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La presidenta de la paz

Su mensaje resonará para dar esperanza… y para quitarle el sueño a quienes nos oprimen

Cada familiar de Violeta Barrios de Chamorro

Violeta Barrios de Chamorro en su casa familiar, en Reparto Las Palmas, en Managua. // Foto: Archivo

Lesther Alemán

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“No se han ido del todo si aún podemos su risa evocar, su carácter y su bondad… no se han ido del todo si algo bueno han dejado al pasar, y aunque ya no están más aquí, no se han ido del todo”. Fue lo primero que pensé —y tarareé— al enterarme de la noticia: Doña Violeta Barrios de Chamorro había partido.

Una mujer de contrastes, que encarnó la esencia de la autoridad moral, más que la política. Su imagen de fina estampa —sobria, maternal, humilde— contrastaba con el estilo confrontativo y caudillista de los “políticos” de su tiempo. Al convertirse no solo en la primera mujer presidenta de Nicaragua, sino de todo el continente americano elegida democráticamente, se transformó en un símbolo de ruptura con el pasado violento, hiriente y polarizado del país.

No fue una política tradicional, sino una ciudadana consciente del dolor del pueblo donde creció, y por el cual asumió un deber cívico impulsado por los sueños inconclusos de su esposo, Pedro Joaquín Chamorro, mártir de las libertades públicas —su dolor personal.

Mi respeto y cariño por ella brotaron desde temprana edad, cuando, de niño, le pregunté a mi madre quién era la señora de fiel sonrisa que veía cada vez que abría la desgastada puerta de madera de su ropero. Se trataba de una papeleta y un cuaderno entregados durante la campaña electoral de 1990.

“Esta es Doña Violeta”, me decía mi madre, mientras sus ojos se convertían en una poza de aguas cristalinas. “Yo fui presidente de mesa electoral, conté los votos del centro (la noche del 25 de febrero de 1990) así como aumentaban los votos, aumentaban mis lágrimas de alegría porque habíamos ganado”. Puedo decir sin equivocarme que es el acto de mayor honor y orgullo que mi madre presume.

En la convulsa historia de Nicaragua, la ceguera, la tentación y la entronización del poder —que nubla la mente de los hombres— han impedido transiciones ordenadas entre Gobiernos. Pero Doña Violeta Barrios de Chamorro puso la vara moral muy alta, porque reescribió la vocación política del primer acto de servicio a una nación: saber llegar y saberse marchar de la presidencia.

Durante mis años en la universidad, recuerdo con buena memoria las anécdotas de mis docentes sobre los años dorados del periodismo “en los tiempos de doña Violeta”. No había pregunta que incomodara ni respuesta que ofendiera. Ruedas de prensa memorables, donde no faltaban las risas ni las caricias de bondad y autenticidad. Se preguntaba de todo: desde asignaciones presupuestarias hasta el color del tinte que cubría las canas plateadas que ganaba con cada aparición.

“Que regresen los muchachos”, exclamó. La guerra había terminado. La mano de una mujer había puesto fin a la tragedia que por una década hizo sangrar al país, provocó la mayor ola de exilio forzado y sumergió a Nicaragua en un caos económico, con una deuda externa de aproximadamente once mil millones de dólares: una de las más altas del mundo en relación con el tamaño de su economía.

Ovacionada y recibida de pie por senadores y congresistas de Estados Unidos en 1991, la dama de la democracia se dirigió al hemiciclo: “Nuestra economía ha sido destruida… necesitamos inversión extranjera, crédito y cooperación internacional… para levantarnos de las cenizas que nos dejaron las dictaduras del pasado”, imposible no pensar en la voz de una abuela que, con pausa y humildad, pide un favor.

Demostró con sus pasos que es posible reconciliar a un país tras heridas profundas. Llegar a la presidencia no fue fácil; mantenerse en ella fue aún más difícil. Enfrentó embates dentro y fuera de casa que pretendían interrumpir el abrazo que daba —como madre— a una nación.

Debía ser una mujer de una sola pieza. El garbo en ella era su carta de presentación, impregnado de carisma y de un estilo que desafiaba el protocolo. Creyó, promovió y encarnó el amor como política de Estado. Con su peculiar demostración de idiosincrasia, reflejaba la confianza, el afecto y la bondad del nicaragüense. “Nadie volvió a tratarnos como ‘mis muchachos’ o ‘mis amores”, decían con nostalgia quienes fueron testigos de una época marcada por la cercanía, el respeto y una libertad de prensa que hoy parece lejana. Y es que, aunque la alta costura nunca faltó, sus trajes siempre tuvieron olor a pueblo.

Doña Violeta Barrios de Chamorro amó tanto a Nicaragua que su vida y su pascua quedaron inevitablemente entrelazadas con el destino de la patria. Partió en el exilio, como tantos miles de otros que cargamos el dolor de la distancia y el desarraigo. Exhaló su último aliento en tierra ajena, no por elección, sino por las circunstancias que oscurecen la realidad nicaragüense.

Su muerte —como su vida— es un acto de coherencia cívica, política y espiritual: la historia de una mujer que creyó en la paz, dio a luz una república y eligió la dignidad en lugar del poder absoluto. Hasta entonces, su cuerpo está ausente, pero su espíritu se ha hecho uno con los exiliados, los perseguidos y los oprimidos, que somos quienes anhelamos la libertad. En esa espera sagrada, Doña Violeta Barrios de Chamorro es ya un símbolo y una semilla, presencia y conciencia que trasciende generaciones y convulsiones.

Detengámosno a pensar en la crudeza con la que la vida la trató, y aun así, nunca actuó movida por el rencor ni la venganza. Es, sin duda, parte de la historia que contribuirá a la pacificación de nuestro país tras esta larga noche oscura. Su rostro es el de la esperanza que, como dice San Pablo, no defrauda.

Atesoro como reliquia muy preciada un rosario que le perteneció, entregado por San Juan Pablo II, y que más tarde se lo dio a doña Martha Lucía —su nuera— hasta llegar a través de ella a las manos de mi madre, mientras yo me encontraba encarcelado, como una poderosa señal de fe y esperanza.

La dama y mártir de la democracia deja un testamento para cada nicaragüense: “No hay soberanía sin libertad. No hay tampoco justicia sin libertad. Ni siquiera puede haber Nicaragua sin libertad, porque el alma y la razón de ser Nicaragua es la libertad”.

Este mensaje resonará para dar esperanza… y para quitarle el sueño a quienes nos oprimen. Porque solo una Violeta Barrios de Chamorro existió, y solo una presidenta Nicaragua recordará: la presidenta de la paz.

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Lesther Alemán

Lesther Alemán

Integrante de la Alianza Universitaria Nicaragüense (AUN) y la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia. Participó en el primer intento de Diálogo Nacional ante la masacre orteguista contra la Rebelión de Abril, encarando a Daniel Ortega para que cesara la represión. Excarcelado político y desterrado por el régimen orteguista.

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