19 de abril 2017
Desde que asumió el poder, en 2007, Daniel Ortega ha gobernado con viento en popa y sin obstáculos. No puede decir que Estados Unidos le bloqueó. No puede hablar de hostilidad por parte de los países centroamericanos. Tampoco puede decir que la oposición boicoteó sus políticas y programas, ni que un conjunto de catástrofes naturales arrasaron con sus empeños. Al contrario, disfrutó de los beneficios del CAFTA, de la complacencia de organizaciones gremiales, de altos precios de los principales productos de exportación, de flujos sostenidos de cooperación internacional y de los cuantiosos recursos de la cooperación petrolera venezolana.
También heredó una economía con bajos niveles de endeudamiento externo, después de un arduo proceso que descansó, en su parte más pesada, sobre las espaldas de los sectores medios y de los más pobres: programas de estabilización, programas de ajuste estructural, negociaciones con el Club de París, programas con el Fondo Monetario, hasta llegar a la culminación de la Iniciativa para los Países Pobres Altamente Endeudados, HIPC, que se tradujo en un formidable alivio de la carga de la deuda externa (casi 12 mil millones de dólares en su punto más alto). Así, para el 2008, la deuda externa pública del país se redujo, sin que Ortega moviera un dedo, a la suma de US$ 3.385 millones.
Al cerrar el 2016, el saldo de la deuda externa total asciende a 10.970 millones de dólares. Para cualquier efecto, ¡Once mil millones dólares! Esta suma se descompone de la siguiente manera: US$5,927.6, casi seis mil millones en deuda privada, y US$5,042.1 millones de dólares corresponden al sector público.
Anotemos algunos indicadores. El primero, el ritmo de crecimiento. En estos diez años, la economía nicaragüense mantuvo un ritmo de endeudamiento aproximado a 600 millones de dólares cada año.
Los expertos utilizan dos indicadores de solvencia: la proporción de la deuda en relación al Producto Interno Bruto y la relación respecto al monto de las exportaciones. En el primer caso, la deuda externa total representa el 83% del PIB, que si lo refiriéramos a términos médicos y midiéramos la temperatura diríamos que el paciente ya comenzó a tener fiebre. El otro indicador es el porcentaje con relación a las exportaciones. Si incluimos las exportaciones de zonas francas, el porcentaje es 186%, si nos limitamos a las exportaciones de mercancías el porcentaje es abrumador: casi el 500 por ciento de las exportaciones. En ninguno de estos casos estamos ante indicadores que muestren solvencia en el largo plazo.
Sin duda, la deuda que ha crecido de manera más dinámica ha sido la deuda con Venezuela, proveniente de los suministros de petróleo. Escarbando en las estadísticas del Banco Central uno se encuentra con que esta deuda ronda los 4000 millones de dólares.
La pregunta fundamental es cómo se ha utilizado este dinero. En otras palabras, para qué ha servido semejante ritmo de endeudamiento. Uno esperaría que se hubiera utilizado en aumentar la inversión productiva. Pero al revisar los datos oficiales uno se encuentra con que, mientras mayor era el ritmo de endeudamiento, menor era la tasa de inversión privada. Por ejemplo, en el 2011, se invirtieron en números redondos 37 mil millones de córdobas, para el 2012 la inversión se redujo a 36 mil millones, y en el 2013 siguió disminuyendo y llegó a 35 mil millones de córdobas, para disminuir una vez más en el 2014 a 34 mil millones de córdobas. En el 2015 se produjo un repunte, pero nuevamente se estancó en el 2016.
¿Cómo se explica que la deuda creciera y a la par que la inversión privada disminuyera?
Inexplicable, ¿verdad? Una buena pregunta para el presidente del Banco Central o para el presidente del COSEP.
En el caso de la utilización de los recursos que ahora engrosan la deuda con Venezuela, más que de utilización corresponde hablar de despilfarro. Cierto es que la camarilla gobernante que se apropió de estos recursos logró formar un poderoso grupo económico. Pero dilapidó más de lo que efectivamente invirtió. Proyectos delirantes como cultivo de gusanos de seda, formaron parte de la cartera de inversiones que planificaron.
El otro problema es que se acabó la fiesta. Ahora los términos concesionales se redujeron y hay que comenzar a pagar los créditos vencidos. En estas condiciones, la cooperación petrolera se achicó a menos de cien millones de dólares en 2016 y el flujo neto comenzó a ser negativo, pues se reciben menos fondos de los que se comenzaron a amortizar.
Pero aquí se encierra una amenaza letal para los nicaragüenses. Al apropiarse de los fondos la deuda que se contrajo, por definición, es de carácter privado. Sin embargo, ahora se cierne la amenaza real de que esta deuda sea transformada de deuda privada en deuda pública. Maduro impuso a Ortega que los activos y pasivos de CARUNA se trasladaran a ALBANISA, que es una empresa formada por dos empresas públicas: PDVSA, de Venezuela, y PETRONIC, de Nicaragua. Por esta vía existe el riesgo real de estar endeudando a una empresa pública.
Ortega debe dar explicaciones al país sobre estas maniobras. De llegar a concretarse esta metamorfosis de la deuda el régimen cometería un acto verdaderamente criminal, pues descargar una losa de esa magnitud sobre las espaldas de los nicaragüenses sería condenarnos de por vida al atraso toda vez que se cancelaría cualquier posibilidad de desarrollo económico y social.
En estas circunstancias, si un alivio quiere hacer Ortega a este país es correr y antes que Maduro sea desplazado del poder por el pueblo venezolano, se asegure de formalizar la condonación de la deuda petrolera.