las oficinas del Estado Mayor.

Frente a sus puertas habían apresado a Sandino.

Sandino... muchos oficiales viejos de la Guardia y aun soldados ya pacíficos y condescendientes por la edad, lo recordaban sin cariño, pero con gran respeto. Se había separado de las fuerzas revolucionarias del general José María Moncada cuando este firmó un tratado con los interventores norteamericanos, para internarse en Las Segovias y desarrollar una guerra de guerrillas que duró siete años.

Luchó contra destacamentos de fuerzas superiores, derribó aeroplanos, hizo emboscadas, atacó poblaciones, se escondió en las recónditas selvas nicaragüenses, encontró lavaderos de oro casi vírgenes en los ríos del Norte y llamó a su grupo "Ejército Defensor de la Soberanía Nacional".

Cuando los guardias viejos del Campo de Marte y los escoltas que nos acompañaban en la peregrinación de todas las audiencias se referían a los sandinistas, les decían siempre despectivamente "los bandoleros" y contaban los encuentros en que habían participado contra sus fuerzas siempre escasas y casi desarmadas, compuestas a veces por "chavalas" menores de edad.

--¿Es verdad que Ortez tiraba muy bien...?

--Nunca lo vi ­--contestaban secamente los sargentos, y agregaban: --A veces,­ pero vi a Pedrón, a Umanzor, a Colindres. Un día les cogimos una sub­Thompson y unos papeles viejos.

Fue entonces cuando la sub­Thompson y el rifle ametrallador Browning comenzaron a desplazar a los pequeños cañoncitos de montaña, que estos últimos entraron a formar parte de los adornos del Campo de Marte.

Las armas nuevas fueron traídas por los norteamericanos para equipar con ellas a la Guardia Nacional, comandada por oficiales de la Infantería de Marina que entrenaron a los nicaragüenses, algunos de los cuales lograron hacer carrera, desde rasos hasta coroneles. Gaitán, Davidson Blanco, Delgadillo, Monterrey... todos los que ahora componían los cuadros superiores del Ejército, habían peleado en sus mocedades contra Sandino e integraban de vez en cuando los tribunales militares que usaba Somoza para sus represiones, o dirigían sus principales comandos.

A Somoza lo sacaron de la vida civil y lo hicieron general porque hablaba inglés y sabía manejarse con los yanquis... pero nunca peleó contra Sandino, al menos hasta el día en que lo mató, luego de cogerlo prisionero precisamente frente a los portones del Campo de Marte.

¡Y qué pelea!

Mandó que le tendieran un cordón, le pusieron varias sub­Thompson contra el automóvil, y cuando el guerrillero segoviano pidió una explicación, se burlaron de él y lo enviaron por orden de Somoza a morir en los terrenos del campo aéreo de Managua. Venía de un banquete en que los dos se habían abrazado.

Con él barrieron a su hermano Sócrates y a otros más, entre los cuales estaba un niño, pobre curioso, que se asomó sin querer a una de las ventanas trágicas de la historia de Nicaragua y cuyo cadáver duerme en la misma fosa con César Augusto Sandino. También desde el Campo de Marte se había planeado la caída del doctor Juan Bautista Sacasa, cuando su sobrino el general Anastasio Somoza era jefe director de la Guardia Nacional… simplemente porque era sobrino del Presidente.

Desde ese cuartel comenzó a intrigar para levantar el Ejército contra el tío Presidente, y cuando llegaron a oídos de este último las noticias de lo que se planeaba, Somoza le dijo que eran falsas, que eran calumnias.

­¿Cómo voy a hacerle eso, tío Juan...?

Y lloró lágrimas abundantes jurando por ellas que su lealtad era completa y blanca, lealtad de hombre, del soldado y de sobrino, le decía. Pero desde el Campo de Marte, adornado con cañoncitos inservibles que recordaban glorias pasadas del Ejército de Nicaragua, planeó el golpe que había de botarlo, al mismo tiempo que le ofrendaba su fidelidad.

Lo botó y tampoco tuvo que pelear, porque el Presidente, pacífico y suave, no pensó jamás que su renuncia significaba la de todo el pueblo de Nicaragua a la libertad, sino que tomó el asunto desde un punto de vista más personal y equívoco, diciendo no estar dispuesto a ver que se derramara la sangre de un solo nicaragüense por la persona del Presidente.

Somoza vivió en el Campo de Marte y comenzó a crear en su seno una casta militar de oficiales y clases en que logró asentar el poder de toda la Dinastía.

Destruyó las viejas tradiciones militares y aún las modernas ordenanzas implantadas por los educadores de la Infantería de Marina, deshizo la jerarquía que es base de la disciplina de todo ejército y permitió con un control personalísimo de todos los negocios y asuntos del instituto armado, que ni el más alto oficial se sintiera seguro, cuando el más descolorido sargento pudiera entrar a la Casa Presidencial llevando la buena tarjeta de presentación de una intriga o de una denuncia.

En sus años de "Gran Imperio", que fueron también los últimos de su vida, desfilaban por la elegante barbería de su palacio de Tiscapa todas las capas jerárquicas del Ejército para ser atendidas por igual; no es que fuera demócrata, sino que sabía usar muy bien de este recurso para quebrantar la disciplina, cambiándola por la exclusiva obediencia debida a su persona. Así era cómo un cabo podía hacer que el coronel de su destacamento se sintiera inseguro, y el primer jefe de una plaza importante considerara como enemigo a su segundo oficial.

Los hombres de la Guardia vieja, creados por así decirlo en el Campo de Marte, fueron cayendo poco a poco, o no subieron nunca. Destituyó al coronel Monterrey porque tuvo un lance de palabras con su hijo Anastasio Somoza Debayle; deshizo en la jerarquía de poder del ejército a todos los que le habían ayudado, pero podían de algún modo hacerle sombra, y dejó bien organizada la máquina de su Dinastía para que el día mismo de su muerte pudieran sus herederos deshacerse de los Gaitán, Delgadillo y Davidson Blanco.

La maquinaria que ellos habían visto funcionar triturando al pueblo de Nicaragua, los cogió de un modo o de otro; a uno en un dedo, a otros de un pie, a más de alguno, total, abrazadoramente.

En el ascenso de poder que siguió vertiginosamente adelante después de la muerte de Sandino y la caída de Sacasa, abandonó también el Campo de Marte y se situó más estratégicamente en la Loma de Tiscapa. Allí construyó su fortaleza, articuló en una nueva modalidad el Ejército que le habían heredado los oficiales de Infantería de Marina, asentó la cabeza de su trono y murió en el pináculo de su poder, dejando a sus dos hijos, Luis y Anastasio, la herencia política más grande que ha visto América y uno de los poderes económicos más fuertes del continente; su modo de gobernar fue una constante y clarísima ecuación que nadie ha logrado escribir en la vida de un país americano; ejército contra pueblo, ejército contra ejército y pueblo contra pueblo.

En medio de ella estaba su nepotismo familiar resistiendo todo el embate de la natural oposición al sistema, pero construyendo al mismo tiempo la base de la Dinastía. Parte del poder político para un hijo, parte del poder militar para el otro, las relaciones diplomáticas (factor de poder en nuestro continente) para su yerno, los ministerios claves para sus sobrinos, los grandes negocios para sus parientes, y todos los oficiales del Ejército resumidos en la contestación que dio al comandante de León cuando después de los disparos de López Pérez se acercó a decirle:

--Jefe, está herido...?

--Sí, hijo...

"Hijo", así los trataba a todos, y como verdaderos hijos de dominio los mantenía siempre al margen de leyes y ordenanzas militares... porque los padres no tienen por qué usar de la ley con sus hijos. Había impuesto su tiránica paternidad hasta ese grado.

Sandino, Umanzor, Colindres... habían caído en el Campo de Marte. Sacasa había sido derrocado desde ese lugar. Abelardo Cuadra, un joven oficial rebelde que estuvo a punto de levantar un día ese bastión y que perdió su batalla cuando lo supo Somoza, fue a parar a una cárcel sentenciado a muerte; Gabriel Castillo, otro guardia nacional que quiso botarlo; Báez Bone, Manrique Umaña, Carlos Ulises Gómez, José María Tercero, generaciones enteras de hombres a quienes el terrible padre adoptivo no convenció con sus lágrimas, pasaron por allí primero vistiendo los colores de la Academia Militar, y luego los trajes de presidiarios.

Somoza desarticuló el Ejército de Nicaragua al punto de que en su organización no contaban los sueldos ni el rango; hubo durante su gobierno tenientes con escasa paga de 500 córdobas (70 dólares) al mes, que hacían su agosto en puestos de importancia volviéndose ricos con la aceptación de prebendas por juegos prohibidos o casas de prostitución. Los tornaba adinerados o los hacía pobres con una palabra de su boca, y jamás respetó el natural escalafón militar cuyo decreto fue autorizado por él mismo, porque para ascender en la mayoría de los casos no se necesitaba capacidad ni tiempo de servicio, sino ser incondicional y palaciego. Su hijo fue coronel antes de los 25 años, y siguiendo el ejemplo paterno se hizo general unos días después de la muerte de su padre; su nieto Guillermo Anastasio Sevilla Somoza recibió un pergamino de capitán de las reservas del Ejército el día de su bautizo; Somoza era caótico y amoral.

La Guardia Nacional se creó como un ejército de estructura sólida y firme, pero con la cabeza corrompida. Muchos de sus componentes fueron y siguen siendo personas honorables y buenas, caballeros que han dado sus servicios a la patria generosamente, y que han perecido como todo el pueblo de Nicaragua aplastados por una tiranía múltiple, que usa para someterlos desde la necesidad económica hasta la crueldad física y la presión moral.

Existe en ella un núcleo central de soldados profesionales que no se han corrompido, hermanos por ideales y honradez de otros soldados también de la misma Guardia, que dieron su vida combatiendo al tirano; pero los Somoza cuidan su rebaño de esbirros y seleccionan siempre a quienes les sirven de mejor instrumento para tiranizar a los demás.

En la Guardia Nacional hay dos clases de hombres: los nicaragüenses que visten sus galones en nombre de la patria y los pandilleros cómplices de los Somoza, que roban y asesinan junto con ellos. Desgraciadamente, estos últimos han sido colocados con habilidad en los puestos principales, y no dejan respirar a los primeros.

En la pequeña glorieta del Campo de Marte, adornada de cañoncitos antiguos, no hubo visita para los presos, durante el juicio que precedió a la consolidación de la Dinastía.

Entraban turbas de gentes pagadas por los hijos del Dictador, y llegaban oficiales del Ejército a repartir propaganda a las esposas de los enjuiciados, mientras aquéllas luego de ser registradas en la puerta de entrada, corrían a asomarse por una pequeña ventana de la sala de justicia, y rezaban llorando por sus deudos.

"Sala de Justicia" le llamaban al sitio que representaba, más que ningún otro, a la gran ciudadela de la injusticia en que nació el poder de los Somoza, asentado en la inmoralidad y el terror.


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