7 de abril 2019
El dinosaurio cayó, Buteflika se fue. La rebelión social y política que sacude Argelia desde hace siete semanas es el espejo ante el que Nicaragua puede mirarse con algunas (pocas) diferencias en la imagen. Desde hace dos meses las calles de las principales ciudades argelinas se llenan de manifestaciones cada viernes. Son multitudes autoconvocadas al margen de los mecanismos tradicionales de mediación de la vieja política: sindicatos oficiales, asociaciones, partidos políticos. Exigen el fin de un régimen autoritario tutelado por una momia y su familia, demandan libertad, reclaman democracia. Hasta aquí las similitudes con Nicaragua. Las diferencias: cero muertos, cero represión; nadie en su sano juicio se ha atrevido a acusar a las manifestaciones de golpistas, aunque Buteflika haya renunciado.
El estallido se produjo el pasado 22 de febrero cuando se conoció que se presentaría para un quinto mandato a las elecciones que celebrarían el 18 de abril. Igual que en Nicaragua nadie lo previó; las calles se llenaron de miles de manifestantes espontáneos protestando contra el abuso, la corrupción y el atropello de un régimen político que desde 1999 ha ocupado el poder en Argelia. Desde aquella fecha se dijo que los argelinos habían caído en la apatía; resignados a la dominación autoritaria, preferían arriesgarse a cruzar al Mediterráneo en embarcaciones frágiles en vez de luchar por el cambio político en su país. Falso, una vez más las profecías autocumplidas se equivocaron. Una vez más los pueblos demostraron que la paciencia tarda pero no olvida.
En la memoria colectiva estaban presentes los más de 150,000 muertos que había dejado la llamada década negra entre 1992 y 2002 por la guerra entre simpatizantes del Frente Islámico de Salvación (FIS) y las fuerzas armadas. Amparado en este recuerdo amargo, le pouvoir, el poder profundo dentro del Estado, maquinó un mecanismo típico de los regímenes autoritarios electorales empleando los procedimientos de la democracia liberal para tejer un modelo de dominación antidemocrático.
La familia Buteflika se hizo con el control del Estado. Nombró a sus allegados al frente de los principales poderes; donde no pudo, los compró asegurándoles larga vida en los cargos. Purgó a los jefes del ejército y de los poderosos servicios secretos para nombrar a sus leales; neutralizó a las facciones dentro del Frente de Liberación Nacional (FLN), el partido que lideró la descolonización en 1962, el único hasta 1989 y hegemónico desde entonces. Finalmente, reformó la Constitución en 2008 para que Buteflika se presentara a las elecciones para un tercer mandato, al mismo tiempo que continuó la demolición de la oposición política, excluyendo y comprando a quienes levantaran la cabeza.
Pero la salud le jugó una mala pasada al dinosaurio en 2013 cuando sufrió un derrame cerebral que lo dejó sin poder hablar ni moverse. Ello obligó al círculo de hierro del régimen a recurrir al esperpento de presentarlo como candidato de paja a su cuarto período, en una campaña electoral en la que no apareció una sola vez ni dio ningún discurso. A pesar de que las leyes lo inhabilitaban, ganó las elecciones en 2014 postrado en una cama en hospitales franceses. Desde entonces su mandato ha sido el de un coma rodante. La familia y los poderosos han desgobernado el país en su nombre, en una cleptocracia que ha saqueado los cuantiosos ingresos que percibe Argelia por la exportación de sus recursos naturales, en especial el gas natural.
Pero como suele suceder en los casos de abuso continuado, nunca se sabe en qué momento un mal cálculo lleva a la rebelión. Este mal paso fue el 22 de febrero. Confiados en que el pueblo aguantaba todo y que ese todo estaba bajo control, cometieron el error de anunciar la quinta candidatura del zombie y pasó lo que ha pasado. Se acabó la diversión, llegó la foule, la multitud, y mandó a parar.
Al igual que en Nicaragua, lo que se inició como una demanda específica escaló su nivel y se convirtió en una exigencia de cambio político. De nada sirvieron las amenazas ni las promesas sucesivas del gobierno para calmar los ánimos. Primero quiso meter el miedo de posibles crisis como la de 1992 o con una guerra como en Siria; después ofreció convocar a una Conferencia Nacional si resultara electo por quinta vez; luego ofreció retirar su candidatura a cambio de crear un equipo de transición a más tardar a finales de 2019; diez días más tarde el Jefe del Estado Mayor del Ejército recomendó la inhabilitación del Presidente por motivos de salud, y ocho días después el mismo militar anunció que debe irse; esa misma tarde la momia anunció su renuncia. Buteflika ya es historia, fiambre para el basurero. Todo esto sin disparar un solo tiro. El pueblo argelino mostró madurez, determinación política e inmunidad a los cantos de sirenas.
Hace un año en Nicaragua creímos que podíamos escribir una nueva página de nuestra historia expulsando con movilizaciones cívicas y pacíficas a un dictador otoñal. Pero la actitud inhumana del orteguismo optó por ahogar en sangre la revuelta social. Ordenó reprimir y provocó la respuesta defensiva del pueblo; mandó a disparar contra gente desarmada y causó una masacre; armó a sus sicarios y acabó con los últimos restos de la “mística sandinista” de que no recurría al terrorismo.
Es la gran diferencia con Argelia. El decrépito magrebí, en el crepúsculo de su vida no se atrevió o no tuvo la capacidad de hacer que sus huestes dispararan en contra de sus conciudadanos. El de Nicaragua, igualmente escuálido y con una palada de tierra a su espalda, no ha tenido escrúpulos ni sentimientos de culpa por el daño causado. Como en la novela de García Márquez, el otoño del patriarca ha hecho conocer la cara más sádica del dictador. Lo mismo asesina niños a quienes acusa de terroristas que fuerza el exilio de millares y toma rehenes para utilizarlos como material de canje. El fin de mantenerse en el poder lo vale todo, aunque el país se caiga a pedazos y la sociedad vuelva a dividirse envenenada por la rabia y la impunidad.
No cabe duda que, al igual que en Argelia, la multitud en las calles de Nicaragua seguiría creciendo aún con asesinos armados acechándola. Por eso quieren confiscar la libertad de movilización y reprimen en espacios públicos y privados para evitar que la avalancha vuelva a crecer. El orteguismo se mira en ese espejo y remoja su barba. Pero el pueblo también puede mirarse al espejo más grande que ofrecen las calles argelinas. No hay tiranía que resista la perseverancia inclaudicable de quienes luchan por su libertad.