2 de julio 2018
Corrían los años 80 y, desde Cuba, Nicaragua parecía la esperanza de que las revoluciones de izquierda iban a tomar el poder a lo largo de la geografía continental. La caída de la dictadura de Anastasio Somoza encajaba en las piezas de mi puzzle infantil, en el que compartían espacio los muros del Kremlin, la barba de Fidel Castro y los volcanes del país centroamericano.
Una colega de mi aula de tercer grado se pavoneaba de que su padre estaba en Managua como asesor militar. Esos viajes, además de garantizar la importación de regalos exóticos en medio de la aburrida distribución del mercado racionado, aumentaban el prestigio social porque se pasaba de inmediato a la categoría de "internacionalista proletario".
Años después, cuando aquella neblina de consignas y quimeras se despejó, comprendí que ese eufemismo oficial escondía una realidad mucho más repudiable: la intervención militar en otra nación. El ajedrez de la geopolítica había convertido a Nicaragua en un tablero donde Moscú movía fichas a través de los cubanos y Estados Unidos hacía otro tanto con los "Contra".
A la par de aquella presencia física y de la ascendencia que la Plaza de la Revolución mantuvo sobre los comandantes sandinistas, la ofensiva principal se desarrolló en los medios de difusión y en cuanta manifestación cultural sirvió para transmitir la idea de que la hoz con su implacable martillo destruía los viejos regímenes latinoamericanos.
Así surgieron documentales, carteles, himnos y ripios poéticos de consulta obligada en las escuelas cubanas y, sobre todo, se creó un molde del que era imposible escapar. Ser sandinista y apoyar a Daniel Ortega, el líder de aquella revolución al que más espacio se le otorgaba en el discurso oficial de la Isla, era un catecismo necesario para poder ser "ordenado" como revolucionario cabal y comunista a toda prueba.
Castro apoyó a los sandinistas con estrategas y armas, como también hizo con tantos otros movimientos guerrilleros en la región. Testimonios y documentos que han salido a la luz confirman que el gobernante cubano mantuvo una fluida comunicación durante la insurrección con el cuartel principal Palo Alto, en Costa Rica, porque siempre le gustó jugar a la guerra en la distancia, con las balas hiriendo otros cuerpos.
Tras alcanzar el poder, los comandantes sandinistas visitaron La Habana y el gobernante conversó con ellos en un maratón de más de 70 horas del que han salido a la luz al menos dos consejos. Les recomendó convocar elecciones lo más pronto posible y no instaurar el servicio militar obligatorio. Los tercos camaradas no hicieron caso, quizás porque se dieron cuenta de que el "consejero en jefe" no había aplicado ninguna de aquellas premisas y, no obstante, seguía controlando la Isla.
Tras aquella alianza, los niños cubanos tuvimos otros comandantes a los que adorar, otra revolución por la que gritar vivas y una geografía que explorar en los mapas, pensando en el día en que desembarcaríamos en ella con botas, un brújula y un fusil para matar o morir en nombre de la utopía. La Isla nos quedaba estrecha y entonces podíamos proyectar una Cuba continental, dar el salto desde nuestro caimán hasta esa apretada cintura que nos prometía seguir avanzando hacia la voluptuosidad de las dos Américas.
Mientras ese momento del sacrificio físico llegaba, aplaudimos. Cantamos loas a Ortega y a sus compañeros incluso cuando las confiscaciones que impulsaron mostraron más voracidad que justicia, cuando la estatización arruinó al país o cuando no les tembló la mano para apuntar los fusiles contra el pueblo. La amistad ideológica implicaba entonces ese tipo de miopía selectiva.
Los medios oficiales cubanos siguieron también presentándolos como jóvenes rebeldes hasta en momentos de absoluto desprestigio internacional, como el que provocó la escandalosa 'piñata' sandinista en que se repartieron bienes y se forraron los bolsillos. Aunque algunos de los comandantes sandinistas se apartaron del insaciable Ortega, para la propaganda cubana siguieron siendo "los guerrilleros nicas", un grupo apretado, un bloque cerrado.
El diario oficial Granma nunca les dedicó una frase crítica y Silvio Rodríguez siguió cantando aquello de "otro hierro candente" que se había roto en Nicaragua. Un tema que sirvió para difundir, desde la pasión, una mentira. La revolución sandinista, como la cubana, se erigió desde su surgimiento en una insaciable fuente de derechos para sus seguidores, incluso por encima de la ley, se blindó contra sus críticos y olvidó aquel impulso fundacional de cambio que la hizo posible. Envejeció mal y rápido.
Después de casi 40 años, aquel joven que inicialmente conquistó el poder por las armas ahora trata de mantenerlo a través de ellas, en medio de las protestas populares que estallaron en las calles nicaragüenses en abril pasado. Ortega ha ordenado matar y lo seguirá haciendo para conservar la silla presidencial. Carente de la mística revolucionaria que una vez lo rodeó, ahora solo le quedan la represión o la claudicación.
Para agravar su soledad internacional, el antiguo aliado y mentor lleva casi dos años muerto y La Habana no cuenta con aquellos abultados subsidios de antaño que le permitieron desplegar tropas en otros países. Pero los medios oficiales son un reducto de apoyo al orteguismo y de vez en cuando, en alguna vetusta emisora radial, se escucha sobre la "soga con cebo" que se partió en Nicaragua.
Hoy la mayoría de los cubanos, culpables en parte de aquel espejismo convertido en satrapía, callan, miran hacia otro lado o sueñan con alcanzar otras geografías, ahora no para extender la utopía sino para escapar de ella.
*El artículo se publicó originalmente en 14ymedio