25 de mayo 2018
La masacre de más de 70 personas en el contexto de las recientes protestas en Nicaragua debe explicarse a partir de la relación de subordinación incondicional, clientelar y mafiosa de la Policía Nacional con Daniel Ortega, su esposa Rosario Murillo y los operadores de lo que fue la antigua seguridad del Estado. Una relación entre guerrilleros que inicia en los años 70, continúa en los 80 y mutó políticamente en los 90 porque los mandos policiales parecieron entender que debían apegarse al proceso institucional de reformas democráticas que desarrollaron los gobiernos de la derecha política nicaragüense de 1990 al 2006.
Fueron los años en que los antiguos guerrilleros, devenidos en mandos de la Policía Nacional entendieron que era posible hacer coexistir dos sistemas dentro de la institución policial. En uno de ellos pusieron en marcha procesos de reforma para dejar atrás el legado criminal de la Guardia Nacional. Fueron los años en que estrecharon vínculos con la comunidad para afianzar el modelo policial comunitario y aparentaron habilitar mecanismos para asegurar la actuación policial, el apego a los derechos humanos y la rendición de cuentas.
El otro sistema de organización policial fue denunciado públicamente y por primera vez por el narcotraficante Henry Fariñas. Se trataba de la “estructura paralela”, la de vínculos con el narcotráfico; el sistema que pacientemente esperó el timing político adecuado para arrastrar la institución al servicio de Daniel, su esposa y la estructura paraestatal integrada por los antiguos agentes de la seguridad del Estado. La estructura paralela terminó engullendo a todos y a todas, a su directora Aminta Granera y también a todas esas buenas y decentes personas que organizaron la Policía Nacional en los años 80 y que la hicieron un ejemplo internacional por 17 años. A partir del 2007, ya con Ortega terminó la coexistencia de los dos sistemas, se instauró el de la estructura paralela y nadie pudo escapar a ser corrupto por acción u omisión.
La corrupción, el clientelismo, el servilismo y el abuso de poder pasaron a formar parte del ADN institucional de la Policía Nacional al punto de convertirse en una especie de estructura criminal organizada. Pero esta estructura no fue incubada espontáneamente en el 2007, su capacidad de reproducirse y enquistarse como un cáncer tuvo sus momentos clave en el gobierno híper corrupto de Arnoldo Alemán y luego en la tolerancia cómplice de los refinados funcionarios del gobierno de Enrique Bolaños. Esos políticos y burócratas intentaron vender a Nicaragua como el país más seguro de todos para atraer supuestas inversiones modernizantes y se hicieron de la vista gorda sobre situaciones de narcotráfico y corrupción de muchos mandos altos y medios, hasta llegarse al punto en que la evidencia mostrara lo que muchos sospechaban: que en las sombras también mantenían una fidelidad a Daniel Ortega y a sus operadores de la Seguridad del Estado.
Salir de este sistema policial corrupto y ahora criminal debe ser mantenido como punto medular en el diálogo que se supone deberá continuar. No puede permitirse nada menos que, primero evite esclarecer las cadenas de responsabilidades en los asesinatos de abril y mayo cometidos o alentados por la complicidad de la Policía con los grupos de choque orteguistas, y segundo, que lleve a revertir el brutal deterioro institucional de la Policía Nacional. Esto pasa por el establecimiento de una comisión independiente nacional con asistencia técnica internacional para investigar los asesinatos potencialmente cometidos por la policía nacional y su entorno. Esta comisión pudiera ser liderada por el Instituto de Estudios Estratégicos y Políticas Públicas y las organizaciones civiles de derechos humanos que han dado seguimiento todos estos años a la brutalidad policial. La comisión debe enfocarse en lograr la remoción inmediata de los mandos de la policía nacional y de toda la cadena de mando que al menos aceptó o toleró la decisión de la masacre.
La salida de los mandos debe ser acompañada por un proceso de reformas que abran la Policía Nacional al escrutinio público. En la práctica, la comisión deberá centrar su labor en fiscalizar al menos tres niveles: i) la política de recursos humanos que deberá ser auditada para indagar situaciones en las que prevalecieron procesos de reclutamiento y educación a partir de principios partidarios en los últimos 10 años y que terminaron convirtiendo a esa institución en un instrumento partidario al servicio de la familia Ortega Murillo; ii) los sistemas de prevención, control y fiscalización de los delitos, porque debe terminar la situación heredada de los gobiernos de Alemán y Bolaños en que la Policía es la responsable de controlar su propia corrupción, y iii) la rendición de cuentas, de tal forma que se habiliten o rehabiliten todas las regulaciones que aseguren que inequívocamente la Policía responderá por su actuaciones a un control civil democrático y a la sociedad, ya sea porque se le requiere acceso a información o porque se presentan a audiencias con la sociedad civil; no con el partido político. Debemos tener claridad que el gobierno corrupto de Ortega no es diferente ni novedoso a cualquier otro régimen totalitario que terminó descansando su centro de poder en fuerzas policiales, militares y para estatales que indiscriminadamente asesinaron a todo tipo de personas para perpetuarse en el poder. No intervenir y reformar la situación institucional actual de la policía implica dejar incólume uno de los centros de poder del dictador.
* Fundador del Instituto de Estudios Estratégicos y Políticas Públicas, IEEPP.