17 de octubre 2018

La represión contra Henry Ruiz y José Evenor Taboada

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“Él es santo de un modo muy particular. Ya está canonizado por el pueblo. Pero a estas alturas es una 'rehabilitación' adicional"
Monseñor Óscar Arnulfo Romero ya es santo
«Que no canonicen nunca a san Romero de América, porque le harían una ofensa. Él es santo de un modo muy particular. Ya está canonizado. Por el Pueblo. No hace falta nada más».
Se lo decía yo a Jon Sobrino cuando visité el sepulcro del arzobispo mártir. Le decía: "Mira, Jon, que a nadie se le ocurra canonizar a Romero, porque sería como pensar que la primera canonización no sirvió"...».
Pedro Casaldáliga se lo contaba así a los campesinos y agentes de pastoral de Panamá, a su vuelta de Nicaragua y El Salvador, allá por los años 1987/8, en diferentes retiros, charlas meditaciones. Me pasaron la transcripción de los casetes, e incluí ese pensamiento en El Vuelo del Quetzal, el libro que organizamos con aquellos y otros materiales pastorales de su «campaña de solidaridad pastoral» con tantas comunidades de base y grupos campesinos de Centroamérica.
Ciertamente, la tumba de Romero que visitó Casaldáliga –instalada al principio en el propio crucero de la catedral de San Salvador, a sólo unos metros del altar desde el que pronunciaba aquellas sus homilías de fuego, que paralizaban el país y se escuchaban en la montaña reproducidas por los radiotransistores de los campesinos y los pobres de todo el país–, aquella tumba, grande por cierto, literalmente cubierta de flores, candelas, velas, exvotos y fotografías de agradecimiento, sobres llenos peticiones escritas... era tan visitada y acariciada y besada por aquella interminable fila constante de salvadoreños de los estratos más pobres y populares... que hubo que trasladarla a la cripta, porque aquel «clamor popular» inutilizaba la catedral para servir como tal, con el culto normal de una catedral.
Y así mismo eran las cosas en los primeros siglos de la Iglesia. Obviamente, no había «procesos de canonización». Era la «aclamación y la devoción popular» lo que de hecho definía el «canon», la medida de la santidad reconocida en la Iglesia. No había un registro oficial –lo que luego sería el «Santoral y el Martirologio Romanos»–, ni mucho menos se había concretado todo en un proceso jurídico especializado (y económicamente costoso) en la Curia Romana. Esto no sucedería hasta el siglo XIII, cuando las canonizaciones quedaron reservadas a Roma y al Papa.
El estudio estadístico de la «población» canonizada en el último milenio no deja de ser significativo: «Entre los siglos X y XIX Roma canonizó un 87% de hombres y un 13% de mujeres. Aquí se revela un modelo masculino ampliamente predominante, que corresponde fielmente a la tradicional inferioridad de la mujer en la Iglesia. Sin que el procedimiento se haya modificado para favorecer a las mujeres, en el siglo XX la proporción pasa a 76% de hombres y 24% de mujeres» (cfr. RELaT nº 150, servicioskoinonia.org/relat/150.htm). El modelo predominante de persona canonizada es blanca, masculina, no casada, clérigo, religioso/religiosa... y mayormente de clase alta.
Tradicionalmente la canonización ha venido estando prácticamente vedada a los cristianos/as laicos, por lo trabajoso que resultan los procesos investigativos e históricos necesarios, la lentitud de la burocracia de las congregaciones romanas y, sobre todo, el elevadísimo costo económico de los procesos. Sólo clérigos que cuenten con el respaldo de una Iglesia local, o religiosos/as cuya congregación esté interesada en exaltar su santidad, pueden ser «candidatos» viables y con posibilidades reales de clasificar.
Canonización rápida y muy aclamada fue la de José María Escrivá; el Opus Dei, colocado por aquel entonces en la cumbre del escalafón de las entidades influyentes en el Vaticano del papa Vojtila, se empleó a fondo en su promoción, y su «canonización» resultó ser –dijo el Opus– la que había reunido más gente en la Piazza di San Pietro de Roma... La explicación no era difícil: sólo el fundador de una institución con muchos miembros laicos de clase alta podría pagarse tantos vuelos a Roma desde todos los continentes. Pero dejó de ser la más numerosa cuando, al poco tiempo, fue canonizado el P. Pío de Pietralcina, cuyos devotos no eran tan pudientes económicamente, pero eran mayoritariamente italianos, y se pudieron acercar muy fácilmente a Roma, masivamente. El número de asistentes a una canonización no mide el valor de la «aclamación popular» de un santo.
El caso de Romero fue también una «aclamación popular». Romero se convirtió en «el centroamericano más conocido» en todo el mundo, el «salvadoreño más universal». No fue un santo local, de una Iglesia diocesana concreta, ni de un país, ni siquiera de la Iglesia Centroamericana, o de la entera Iglesia de América Latina, sino un santo «universal» –aclamado en todas las geografías–, y «ecuménico», reconocido también por las Iglesias protestantes –se ha hecho célebre la figura de Romero, en piedra, entre las figuras de la catedral de Westminster...–. Fue también un santo «macroecuménico», reconocido y aclamado por agnósticos y no creyentes, más allá de las fronteras de la fe y de las religiones. Santo, pues, Romero, por «aclamación popular» del Pueblo de Dios, por «aclamación mundial», en los muchos «pueblos de Dios».
¿Qué más canonización necesita Mons. Romero? ¿Qué le falta? ¿Qué le podría añadir una «canonización oficial» en Roma? Son las preguntas que, decimos, ya se respondió a sí mismo Casaldáliga cuando visitó la tumba de Romero en San Salvador en los 80 del siglo pasado: «él es santo de un modo muy particular. Ya está canonizado. Por el Pueblo. No hace falta nada más». A muchos de nosotros hoy nos sigue valiendo aquella respuesta que él se dio hace treinta años.
Pero es que, además, con todo este tiempo que ha transcurrido desde entonces, hemos entrado «en otra época»... Han cambiado muchas cosas, y hemos cambiado también mucho nosotros mismos. Extrapolando las palabras de Casaldáliga, hoy podríamos decir: «Que no lo canonicen, porque sería como si continuáramos en aquella época de la que ya hace tiempo que nosotros hemos salido».
En efecto, hoy, la pregunta es más honda: ¿sigue teniendo sentido el concepto clásico de «santos canonizados» de la Iglesia Católica? Y podríamos desdoblarla en varias otras:
Tratemos de responder, cuasi-telegráficamente, a estos desdoblamientos del cuestionamiento:
Diremos, pues, finalmente, que nos sentimos en comunión, en aprecio vivo hacia Mons. Romero, sin necesitar esa albarda añadida de su título oficial de «santo canonizado», que nos evoca tantos elementos sobrepasados o incluso obsoletos para nosotros. Pero no nos tiene que molestar su uso por parte de aquellas otras mentalidades que también expresan su cariño y su comunión con Romero por medio de ese mundo de categorías y supuestos que nosotros abandonamos hace tiempo. Respetamos esta pluralidad que caracteriza a nuestro tiempo y a nuestra Iglesia hoy, y somos muy capaces de aceptarla, sin que, por eso, un simple título de atribución de santidad canónica, nos retrotraiga, cual caballo de Troya, a una mentalidad de la que ya salimos. Nos sentimos, tanto convencidos en nuestra forma de ver, cuanto tolerantes con los antiguos puntos de vista; tan fieles a la esencia-esencia de la buena tradición, cuanto libres de adherencias medievales, platónicas, mitológicas, agrarias... neolíticas incluso.
Desde esta visión, es claro que no necesitamos que Romero sea canonizado. «Él es santo de un modo muy particular. Ya está canonizado. Por el Pueblo. No hace falta nada más». (Y, desde luego, acabada la Edad Media, es obvio que sobran todos los milagros «requeridos»). Pero comprendemos que mucha Iglesia y buena parte de la sociedad se van a sentir ayudados, y hasta conmovidos, por esta «declaración oficial de reconocimiento de su santidad y su martirio». Compartimos su alegría. A estas alturas de la historia, con lo mucho que ha llovido después del 24 de marzo de 1980, ya no nos parece una «ofensa», sino más bien una «rehabilitación» adicional, redundante, pero útil, sobre todo para las jerarquías religiosas y civiles que por décadas se opusieron al reconocimiento de «San Romero de América». Es una buena noticia.
*Fragmento de un ensayo publicado en «Documentos del Ocote Encendido», , Comités Oscar Romero (COR), Zaragoza, España
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