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Unidad… ¿sin principios?

Una estrategia libertaria debe preparar las luchas que se gestan ahora en la crisis económica

NI la fuerte lluvia impidió que los ciudadanos se manifestaran contra la dictadura orteguista. Foto: Carlos Herrera.

Fernando Bárcenas

28 de septiembre 2019

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La consigna del momento, que se escucha entre los opositores tradicionales de la dictadura orteguista, es la de unidad. Uno tiende a pensar que es unidad de fuerzas, pero, no. Es unidad de cúpulas. Unidad sin principios. Unidad sin acción.

Esta consigna adquiere relevancia porque en la mente de quienes se oponen a Ortega, sin formación política, el camino hasta ahora recorrido conduce a las elecciones como solución a la crisis. Han decidido que la lucha es pacífica, como si fuese posible, según el gusto personal, escoger a voluntad el medio de lucha del pueblo, al margen de las circunstancias, de las etapas, de los flujos y reflujos, y de los sectores sociales que se suman al combate. Y se figuran que la forma de cambiar gobiernos dictatoriales brutales es mediante procesos electorales. Lo cual, les lleva a buscar una unidad con fines electorales.


De modo, que como justificación de tal unidad electoral elaboran un programa de gobierno, que definen como mínimo o de consenso. No es, como vemos, una unidad de fuerzas, sino, de intereses burocráticos coincidentes, de pequeños grupos sin arrastre de masas.

Es decir, para ellos, el contenido de los cambios no lo determina, objetivamente, la realidad contradictoria, sino, que lo determina, subjetivamente, la unidad que deben obtener por consenso. Esta unidad, entonces, requiere que los cambios propuestos sean los más elementales posibles y, para ello, asumen que Ortega, en contra de su naturaleza, se comportará civilizadamente y no dará una patada a esos cambios elementales en su contra. De alguna manera, se ven obligados a maquillar a Ortega, dándole rasgos humanos y un comportamiento civil.

Así, la unidad electoral, y la unidad del supuesto gobierno (que esperan salga de las elecciones), no es para resolver efectivamente algún problema, sino, que suponen que el problema –la dictadura- se ajustará voluntaria y pacíficamente para el éxito de esa unidad electoral.

¿Plebiscito entre dictadura y democracia?

La dictadura nunca puede ser el resultado válido de un proceso electoral, aunque el proceso sea transparente. El crimen, el absolutismo, la opresión, la esclavitud, el racismo… no son opciones ni jurídica ni políticamente válidas. De modo, que para el ciudadano no existe dilema entre decidir por un proyecto dinástico y la libertad. El ser humano debe ser libre por fuerza, aún en contra de su voluntad, porque en la época moderna nadie tiene derecho a consentir que lo esclavicen o a consentir en esclavizar o en torturar. De manera, que para la filosofía del derecho no hay elección plebiscitaria válida entre dictadura y democracia (aunque formalmente algún dictador organice un proceso semejante, y participe en él).

El único dilema para los ciudadanos que padecen una dictadura es, si acaso, cómo conquistar su libertad.

La conciencia del oprimido es una conciencia alienada. Es la conciencia del opresor que se impone espontáneamente con la imposición del sistema opresivo. Y tampoco esa conciencia alienada tiene opciones válidas, ni jurídica ni políticamente. El apartheid no puede figurar, válidamente, como opción electoral de la población racialmente discriminada.

En unas elecciones organizadas por Ortega, con independencia del grado de transparencia de las mismas, el objetivo de un partido revolucionario no es ver si la dictadura adquiere legitimidad por decisión de la mayoría –ya que tal legitimidad no es posible bajo ninguna circunstancia-, sino, si en tal proceso se fortalece orgánicamente el partido revolucionario, para avanzar en la movilización directa de la población en contra de la opresión. Por ello, el partido plantea conquistas y cambios objetivamente necesarios, no un plan de gobierno, porque esos cambios reales que plantea un partido combativo no parten de un dilema electoral, sino, que parten de la derrota y desmantelamiento del orteguismo. En consecuencia, son cambios máximos, objetivamente imprescindibles, no cambios por consenso o cambios mínimos.

No son, tampoco, cambios negociados para restablecer, de común acuerdo con Ortega, la confianza en el sistema electoral orteguista. Son, más bien, la razón programática por la cual hay que derrotar definitivamente a Ortega.

Las circunstancias confrontativas le vienen impuestas a la sociedad, y los sectores sociales expresan su voluntad, pero no libremente, sino, en respuesta a tales circunstancias impuestas, en respuesta al terror y al crimen del orteguismo, en nuestro caso. Lo más elemental, entonces, es comprender los efectos y la tendencia de desarrollo de las circunstancias impuestas, para actuar en consecuencia, no la unidad de pequeñas agrupaciones en torno a un programa de consenso o a un programa mínimo… por si llegan… a ser gobierno…

El gobierno y el poder

Hay, en los opositores tradicionales, la ilusión de llegar al gobierno electoralmente, bajo una dictadura, con una lógica similar a las cuentas de la lechera (de la fábula de Esopo). Tienden a hacer cálculos fantasiosos, y obvian la realidad. De esta forma, en lugar de unirse para luchar por el poder se figuran que un programa mínimo (de carácter administrativo) les baste para llegar al gobierno pacíficamente.

Gobierno y poder a veces coinciden, a veces, no. Después de perder las elecciones de 1990, Ortega dijo a sus partidarios: hemos perdido el gobierno, no el poder. Y gracias al control sobre la policía y el ejército, desplegó impunemente las fuerzas de choque del lumpenproletariado para gobernar con terror, desde abajo, fomentando el desorden.

A partir de 1980 hay en nuestra sociedad el germen de un Estado fallido, de un poder independiente de la sociedad que unas veces desde abajo y otras desde arriba se ha impuesto abusivamente a los ciudadanos, hasta nuestros días. Un poder que, cuando está arriba, considera cualquier demanda democrática un golpe de Estado contra el orden dictatorial. Y, lo que es peor, que trata tal demanda con sus fuerzas de policía y sus bandas armadas.

La enseñanza más elemental del periodo de febrero de 1990 a enero de 2007 consiste en no confundir el gobierno con el poder (el cual radica, esencialmente, en el rol de las instituciones represivas, que monopolizan la violencia).

La crisis es lo que debilita a la dictadura

Sin embargo, la dictadura orteguista tiene dos etapas: una ascendente, de enero de 2007 a abril de 2018, en alianza oportunista con el gran capital (que participaba con entusiasmo en la consolidación de la dictadura y de la corrupción); y una descendente, de abril de 2018 en adelante, de una rebelión estudiantil que fracasa por falta de espíritu revolucionario, por falta de liderazgo político, por falta de estrategia combativa, que cede la dirección del movimiento, en la etapa de reflujo, al gran capital y a los políticos tradicionales para que clamen por la unidad electoral. Una rebelión sin propósitos programáticos claros, estupefacta por su propia osadía autoconvocada que, sin embargo, por su dispersión y confusión, pese a su heroísmo, no alcanza a definirse siquiera como el prólogo de la próxima revolución.

No obstante, con los crímenes de lesa humanidad y con el Estado abiertamente policíaco y brutal, Ortega promovió estúpidamente un clima de incertidumbre y de terror que alienta la desconfianza, la fuga de capitales, la contracción de la inversión, obligándose a sí mismo a extremas medidas de austeridad sobre los trabajadores. Lo que abre perspectivas a un nuevo auge revolucionario, más organizado y combativo porque, pese al reflujo actual, los trabajadores no han experimentado la derrota, y para contrarrestar con urgencia la pobreza, el desempleo, y el incremento del costo de la vida que se derivan del orteguismo brutal, con toda probabilidad se disponen a pasar al frente de la escena revolucionaria.

A la dictadura la debilita la crisis, no los llamados a marchas que no se llegan a realizar, o los llamados a piquetes exprés, o a tocar el claxon, o a la ley seca, sin consumo de alcohol. Una estrategia libertaria debe preparar las luchas que se gestan ahora en la crisis económica, que se deriva del orteguismo represivo.

Frente a una dictadura criminal, las elecciones no son un medio para derrotarla, y no deben presentarse de esta forma. Son sólo un medio posible para movilizar a la población, y para organizarla mejor para la lucha directa por el poder.

Es fácil comprender que las reivindicaciones democráticas, aún las más elementales, no pueden convertirse en conquistas con un gobierno rehén. Sólo podrían adquirir un contenido práctico desde el poder triunfante de los trabajadores sobre las fuerzas del orteguismo.

Ingeniero eléctrico


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Fernando Bárcenas

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