27 de noviembre 2017
La era de las noticias falsas, la manipulación de la verdad, y la pretensión de imponer los llamados “hechos alternativos” como política de Estado, no la inventó Donald Trump en Estados Unidos. En Nicaragua se instauró desde hace una década cuando el presidente Daniel Ortega lanzó su primera embestida contra la prensa independiente, calificando a los periodistas como “los hijos de Goebbels”, mientras su esposa, vocera del Gobierno, y ahora vicepresidenta Rosario Murillo, proclamó la estrategia de comunicación de la “información incontaminada”.
El discurso de falsas promesas sin rendición de cuentas, y la política de mentir y callar a discreción, distrayendo la atención del público con hechos banales o incluso extraordinarios a través del amarillismo y la nota roja, se implantó en el Ejecutivo a través de una vocería centralizada y después se extendió hacia todos los Poderes del Estado, bloqueando el acceso a la información pública para los ciudadanos y la prensa. El Ejército de Nicaragua y la Policía Nacional, que en los gobiernos precedentes se distinguieron por su autonomía en su apertura hacia el debate público, fueron los últimos en plegarse al dictado del sistema Estado-Partido-Familia, pero al final sucumbieron a la cooptación. La primera comisionada Aminta Granera y el general de ejército Julio César Avilés, reelectos en sus cargos gracias al intercambio de favores políticos con Ortega, son cómplices de la sumisión de la Policía y el Ejército al caudillismo político, y corresponsables directos de la desprofesionalización de las instituciones que representaban el éxito más palpable de la transición democrática en Nicaragua.
Esa desnaturalización del Ejército y la Policía quizás explica, aunque no justifica, el vergonzoso silencio que mantienen ambas instituciones ante la desgarradora denuncia de una madre campesina por el atroz asesinato de sus dos hijos menores durante un operativo militar en la Cruz de Río Grande el pasado 12 de noviembre. En el relato oficial del coronel Marvin Paniagua, jefe del Sexto Comando Militar Regional, ese día el Ejército se enfrentó con una banda de forajidos en la comunidad San Pablo 22, aniquilando a seis elementos, pero solo identificó a uno de los muertos como Rafael Dávila Pérez, alias “el Colocho”. Según el coronel Paniagua todos los muertos eran delincuentes, señalados por los productores de la zona por “el cultivo y tráfico de marihuana, abigeato, extorsiones, asaltos, y asesinatos”, pero cuando los periodistas le solicitaron que explicara las denuncias específicas contra ellos o si estaban radicadas en algún juzgado, no mencionó ningún caso, aduciendo razones de seguridad de la información.
Sin embargo, Elea Valle ha identificado al menos a tres de las víctimas del operativo militar: su esposo Francisco Pérez, perseguido por el Ejército y hermano del líder del grupo, el alzado en armas Rafael Pérez, “comandante Colocho”, y sus dos hijos menores, la joven Yojeisel Elisabet Pérez Valle, de 16 años, y el niño Francisco Alexander Pérez Valle, de 12 años. La muerte de sus hijos, registrados en vida para la posteridad en una fotografía a colores de mala calidad como prueba irrefutable de veracidad, tampoco existió en el informe oficial que brinda a diario la vicepresidenta Rosario Murillo, lo que evidencia que desde el más alto nivel del poder existe un operativo de ocultamiento para sepultar la verdad. No solamente han matado a dos menores inocentes, que ni estaban armados ni pueden ser acusados de delincuentes, sino que también quieren matar la verdad.
El testimonio de esta madre coraje, símbolo de la dignidad nacional que se resiste ante el abuso del poder, como hace dos años Yelka Ramírez –víctima de la masacre policial de Las Jagüitas– le está brindando una lección de valentía y moralidad a una sociedad sometida al miedo, la corrupción y la mentira. Y también le ofrece una oportunidad a las Fuerzas Armadas para rectificar el rumbo, hacer justicia y castigar a los culpables de la masacre, antes de convertirse en una guardia pretoriana al servicio de la dictadura institucional que pretende prolongarse en una dinastía familiar.
Su denuncia coloca a la sociedad entera y en particular a los grandes empresarios, aliados económicos y principales interlocutores de Ortega, ante una situación límite. Nadie puede permanecer indiferente ante este crimen. Callar, bajo la excusa de que se trata de un efecto colateral de la política nacional de seguridad en el campo, que en la práctica se traduce en la orden punitiva: “ningún herido ni capturado, solo muertos en combate”, equivale a avalar un régimen que ya gobierna sin democracia y sin transparencia, y ahora también podrá matar con impunidad, incluso a menores de edad. Exigir respeto a los derechos humanos y una investigación exhaustiva de la masacre, como han demandado los obispos de la Conferencia Episcopal de la iglesia católica, apenas representa el primer paso para cesar la permisividad ante la violencia de Estado indiscriminada. Es cierto que bajo el sistema actual, existen pocas posibilidades de que se pueda impartir justicia, y probablemente el crimen quedará en la impunidad. Pero el rescate de la esperanza para que Nicaragua vuelva a ser una república democrática, empieza por restituir el derecho a la verdad a cualquier costo, e impedir que la entierren en la fosa del olvido.