24 de mayo 2021
A lo largo de su historia Chile fue una suerte de pionero y modelo del cambio político, con frecuencia generando debate, análisis y teoría de relevancia en toda la región. En los 30 fue con CORFO, la primera experiencia de “Estado Empresario”. En los 60 con la Democracia Cristiana en el poder, un partido de centro, pero ideológico y profundamente reformista; su reforma agraria lo ilustra.
Más tarde, en 1970, con la Unidad Popular y la “vía chilena al socialismo”, concluida en fracaso y tragedia. Con lo cual Chile también fue pionero de lo que se llamó “el nuevo autoritarismo del cono sur”; una dictadura pionera en el uso de la represión y las violaciones sistemáticas de derechos humanos como instrumento para reorganizar el funcionamiento de la economía y las relaciones sociales.
El régimen militar escribió la Constitución de 1980, hecho inusual que además estipulaba cuándo y cómo ese mismo régimen dejaría el poder, nótese su singularidad. Con ello se instaló en 1989 la “transición pactada”, replicando el modelo español. Se tradujo en la estabilidad política y macroeconómica de la Concertación, alianza de centro-izquierda que priorizó la moderación y la economía exportadora con crecimiento heredada de la última fase del régimen de Pinochet. Subráyese “última fase”, después de 1984.
Así transcurrieron casi treinta años de estabilidad democrática con alternancia, crecimiento económico, una vertiginosa caída de la pobreza y, si bien más lentamente, la reducción de la desigualdad. Fue el Chile del acuerdo de libre comercio con Estados Unidos, la OCDE y la Alianza del Pacífico, es decir, abierto e integrado al mundo. Y ello tanto con gobiernos de la Concertación como de centro-derecha, o sea, las dos presidencias de Piñera.
Pero luego se transformó en víctima de su propio éxito. Contaminado de facilismo, el país pensó que el bienestar, la equidad social y la estabilidad política ya eran automáticas. Que nunca lo son, pero mucho menos si la productividad se estanca, la educación se encarece y los jóvenes no son absorbidos por el mercado laboral.
Este último es un dato estructural, Talón de Aquiles de todas las democracias de hoy. Los jóvenes están más educados, más informados y poseen más recursos para coordinar la acción colectiva que sus mayores, pero están menos empleados y menos integrados. De ahí que desprecien las instituciones del Estado, resultan ajenas a sus necesidades y aspiraciones. Dicho desprecio incluye a los partidos políticos, debilitando la democracia.
Esto es independiente de los datos duros. Como en el resto de América Latina, el producto per cápita podrá crecer, el coeficiente de Gini bajar y la educación superior masificarse, pero son el color de la piel y el origen social, si no la banalidad del atuendo y el apellido—o el estigma del colegio, como en Chile—lo que continúa definiendo el lugar que uno ocupa en la estructura social.
Ocurre que la disonancia entre la objetividad de los datos y la subjetividad del prestigio y el reconocimiento social impide la movilidad social y cultural ascendente. La conflictividad resultante puede derivar en violencia, no por falta de prosperidad sino por su presencia. Las demandas aspiracionales insatisfechas a menudo se traducen en protesta.
Como en 2019, en las que Chile también fue pionero, proceso exacerbado por la desestabilización de fuerzas anti-sistema internas y externas, léase PC y castro-chavismo, y el consiguiente vandalismo, a su vez magnificado por la penetración del narcotráfico en las poblaciones. Nada de esto, sin embargo, alcanza a deslegitimar el reclamo original de la sociedad: bienes y servicios, sí, pero sobre todo dignidad.
Todo esto debe verse en el contexto del voto voluntario, trágica decisión de las elites políticas que solo sirve para erosionar el civismo y fomentar aún más la desafección de los jóvenes con la democracia. De hecho, hace tiempo que sus tasas de participación electoral son abismalmente bajas. Quienes no votan tienen voz no votando; no es posible desoír su mensaje.
Así llegó Chile a este esfuerzo de resolución de dichos conflictos por medio de una elección constituyente que, al no revertir las tendencias antecedentes, arroja más dudas que certezas. Solo votó el 41.5% del padrón para elegir 155 escaños, una participación que se reduce a 38% cuando se substraen los votos nulos y en blanco. La coalición de centroderecha obtuvo 37 curules, la de centroizquierda, 25; los partidos de la izquierda radical (Comunista y Frente Amplio), 28; las listas de independientes, 48; y los pueblos originarios, 17 escaños reservados.
Como en el pasado, es un resultado abierto. Depende del agrupamiento de las distintas fuerzas. La estabilidad de la transición de 1989 fue el resultado de la superación del histórico tres tercios de la izquierda, la derecha y el centro. La Concertación tuvo la virtud de conformar una alianza de centro-izquierda que evitó el empate de suma-cero, promoviendo con ello estabilidad.
Hoy no es claro cómo terminará esta elección en términos programáticos. Puede ser que centro-izquierda y centro-derecha se acerquen, pero también que el centro-izquierda termine junto a la izquierda más radical. La encuesta de una consultora sugiere que este último escenario es probable: 96 constituyentes están a favor de restringir o prohibir la inversión extranjera. Haga el amable lector la aritmética: la suma de las izquierdas y los independientes dan 101 escaños. La inferencia es clara, allí está el Chile constituyente.
No puedo dejar de pensar en la social-democracia sueca, que históricamente impulsó una alta tributación a los ingresos personales junto a los impuestos corporativos más bajos de Europa, ello precisamente con el objetivo de atraer inversión extranjera, crear empleos y promover el crecimiento para así lograr la equidad social más alta del planeta. Parece haber regresado a América Latina la enfermedad infantil de la izquierda: el nacionalismo
Preocupa, por cierto, el bloque de independientes, primera minoría, para la sustentabilidad democrática de largo plazo. La llamada “Lista del Pueblo” agrupa a quienes se conocieron durante las protestas de octubre de 2019. Sus dirigentes han manifestado que no negociarán con ningún partido mientras no sean liberados los “presos políticos de la revuelta”, es decir, aquellos que enfrentan procesos judiciales por la violencia de entonces, el incendio de iglesias y la destrucción de bienes públicos.
Ocurre que no se trata de un partido sino de un movimiento social al mismo tiempo anti-sistema. La analogía más cercana es la de los indignados españoles, a la postre transformados en un supuesto partido, Podemos, que nunca llegó a ser tal en sentido estricto pues continúa siendo una mezcla de movimiento social y camarilla de académicos-consultores dispuestos a subastar sus servicios al mejor precio. En este caso el ofrecido por la corrupción del chavismo.
Como síntoma no es promisorio para Chile. Como expresión anti-sistema profundiza la declinación de los partidos y la inevitable erosión de la política. Los movimientos sociales no están bien equipados para la negociación y el compromiso propios de la democracia. Contrástese ello con la virtual desaparición de la DC por ejemplo, en el pasado partido dominante, y piénsese justamente en el colapso electoral de Podemos.
De ahí mis dudas y preocupaciones. Chile siempre tuvo partidos políticos fuertes y sindicatos cohesionados e ideológicos. Todo ello parece estar en proceso de disolución. La opción de un populismo latinoamericano tradicional surgiendo de este proceso constituyente por lo tanto no debe descartarse.
Es paradójico, las elites políticas y empresariales de las primeras décadas de la Concertación solían decir que Chile era “de primer mundo”. Difícil argumento hoy en el que el país se ve bien latinoamericano y, además, de una América Latina de mediados del siglo XX.
Este artículo fue publicado originalmente en Infobae.