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¿Y si Aminta se va?

A estas alturas, Aminta Granera es a la PN lo que Roberto Rivas equivale al CSE y Telémaco Talavera al proyecto canalero. Guardando las distancias de sus respectivas habilidades y mediocridades, los tres son únicamente voceros que no deciden el rumbo de su institución

Carlos F. Chamorro

15 de agosto 2015

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La masacre de Las Jagüitas, en la que murieron dos niños y una joven acribillados a balazos en un fallido operativo antinarcóticos, ha generado una conmoción nacional, en la que a la demanda de justicia se suma un fuerte reclamo para que renuncie la directora de la Policía Nacional Aminta Granera.

Con independencia de si la Primera Comisionada tuvo alguna responsabilidad en la organización del fatídico operativo o si fueron otros los responsables directos, el reclamo se explica por el mimetismo construido entre la Policía y Granera como un símbolo de la institución, y por las expectativas que su liderazgo generó hace ya algunos años. A pesar de que Granera cultiva su imagen personal con celo y astucia política y según las encuestas es la funcionaria mejor valorada del gobierno, una decepción muy honda se está produciendo en el sentimiento nacional en relación a la Policía, que ahora se traslada a su persona.

Sin embargo, como bien ha reconocido Granera la renuncia no está en sus manos sino que es potestad de El Supremo comandante Daniel Ortega ante quien ha rendido plenamente su voluntad. Ella perdió su oportunidad de decidir y ahora solo Ortega puede escoger el momento. Cuándo y cómo se va de la institución, dependerá exclusivamente de lo que más convenga a los cálculos del proyecto autoritario del caudillo.

Granera debió haber renunciado en septiembre de 2011, al vencerse su período legal de cinco años en el cargo. Ciertamente, su gestión ya estaba totalmente desgastada, pues luego de alguna resistencia inicial se sometió por completo a la cooptación política del régimen. La policía había dejado de ser un cuerpo profesional que aplicaba la ley a todos por igual, para convertirse en una institución cuasi partidaria con distintos raseros para tratar a los opositores al régimen. Pero su salida entonces al menos le habría heredado a la institución el sagrado precedente del respeto y la obediencia a la ley. En cambio, Granera aceptó la ilegalidad de la prolongación de su mandato, sepultando la tradición institucional del relevo del mando y no tuvo el coraje que exhibieron sus antecesores, otros jefes policiales que en su momento le dijeron no al poder político.


¿Qué la motivó a actuar de esa manera, si nadie la obligó a quedarse en el cargo? ¿La ambición personal pura y dura, o el arrebato mesiánico de considerarse imprescindible para velar por la seguridad ciudadana de la nación? ¿El temor a represalias de El Supremo por los compromisos políticos adquiridos, o el cálculo de las millonarias ventajas económicas acumuladas, que ahora exhibe con ostentación? Posiblemente, una combinación de todos estos factores ajenos a los intereses de la Policía Nacional, a la cual le infligió un daño irreparable.

Después de ese acto ilegal, se hicieron más evidentes los frecuentes abusos de poder que confirman el colapso institucional de la policía. Anulada la fiscalización parlamentaria, descabezada la inspectoría interna, y vetado el acceso para la vigilancia de las comisiones de derechos humanos, la policía con Granera a la cabeza entró en una deriva sin retorno. Estalló la masacre de El Carrizo, después de las elecciones de diciembre 2011, donde agentes policiales se sumaron a operadores del CSE y el FSLN para asesinar a una familia opositora. Un año después, a raíz de los reclamos de fraude electoral municipal en Nueva Guinea, las denuncias de torturas en las celdas policiales quedaron en la impunidad. Luego vendría la agresión y el asalto a #Ocupa INSS, otra grave violación de derechos humanos, encubierta como un acto delincuencial que incluyó el robo de siete vehículos con la abierta complicidad policial. En los últimos dos años, las comisiones de derechos humanos acumularon decenas de casos de abusos policiales de poder, en las calles y en las estaciones policiales y denuncias de torturas en las cárceles de El Chipote, que otra vez quedaron en la impunidad.

Granera nunca dio la cara por estos atropellos y sólo se excusó en privado, ante donantes internacionales y grandes empresarios, alegando que no tenía control por lo que ocurría fuera de su área de influencia. Según su lógica particular, el país debería entender y aceptar que nuestra flamante Directora no tiene responsabilidad en una policía intervenida políticamente por El Supremo, cuyas órdenes son ejecutadas por el jefe de facto de la institución, el comisionado general Róger Ramírez, subdirector y jefe de la delegación de Managua.

Su papel, entonces, sería el de una relacionista pública de lujo que, a nivel nacional e internacional, intenta servirle de careta a un régimen autoritario, que inevitablemente se cae con la represión. A estas alturas, Granera es a la Policía Nacional lo que Roberto Rivas representa para el Consejo Supremo Electoral y Telémaco Talavera en el proyecto canalero. Guardando las distancias de sus respectivas habilidades y mediocridades, los tres son únicamente voceros que no deciden el rumbo de su institución.

En consecuencia, la salida de Granera de la policía como la de Roberto Rivas en el CSE, a lo sumo podría tener algún efecto momentáneo, positivo o negativo, en la imagen de la institución, pero sin provocar algún cambio de sustancia. Para avanzar en la exigencia del cese del abuso de la fuerza policial, la partidización y la impunidad, la presencia o salida de Granera ya es irrevelante. La profesionalización de la policía, que muchos oficiales y efectivos también están demandando, requiere un cambio desde la raíz en la institución y en el régimen político, y eso sólo será posible si la presión popular genera las condiciones para que en el país se produzca un cambio democrático. Mientras tanto, es imperativa la demanda de justicia y de una investigación a fondo para castigar a los responsables por la masacre de Las Jagüitas.

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Director de Confidencial y de Esta Semana.

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Carlos F. Chamorro

Carlos F. Chamorro

Periodista nicaragüense, exiliado en Costa Rica. Fundador y director de Confidencial y Esta Semana. Miembro del Consejo Rector de la Fundación Gabo. Ha sido Knight Fellow en la Universidad de Stanford (1997-1998) y profesor visitante en la Maestría de Periodismo de la Universidad de Berkeley, California (1998-1999). En mayo 2009, obtuvo el Premio a la Libertad de Expresión en Iberoamérica, de Casa América Cataluña (España). En octubre de 2010 recibió el Premio Maria Moors Cabot de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York. En 2021 obtuvo el Premio Ortega y Gasset por su trayectoria periodística.

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