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Las grandes tecnológicas descarrilan

La debacle de FTX y la agitación que envuelve a Twitter y Meta nuevamente pusieron de relieve los costos de adorar ciegamente a las empresas

Fotos: Agencias | Niú

Jonathan Levy

26 de noviembre 2022

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El desplome de la plataforma de intercambio de criptomonedas FTX, el último de muchos chanchullos financieros estadounidenses, fue extraordinario. Nunca en mi carrera vi tal falta de controles corporativos y ausencia de información financiera confiable como en este caso, dijo John Ray III, el especialista en reestructuraciones financieras que supervisa la quiebra de la empresa.

El colapso de FTX es solo el último en un sector apaleado desde abril de 2021, cuando el valor de las cripto comenzó a caer... pero no fueron solo las cripto. Cuando los mercados rebanaron 89 000 millones de dólares de la capitalización de mercado de Meta, Mark Zuckerberg, su director ejecutivo, anunció que recortaría el 13% de la mano de obra de la empresa (11 000 personas). Luego, a los pocos días de que Elon Musk adquiriera Twitter por 44 000 millones de dólares —aparentemente, para divertirse—, muchos comenzaron a temer por el futuro de esa plataforma.


Las personas idiosincráticas con miles de millones de dólares y la intención de crear imperios corporativos (incluso filantrópicos) no son nada nuevo en Estados Unidos. Mientras leía sobre Sam Bankman-Fried, fundador y exdirector ejecutivo de FTX, hoy en deshonra, recordé la Guerra del Ferrocarril del Eriede fines de la década de 1860, cuando financistas carismáticos con una enorme disponibilidad de capital y crédito trataron de crear la primera gran corporación empresarial estadounidense: los ferrocarriles transcontinentales. Construyeron las vías, pero no faltaron considerables ineficiencias financieras e intrigas corporativas.

El brillo de Gould

Todo giró alrededor de Jay Gould, el mayor operador financiero en la historia de EE. UU. En 1868 Gould, un joven recién llegado a Wall Street, se enfrentó al coronel Cornelius Vanderbilt, ya entrado en años y que había amasado una fortuna con los barcos a vapor. Después de la Guerra Civil, Vanderbilt comenzó a comprar acciones del Ferrocarril Central de Nueva York (New York Central), con la idea de apoderarse de la empresa

Para ocultar sus intenciones, lo hizo a través de un representante, pero los rumores sobre sus actividades llegaron a oídos de Daniel Drew, un especulador de Wall Street que dirigía una empresa competidora del ferrocarril del Erie. Drew se prestó a sí mismo acciones del Erie, que usó como garantía para comprar valores del Central de Nueva York. Vanderbilt, furioso porque tenía que pagar más para comprar al Central de Nueva York, llegó a un acuerdo con Drew y trabajó con él para aumentar la demanda —y con ella, los precios— de las acciones de ambos ferrocarriles.

Drew, que cuando trabajaba de vaquero daba sal al ganado para que bebiera más agua y subiera de peso, pronto traicionó a Vanderbilt y se unió a Gould y su socio, James Fisk, Jr. Durante la guerra del ferrocarril del Erie, Drew, Gould, y Fisk diluyeron las acciones de la empresa con la emisión de certificados de acciones por encima del valor creíble de los activos del Erie, pero un juez de Nueva York que respondía a Vanderbilt falló en contra de ellos.

Drew, Gould y Fisk huyeron de Nueva York con maletas llenas de efectivo, acciones de Erie y bonos. Imagino al trío riendo y despidiéndose de Manhattan mientras corrían hacia la ciudad de Jersey Citi en Nueva Jersey (algo muy parecido a lo que hicieron Bankman-Fried y su grupete de compinches, que se convirtieron en millonarios y milmillonarios mientras trabajaban fuera del alcance de los reguladores desde un centro vacacional en las Bahamas).

El sistema monetario y financiero estadounidense era muy diferente por ese entonces. EE. UU. tenía dificultades para regresar al patrón oro y no había una Reserva Federal. De todas formas, durante esos años —debido a la reciente centralización de los mercados de capitales estadounidenses en la ciudad de Nueva York durante la Guerra Civil— Wall Street rebosaba de créditos y eso permitió las indignantes manipulaciones y esquemas de Gould, Drew y los de su calaña.

Además de la manipulación financiera, el fácil acceso de las corporaciones al crédito impulsó las inversiones en la naciente industria ferroviaria estadounidense, pero gran parte de ella fue improductiva. Los funcionarios corporativos como Gould se apoderaron del efectivo, compraron tierras y construyeron ferrocarriles a lo largo de los territorios soberanos de los nativos americanos antes de que pudiera llegar la competencia. Cuando los trabajadores hicieron huelgas para reclamar mayores salarios y jornadas laborales de ocho horas, los aplastaron.

Se cernía el fantasma del monopolio corporativo, pero también la amenaza de los fracasos corporativos si la confianza —y con ella, el dinero— abandonaban al sistema financiero. En la era de los ferrocarriles hubo dos pánicos particularmente graves, en 1873 y 1893, seguidos por depresiones económicas catastróficas.

La apropiación de las tierras digitales

Los paralelismos con la situación actual son claros. Aprovechando las bajas tasas de interés de las décadas de 1990 y 2000 —y luego, las tasas extremadamente bajas que predominaron durante más de una década después de la crisis financiera mundial de 2008— los gigantes tecnológicos consiguieron dinero barato para engullir a sus rivales, captar a los ingenieros talentosos y apropiarse de los datos personales, sofocando a la competencia siempre que les fue posible. Y ahora que las tasas suben rápidamente hay menos crédito para pujar por las acciones y las criptomonedas, y resulta que para muchas empresas atiborradas de deuda, ofrecer servicios a los consumidores por debajo del costo tal vez no sea una estrategia comercial razonable a largo plazo.

La abundancia del crédito, parece, tiñe inevitablemente de codicia a los espíritus animales, y eso lleva a excesos y actividades corporativas ilícitas. ¿No sería mejor ajustar las condiciones financieras, como finalmente lo están haciendo los bancos centrales, y someter a las empresas al látigo de la escasez del capital y la competencia en el mercado?

No necesariamente. El volumen del crédito no es tan importante como su destino y lo que financia frente a las preferencias y necesidades de la sociedad. Mientras haya preferencias y necesidades legítimas, no puede haber exceso de inversión, solo habrá malas inversiones.

En términos morales, la respuesta correcta es recular frente a los informes de los chanchullos de Bankman-Fried, financieros y de otros tipos. Pero la ética —sacar a las «manzanas podridas» antes de que arruinen todo el cajón— no es el tema central. El problema no son el exceso y la codicia, ni siquiera los méritos del «altruismo eficaz», sino que algo salió mal en el nexo entre el poder político y el económico.

La guerra del ferrocarril Erie es muy conocida en parte porque fue el tema del libro Chapters of Erie (1871), que escribieron Henry Adams y Charles Francis Adams, Jr., nietos del presidente estadounidense John Quincy Adams. Los hermanos Adams también advirtieron a sus lectores que no debían centrarse en la codicia privada, sino en la política. Cuando leo cómo describieron a Vanderbilt, no puedo dejar de pensar en Musk repantigándose en Twitter:

Combinaba la fuerza natural de la persona con el poder artificial de las corporaciones. El famoso 'el Estado soy yo' de Luis XIV representa la postura de Vanderbilt sobre sus ferrocarriles. Inconscientemente introdujo al cesarismo en la vida corporativa [...] Vanderbilt no es otra cosa que el precursor de una clase de hombres que aprovecharían desde el interior del Estado un poder creado por el Estado, pero al que no eran capaces de controlar.

Las corporaciones —el ferrocarril Erie y Twitter, el ferrocarril Central de Nueva York y Meta— son en primera instancia criaturas legales del Estado, y Vanderbilt fue de hecho un precursor de la clase de hombres que hoy tienen demasiado poder.

El regreso de los reprimidos

En cierto sentido, la implosión de FTX resulta irónica, porque la madre de Bankman-Fried (Barbara H. Fried, filósofa y profesora de derecho en Stanford) escribió uno de los mejores estudios académicos sobre otra concepción del poder corporativo: el ideal del servicio público.

Los noticieros se centraron en un ensayo de Fried supuestamente revelador, en el cual dijo que el deseo responsabilizar a las personas [...] arruinó a la justicia penal y a la economía política, pero tenía razón. Los seguidores de la saga de FTX debieran recurrir a un libro indispensable, The Progressive Assault on Laissez Faire: Robert Hale and the First Law and Economics Movement, que publicó en 1998, cuando su hijo tenía seis años.

Hale, economista y profesor de derecho de la Universidad de Columbia, sostuvo incansablemente que, debido a que los ferrocarriles y las corporaciones como los servicios públicos brindan servicios esenciales, deben ganar una tasa justa de retorno sobre la inversión, considerando los costos de producción, pero no más que eso (de ningún modo las ridículas valuaciones que primaron en los mercados de capital saturados de crédito).

No queda claro que las criptomonedas ofrezcan un servicio público esencial, aunque coincido con la percepción de Massimo Amato y Luca Fantacci, de la Universidad de Bocconi: al desafiar al sistema monetario mundial actual, las cripto plantean la pregunta adecuada, pero ofrecen una respuesta incorrecta. La justificación del servicio es más fácil en el caso de las empresas de redes sociales.

Vale la pena redescubrir principios regulatorios como el del servicio público (algunos otros, no). Entre ellos mencionaría el aprecio excesivo de la agobiante burocracia que primó durante gran parte del siglo XX y robó a las empresas su dinamismo. El problema es que cuando el dinamismo volvió rugiendo en la década neoliberal de 1990, con él regresó también una mayor desigualdad entre las nuevas riquezas tecnológicas, al igual que muchos fraudes y actividades corporativas ilícitas.

Gran parte de lo que las grandes tecnológicas valoran es digno de alabanza, desde la diversión (algo bueno) hasta una creatividad asombrosa, pero la debacle de FTX y la agitación que envuelve a Twitter y Meta nuevamente pusieron de relieve los costos de adorar ciegamente a las empresas y la riqueza. El Estado no puede permitirse que cuestiones de importancia pública fundamental, como el ahorro de los ciudadanos y los principales medios de comunicación, queden supeditados a las fantasías pueriles de milmillonarios de papel.


*Jonathan Levy, profesor del Departamento de Historia y el Comité de Pensamiento Social de la Universidad de Chicago, es el autor de Ages of American Capitalism: A History of the United States (Random House, 2021

**Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.

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