23 de noviembre 2020
Decía el poeta Ramón de Campoamor, el “del cabello cano como la piel del armiño” de Rubén Darío, que “en este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”. En Nicaragua, para unos ya inició el “año electoral” y la cuenta regresiva hacia las elecciones de noviembre 2021, sin una reforma electoral democrática; mientras que para otros solo ha empezado el tercer año del estado policial reforzado por el tridente de leyes punitivas —cadena perpetua, Ley Mordaza, y “agentes extranjeros”— que le permitirán al régimen ejercer la represión, alegando que solamente está cumpliendo con la ley.
En la acera de enfrente, Daniel Ortega ya está diseñando una reforma a la Ley Electoral sin hacer cambios en el control partidario que el Frente Sandinista mantiene en todas las instancias del Consejo Supremo Electoral. En otras palabras, para Ortega lo que está en marcha es una combinación de ambas anormalidades: una elección sin competencia ni transparencia como la de 2016, aunque ahora bajo un estado policial, con presos políticos y sin libertades de prensa y movilización. Siguiendo el patrón del modelo cubano-venezolano, prepara una elección no competitiva, con la que intentará prolongar la agonía del régimen por un tiempo, a costa de su legitimidad internacional y del agravamiento de la crisis económica y social.
Ante este salto al vacío, la única salida a la crisis política nacional radica en la suspensión del estado policial para concertar una reforma electoral democrática —con o sin Ortega y Murillo— que permita ir a elecciones libres. Pero este desenlace no depende de la presión externa de Estados Unidos, la OEA, y la Unión Europea como ilusamente suponen algunos líderes opositores, sino de la presión al máximo de la protesta cívica. Ortega y Murillo, o sus sucesores, solo negociaran la reforma política cuando se vean obligados por la presión de la oposición, en una situación límite, a suspender el estado policial y liberar a los últimos rehenes políticos.
A lo largo de nuestra historia, la presión externa contra los regímenes autoritarios ha sido siempre una condición necesaria para propiciar el cambio político. Sin embargo, nunca ha sido el factor determinante como lo demuestra la experiencia de las últimas cuatro décadas. Es falso, por ejemplo, que el retiro del apoyo del Gobierno demócrata de Jimmy Carter a la dictadura de Somoza en 1977-1979 y su doctrina de derechos humanos, haya provocado el triunfo de la revolución sandinista. También es erróneo atribuir a la política republicana de Reagan-Bush y su financiamiento a la guerra de la contrarrevolución en los 80, la derrota del FSLN en las elecciones de 1990. Ambos procesos, sin duda, apuntalaron coaliciones nacionales e internacionales opuestas a Somoza y Ortega, respectivamente, pero el factor clave fue la conducción estratégica del liderazgo nacional y su capacidad para debilitar al régimen de turno, sumando nuevas fuerzas e incentivando a otras a tomar riesgos para cambiar el balance de poder.
Y si se trata de evaluar los resultados del cambio político, resulta aún más determinante el peso de los factores políticos nacionales por encima de los externos. Durante la transición política de los 90, Nicaragua recibió un apoyo económico y político extraordinario de Estados Unidos, Europa y en particular de los países nórdicos, para fortalecer las instituciones democráticas y promover la reforma del Estado, incluyendo la profesionalización de la Policía y el Ejército. Dos décadas después, la regresión autoritaria encabezada por Daniel Ortega demostró que las instituciones democráticas nunca echaron raíces, pero no por la falta de apoyo externo, sino por el fracaso de las élites políticas y económicas nacionales, por la corrupción, y la carencia de partidos políticos democráticos y coaliciones nacionales duraderas. Ciertamente, hay una corresponsabilidad entre la tendencia inveterada de algunas potencias extranjeras a “microadministrar” la política nicaragüense y la enfermedad de nuestra cultura política que atribuye el origen de nuestros males y todas las soluciones, en exclusiva, al factor externo. Sin embargo, no hay evidencia de que seamos víctimas de algún determinismo cultural o del mal llamado “síndrome de Pedrarias Dávila”, aunque el propio Ortega sigue anclado a la idea equivocada de que sus demonios también vienen de afuera.
El resultado de las elecciones en Estados Unidos con el presidente Donald Trump negándose a aceptar la victoria del demócrata Joe Biden, aparentemente le deja un alivio a Ortega con más de 24 altos funcionarios y empresas sancionados por EE. UU. En la burbuja de poder del búnker, en El Carmen, apuestan a que los demócratas que se opusieron al financiamiento de Reagan a la Contra en los 80, entre ellos el propio presidente electo Biden, su actual asesor, el exsenador Christopher Dodd, y el exalcalde de Burlington y ahora veterano senador Bernie Sanders, le harán concesiones a la dictadura que se presenta como “la segunda etapa de la revolución sandinista”. Pero Ortega y Murillo suelen leer de forma antojadiza las señales políticas de Washington. A finales de 2018, desestimaron la advertencia de que Trump aplicaría severas sanciones contra su Gobierno y la achacaron a un bluf del lobby cubanoamericano de Miami, cuando en realidad representa una política bipartidista del Congreso norteamericano. De manera que es solo cuestión de tiempo, unos meses quizás, hasta que Ortega compruebe que su dictadura tampoco tiene ninguna salida con la Administración Biden y que más bien se enfrentará a una estrategia de presión diplomática mucho más estructurada a favor del cambio democrático.
Pero la pelota del cambio político no está en la cancha del nuevo Gobierno de Biden, sino en la de la oposición nicaragüense. La resolución de la OEA aprobada en octubre con veinte votos a favor, dos en contra, y doce abstenciones, estableció un plazo hasta mayo de 2021 para que el régimen implemente las reformas electorales que permitan elecciones libres, transparentes y competitivas. La agenda de las reformas ha sido consensuada a través de la propuesta del Grupo Promotor de las Reformas Electorales, pero Ortega ya anticipó su rechazo a la resolución de la OEA y está preparando su propia “reforma electoral” con la participación exclusiva de los partidos políticos “zancudos”. En consecuencia, la oposición enfrenta el dilema de esperar otros siete meses para confirmar que Ortega no está dispuesto a permitir una elección democrática y abogar por que la solución venga de afuera, o reenfocar el debate y su estrategia hacia los factores internos que sí pueden generar las condiciones políticas para la reforma electoral.
En primer lugar, consolidar la organización territorial del movimiento Azul y Blanco en todos los municipios y departamentos del país para demandar la suspensión del estado policial, y para apoyar a la población en su reclamo contra el encarecimiento del costo de la vida y los servicios públicos, la falta de empleo, y la carencia de una estrategia de prevención y mitigación de la covid-19.
Pero, además, es imperativo sumar fuerzas adicionales a favor del restablecimiento pleno de las libertades democráticas: la de los grandes empresarios y las cámaras empresariales, y la de la gran mayoría de los servidores públicos, civiles y militares, que no están comprometidos con la represión ni con la corrupción.
Solamente la unidad en la acción de todas las fuerzas opositoras —Unidad Nacional, Alianza Cívica, Coalición Nacional, CxL, independientes y sin partido— puede arrancarle a la dictadura la suspensión del estado policial. La reforma electoral, la creación de una alianza electoral, y la selección de los candidatos de la unidad opositora para participar en unas elecciones libres, caerán inmediatamente después por su propio peso.