24 de octubre 2018
Desde El Jícaro hasta Tola el saludo está acompañado de un rito pesimista que no solo describe lo duro de la situación económica, sino que anuncia con pronósticos que será aún mucho peor. Antes de pasar a porcentajes de recesión económica veamos cómo estaba al 2017 la robusta economía del país.
Nicaragua con todo el crecimiento de los últimos años continuaba teniendo la economía más pequeña de la región y aportaba solo el 7% al PIB de Centroamérica. Además tenía el ingreso por persona más bajo con apenas $2.200 dólares al año mientras Costa Rica casi llega a los $12.000. Más alarmante que los datos anteriores es la estructura productiva del país, la mitad de las exportaciones se explican por el aporte de las zonas francas y la llamada vocación agropecuaria solo genera el 12% al total del PIB. El crecimiento de la última década daba algún aliento para continuar mejorando las condiciones y sobre todo para iniciar procesos de transformación productiva.
A partir de abril de 2018 en materia económica lo único que no cambia es el nombre del país. Las condiciones que permitieron el crecimiento se transformaron en una cadena de efectos que llevan a Nicaragua a una depresión económica. El detonante de esta cadena es de orden político pero impactó en todos los ámbitos de la economía, tanto del sector privado como en las finanzas del estado. La primera consecuencia económica visible es la fuga de capital que para mayo alcanzaba el 20% de los depósitos del sistema financiero. El segundo efecto es una drástica reducción a la capacidad de pago a las deudas bancarias. Como tercera consecuencia la banca privada se ve obligada a priorizar liquidez sacrificando la entrega al crédito. Desde hace cinco meses tenemos una economía sin crédito, una banca sin generar ingresos y maquillando pérdidas con reestructuraciones y con todos los sectores productivos que dependen del crédito paralizados casi por completo.
Medir el colapso en porcentajes es más fácil para un agricultor que para un economista. Si vemos al país como una finca que produce turismo, pesca, construcción, intermediación financiera, vivienda y transporte solo tenemos que ver primero cuánto sacó con las mejores condiciones posibles el año pasado. El país más seguro de Centroamérica, con enormes inversiones extranjeras, una macroeconomía intacta y un sistema financiero sólido. Si en ese ambiente de lujo solo llegó a un PIB de $13 mil millones de dólares en el 2017, esta cosecha del 2018 nos dará al menos a la mitad.
Hasta octubre lo único que ha sido posible tanto para el sector privado como para el Estado es reaccionar. Los riesgos de los que aún subsisten del sector privado son conocidos por sus actores: insolvencia de acreedores, devaluación monetaria, pérdida de depósitos por quiebras bancarias y un mayor deterioro de sus ventas. Las empresas han disminuido drásticamente sus importaciones, se han concentrado en los productos de mayor circulación, absorben dólares el mismo día que cobran en córdobas y transfieren sus excedentes al exterior cada 24 horas. Paradójico, pero con su reacción sorteando estos riesgos profundizan la crisis. El Estado frente al desplome de sus ingresos tributarios y el debilitamiento de su manejo macroeconómico también reacciona con medidas contractivas al presupuesto y restrictivas al flujo de capital. Es importante frenar la fuga de capital, aunque solo sea por 48 horas y prolongar la devaluación hasta cierre del año. La paradoja es la misma, con su reacción solo profundiza la crisis.
El detonante es político, cualquier reacción empresarial, sea por recomendación de los sabios consejeros del gran capital o por representantes de cada gremio solo hunden más la economía. Cualquier medida estatal, sea sugerida por organismos multilaterales o por brillantes asesores económicos solo aceleran el desplome. La moneda se busca donde se perdió y en este caso no fue en el campo de la economía.