5 de diciembre 2016
La suspensión de Venezuela como miembro del Mercosur ha servido para enviar a la comunidad internacional mensajes claros y muy diversos. En primer lugar, que el tiempo político en América Latina ha comenzado a cambiar con la llegada de gobiernos menos respetuosos de los “usos y costumbres” propios de la diplomacia bolivariana, hasta ahora más partidaria del ordeno y mando que del diálogo y la negociación, inclusive con sus socios importantes. En segundo lugar, consecuencia de lo anterior, pero también de la muerte de Hugo Chávez y de la profunda crisis económica venezolana, la decadencia del ALBA y con ella un creciente aislamiento regional del proyecto bolivariano. Y por último, el estilo prepotente, casi barriobajero, de quienes deberían representar a Venezuela en la escena internacional, comenzando por Nicolás Maduro y su ministra de Exteriores Delcy Rodríguez.
Tras el conflicto creado por la pretensión de Argentina, Brasil y Paraguay de que Venezuela no ejerciera la presidencia pro tempore de Mercosur, los cuatro países fundadores decidieron darle al gobierno de Caracas un plazo relativamente breve, hasta el 1 de diciembre, para adecuar su legislación al acervo comunitario. Pese a que Maduro afirmó haber cumplido con el 95% de lo requerido, el punto de vista mayoritario es exactamente el contrario. Incluso el viceministro de Exteriores de Uruguay José Luis Cancela señaló que Venezuela aún debe incorporar 228 normas a su legislación, siendo las dos más relevantes las referidas al protocolo de derechos humanos del Mercosur y al Acuerdo de Complementación Económica Nº18 (ACE18). Este último “es el corazón… del propio Mercosur”, al regular “la arquitectura comercial de la vinculación entre los socios”.
Se da la circunstancia de que Uruguay ha sido hasta ahora el país menos proclive a sancionar a Venezuela o a apartarlo de Mercosur, pese a que hace ya más de cinco años que se exige completar la adecuación normativa. Incluso el propio Cancela ha dicho que el gobierno de Caracas debía seguir participando en las distintas estructuras del bloque con voz pero sin voto. Debida a esta circunstancia Maduro se mostró dispuesto a viajar a Montevideo para entrevistarse con el presidente Tabaré Vázquez para solucionar las cosas, tras pedirle: “No le haga eso a Venezuela”.
Pese a la consideración mostrada con Uruguay, la norma ha sido la opuesta. Para comenzar habría que recordar el uso indiscriminado y peyorativo del concepto “Triple Alianza” para descalificar a Argentina, Brasil y Paraguay. La ministra Rodríguez insistió en un tuit que “Venezuela no reconoce este acto írrito sustentado en la ley de la selva de unos funcionarios que están destruyendo el Mercosur” y acusó a sus “burócratas intolerantes” de secuestrar los mecanismos de la integración para expulsarlos del bloque.
No sólo eso. En un acto de clara injerencia en los asuntos de los demás países le pidió a sus ciudadanos que se manifestaran delante de las instituciones comunitarias para impedir la expulsión de Venezuela. Si alguno de los gobiernos acusados hubiera tenido una reacción de ese estilo la respuesta venezolana hubiera sido estentórea y clamorosa, sumando incluso, como en el pasado, las acostumbradas muestras de solidaridad de Rafael Correay Evo Morales.
Este reciente apego bolivariano por las normas y las instituciones contrasta con el desprecio de 2005, cuando los entonces presidentes de Mercosur (Néstor Kirchner, Luis Inácio Lula da Silva, Nicanor Duarte y Tabaré Vázquez) accedieron al pedido de Hugo Chávez de integrarse como miembro de pleno derecho tras su salida de la CAN (Comunidad Andina). Esto ocurrió sin ningún tipo de discusión, ningún estudio previo sobre el impacto de dicha medida ni ninguna política de convergencia con la realidad económica institucional, del bloque. Eran otros tiempos, los tiempos en que los deseos de Chávez debía satisfacerse sin discusión, pese a estar vigente la cláusula democrática.
Hoy las cosas han cambiado. La actitud beligerante de Paraguay contra Venezuela, producto de su suspensión de Mercosur en 2012, tras el juicio político que destituyó a Fernando Lugo, ha sido acompañada por la postura crítica de Argentina y Brasil. En aquel entonces se dio la circunstancia de que prácticamente el mismo acto también permitió el ingreso definitivo del gobierno bolivariano en Mercosur. Claro está que para que esto pudiera producirse hubo que doblegar las normas, o como reconoció el entonces presidente uruguayo José Mujica, los elementos políticos prevalecieron sobre los jurídicos. Pero entonces nadie protestó, ni se quejó de un “golpe de estado”, como hizo en esta oportunidad la ministra Rodríguez.
En relación con otros golpes imaginarios, la ex presidente brasileña Dilma Rousseff se solidarizó con la posición bolivariana al afirmar tajante que la medida atenta contra la soberanía venezolana y que la acción estuvo guiada por intereses imperiales: “La suspensión es un recurso extremo e inadecuado. Sin embargo, no se puede esperar mucho de un Gobierno ilegítimo que ha usurpado mi mandato por medio de un golpe parlamentario disfrazado de impeachment. La medida muestra la pequeñez del Gobierno de Brasil a las demandas de América Latina”. Su incomprensión del nuevo clima que empieza a vivirse en la región se confirma con su afirmación de que se trata de un acto peligroso e irresponsable que compromete la convivencia entre las naciones de América del Sur.
Lo que es indudable, más allá de las declaraciones más o menos altisonantes de las autoridades bolivarianas, es que su influencia regional ha mermado considerablemente. Poco antes de la muerte deFidel Castro, el presidente argentino Mauricio Macri señalaba en relación al triunfo de Donald Trump que: “La nueva corriente de líderes latinoamericanos no está pendiente de Cuba”. Esta misma frase se podría perfectamente hacer extensiva a Venezuela. Sin embargo, por otras razones, especialmente por los efectos desestabilizadores que su crisis podría tener sobre el conjunto de América Latina, los presidentes regionales deberían estar mucho más pendientes de lo que allí ocurre. Pero no para acatar ciegamente las órdenes o deseos del mandatario de turno, sino para evitar una desgracia de incalculables consecuencias, tanto para Venezuela como para el conjunto de la región.
Publicado originalmente en Infolatam.