25 de noviembre 2018
El estado de excepción impuesto por el comandante Daniel Ortega, cercenando de raíz el derecho constitucional a la libre movilización y el derecho de petición, representa el punto final de agotamiento político del régimen Ortega-Murillo. Este viernes, el “Supremo” desplegó a más de 200 antimotines armados, estableciendo un cerco policial entre Carretera a Masaya, el Colegio Teresiano, Plaza del Sol, 100% Noticias, y otros puntos de Managua, Matagalpa y otras ciudades, mientras decretaba la prohibición de las marchas Azul y Blanco “ahora y siempre”. Si su objetivo era exhibir la fuerza del régimen para impedir que el pueblo autoconvocado siga manifestándose en las calles de forma cívica, lo que enseñó fue la extrema debilidad de un caudillo que aún ordena y manda a sus partidarios, pero ya no gobierna el país, ni puede gobernar a los ciudadanos en democracia.
Desde los primeros días de la matanza de abril, el presidente Ortega y su esposa la vicepresidenta Rosario Murillo, quedaron despojados de toda legitimidad política. A su cuestionable legitimidad de origen, se sumó la pérdida total de legitimidad por el ejercicio de su cargo. Su mayor fracaso, peor aún que los fraudes electorales, la corrupción y el derroche de más de 4000 millones de dólares de la cooperación venezolana, han sido las muertes de más de 325 ciudadanos como resultado de la violencia policial y paramilitar ejercida por el Estado. Ante los ojos del más amplio espectro nacional --incluyendo votantes y abstencionistas, independientes y sandinistas-- Ortega y Murillo ya estaban política y moralmente inhabilitados para seguir gobernando. Pero influyentes sectores del país y la comunidad internacional, alegaban que para evitar un vacío de poder, era necesario que Ortega continuara al frente de la presidencia y condujera la negociación de reformas electorales, para lograr una transición constitucional. Su salida del poder, abogaban, debería darse después del resultado de las elecciones anticipadas.
Sin embargo, esa premisa, siempre discutible, dejó de tener alguna validez, al demostrarse que Ortega nunca tuvo una intención de negociar la transición, y se aferró siempre a la escalada represiva para intentar aplastar las demandas de la rebelión cívica. El resultado ha sido el desgobierno total de los últimos meses. La sangrienta “Operación Limpieza”, la detención de más de 600 presos políticos, la criminalización de la protesta cívica, y ahora la prohibición del derecho a la movilización pacífica, evidencian que Ortega no puede gobernar sin reprimir, y solo se mantiene en el poder por la fuerza bruta de la dictadura, después de haber anulado la Constitución de la República.
Lejos de representar una garantía de estabilidad y normalización, este nuevo golpe de Estado simboliza la mayor amenaza para la estabilidad nacional e internacional del país. Al imponer un patrón de negación e impunidad sobre la masacre, Ortega ha liquidado cualquier posibilidad de convivencia y entendimiento nacional; al eliminar las bases la confianza nacional, ha provocado la peor crisis económica de los últimos 40 años; y al empujarnos hacia el aislamiento total y la condena internacional, ha expuesto al país ante inminentes sanciones políticas y económicas, que podrían acelerar el agravamiento de la crisis económica en los próximos meses.
En una palabra, el mandato de su presidencia está agotado: ya no gobierna, y también se agotó su tiempo como un interlocutor viable para negociar la transición política. Ahora la única salida posible, pacífica y constitucional, pasa por la renuncia de Ortega y Murillo lo más pronto posible, para que la Asamblea Nacional elija de su seno a un nuevo presidente, que no tenga responsabilidades con la masacre y la corrupción. Un presidente constitucional de transición, escogido incluso entre los diputados electos del partido de Gobierno, al que le corresponderá negociar los términos de la reforma electoral y las elecciones anticipadas, brindando garantías políticas para todos, así como acordar las bases de la nueva política de verdad y justicia, sin impunidad.
Ese es el camino, sin Ortega y Murillo en el poder, que le puede devolver estabilidad política y económica al país y evitar el desenlace del despeñadero. El partido Frente Sandinista y las instituciones estatales que tienen una influencia política determinante en el régimen, como el Ejército de Nicaragua y la Corte Suprema de Justicia, enfrentan el dilema de hundirse con Ortega, o de facilitar su renuncia y asegurar una transición constitucional. Su peor alternativa es seguir apostando a la inercia y atenerse a las consecuencias impredecibles de más represión y el colapso económico. Los actores privados, en particular los grandes empresarios, también enfrentan una disyuntiva existencial, entre la inacción actual o ejercer a fondo la presión del liderazgo de su músculo económico para favorecer un cambio democrático. Mañana puede ser demasiado tarde para todos. Mientras tanto, el movimiento autoconvocado seguirá desafiando al régimen en las calles, con o sin prohibiciones oficiales, hasta que Nicaragua vuelva a ser república, una democracia sin dictadura.