2 de abril 2017
El gobierno subestimó las consecuencias que tendría en el plano internacional, y también dentro del chavismo, las decisiones judiciales 155 y 156 emitidas por la Sala Constitucional, que disuelven formalmente las competencias y la autonomía parlamentaria de la Asamblea Nacional. El hecho que las deliberaciones de la OEA, que se realizaron a comienzos de esta semana para discutir el informe de Almagro sobre Venezuela, hubiesen terminado con una declaración conjunta de 20 países en vez de una resolución definitiva para activar la Carta Democrática, fue interpretado equivocadamente como un gran triunfo de la revolución así como una gran oportunidad para terminar de abrogarse a través del sistema judicial todos los poderes políticos y financieros de la Asamblea Nacional.
La reacción e indignación internacional frente a la evidente ruptura constitucional que implicó, tan sólo horas después de finalizar la sesión de la OEA, la liquidación de una institución legislativa que ya se encontraba en terapia intensiva, tomó al gobierno por sorpresa.
En poco tiempo, el gobierno descubrió que la restricción internacional era mucho más severa de lo que ellos mismos se imaginaban. Incluso, países como Colombia, que habían mostrado por razones evidentes mucha cautela en el manejo del asunto venezolano, promovió una protesta abierta comunicada por el propio Presidente Santos sobre la gravedad de la decisión adoptada por el Tribunal Supremo de Justicia, catalogándola como inaceptable.
La Presidente Bachelet, quien también se había mantenido en silencio frente al colapso democrático del país —a pesar de que su cancillería había adoptado una actitud vocal más crítica frente al desarrollo de los eventos venezolanos— terminó por aceptar durante una visita oficial a España, lo delicado de la situación.
Pero lo que el gobierno nunca se imaginó es que la restricción más importante vendría desde el interior del mundo chavista. El gobierno subestimó, mucho más que el nivel de irritación internacional, el impacto que las fricciones generadas por la disolución de la Asamblea Nacional podía llegar a producir dentro de sus propias esferas de poder, encontrándose con una Fiscal General de la República que inmediatamente ventiló su opinión sobre las implicaciones tan atroces que se derivaban de unas sentencias judiciales que alteraban de raíz el orden constitucional.
Evidentemente, la Fiscal General no emitió esta opinión sin el apoyo político de otros factores relevantes, que seguramente compartían las mismas inquietudes frente a la desviaciones del gobierno nacional.
Todo esto hace pensar que el universo chavista comienza a parecerse cada día más al peronismo argentino, con facciones internas cada vez más encontradas y con opiniones contrapuestas, pero siempre compartiendo la sempiterna marca de la revolución bolivariana.
Pero para quienes dentro del mundo opositor dudaban de la existencia de los moderados chavistas: pareciera que dentro de la revolución continúan anidándose algunas importantes fuerzas democráticas. Y es evidente que estas corrientes del chavismo prefieren a un poder ejecutivo restringido por algunas reglas básicas que a un presidente sin ningún tipo de controles legislativos.
El presidente Maduro ahora tiene que enfrentar una realidad sumamente compleja y a un grupo chavista que probablemente sea mucho más poderoso que la misma oposición (cuyos partidos lamentablemente muestran un gran músculo electoral, pero hasta ahora han revelado muy poco tino político).
Después de la arbitraria suspensión del referéndum revocatorio ocurrida el 20 de octubre del 2016, la oposición optó por desconectarse irracionalmente de su propia base de apoyo ciudadano, y frente a la magnitud de la nueva crisis que implicaba la disolución definitiva del Parlamento, no pudo movilizar rápidamente a la sociedad venezolana que cada vez se muestra más confundida y agobiada por la crisis económica nacional.
Si bien la oposición venezolana no tiene un problema de popularidad —todos sus candidatos están en capacidad de ganar una elección presidencial—, comienza a experimentar un profundo problema de credibilidad.
Es así como el gobierno del presidente Maduro no tiene otra alternativa que manejar políticamente la opinión emitida por Luisa Ortega Díaz. La confrontación no será amigable pero tampoco será un conflicto directo.
El gobierno ha escogido el Consejo de Defensa de la Nación para dirimir esta controversia interna. La consecuencia o el riesgo más grave para el gobierno es que las palabras de Ortega Díaz le permita a los organismos internacionales contar con la opinión autorizada, nada menos que de la Fiscalía General de la República, para declarar formalmente el colapso de la división de poderes y el cese del funcionamiento de la democracia en Venezuela.
Es por ello, que no es descabellado pensar, que en un esfuerzo dirigido a disminuir los altos costos internacionales en los que comienza a incurrir el gobierno nacional, el chavismo se vea obligado a retractarse así sea parcialmente.
De modo que a nadie le debería sorprender, si el Tribunal Supremo de Justicia en pleno, revoca o suspende por algún tecnicismo interpretativo las sentencias de la Sala Constitucional.
Y esto es precisamente lo que explica por qué el presidente Maduro en cadena nacional, en la noche del 31 de Marzo de 2017, aceptó que lo que ocurrió como consecuencia de las abyectas sentencias que terminaron por disolver la Asamblea Nacional —que fueron ampliamente avaladas por el Tribunal Supremo de Justicia así como abiertamente criticadas por la fiscal Luisa Ortega Díaz y que él mismo como Presidente de la República dice ahora desconocer en detalle—, fue un impasse y no una ruptura del hilo constitucional.
Lamentablemente, la resolución de este problema no es un asunto semántico que pueda aclararse simplemente con distinguir entre impasse y ruptura: pues detrás de todo estos trágicos eventos comienza a reflejarse un importante cambio en el juego de poder.
Un juego en el que el madurismo, en su esfuerzo por concentrar cada vez más poder político en la presidencia, pareciera comenzar a estar más restringido por las fuerzas internacionales y por las mismas fisuras internas del chavismo, que por la propia capacidad de movilización de la oposición. Y esta es sin duda la paradoja más llamativa del momento histórico en el que vivimos. Una paradoja que para todos continúa siendo un misterio: sobre todo para la sociedad venezolana en su conjunto.