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La monarquía constitucional en el Reino Unido

Existen actualmente 34, que representan el 18% de los cerca de 193 países independientes

Rey Carlos de Inglaterra

Foto: EFE

Tom Ginsburg

6 de mayo 2023

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En tiempos en que el rey británico Carlos III recibe oficialmente la corona, «el imperio donde el sol nunca se pone» parece un poco venido a menos: además del Reino Unido, 14 excolonias aún mantienen a Carlos como monarca y jefe de estado, pero muchos de sus súbditos en todo el mundo están reconsiderando ese acuerdo.

Barbados se convirtió en república en 2021 y Jamaica inició un proceso similar de reforma constitucional. Es posible que pronto otros los imiten. ¿Por qué debieran los países, desde Belice a Tuvalu, mantener como jefe de estado nominal a un viejo blanco que vive en una potencia mediana, muy lejos de ellos?


Para los estadounidenses, por supuesto, es difícil entender por qué alguien aceptaría gobernantes hereditarios, o el valor de un cargo puramente ceremonial; pero la monarquía constitucional sigue vigente en algunos de los países más desarrollados del mundo. Solo se la debiera echar por la borda después de considerar cuidadosamente sus beneficios significativos.

Comencemos con lo que un monarca constitucional no es: un monarca absoluto que ejerce verdadero poder como rey. Son ocho, en su mayoría estados petroleros ricos de Medio Oriente, los países que mantienen monarquías absolutas.

También podemos distinguir a las monarquías constitucionales de las repúblicas, en las que el jefe de Estado es electo por el pueblo o sus representantes parlamentarios. Los jefes de Estado de las repúblicas solo gobiernan durante un periodo limitado, mientras que el monarca suele conservar el puesto durante toda la vida.

Así definida, la monarquía constitucional no es un fenómeno atípico: existen actualmente 34, que representan el 18 % de los cerca de 193 países independientes. Se trata de un conjunto de países extraordinariamente exitosos por donde se los mire, que incluyen a la mayor parte de Escandinavia, Japón y los países del Benelux, así como los dominios de Carlos en Australia, Canadá y Nueva Zelanda.

Según el Índice de democracia 2022 de la Unidad de Inteligencia de The Economist, 10 de las 20 principales democracias son monarquías constitucionales, al igual que 9 de los 20 países más ricos. Y 8 de las 10 constituciones nacionales más duraderas prevén monarcas.

Las monarquías que sobrevivieron lo lograron mayormente porque, durante mucho tiempo, cedieron poder a asambleas legislativas elegidas por el pueblo. Este proceso de reforma política comenzó con la Carta Magna en Inglaterra y continuó durante el siglo XIX en la mayoría de los países restantes.

Cuando los monarcas se resistieron a que su poder fuera cercenado por lo general perdieron el trono... y, a veces, la vida. Cuando cedieron se convirtieron en figuras decorativas, pero también en una señal para los conservadores de que sus intereses estaban protegidos.

Los monarcas ofrecen además una suerte de seguro político, porque son capaces de intervenir en períodos de crisis nacional. Un ejemplo famoso es el del rey Juan Carlos I de España, que ayudó a desbaratar un golpe de estado iniciado en su nombre en 1981. Salió por televisión y ordenó a las fuerzas armadas que volvieran a sus barracas, incluso mientras se comunicaba individualmente con generales clave, lo que evitó que pudieran coordinar unos con otros. La serie de Netflix The Crown incluye un relato novelado de la intervención de la reina Isabel II para desviar la idea de un golpe que tuvo su primo Lord Mountbatten cuando Harold Wilson era primer ministro.

Se sabe, sin embargo que algunos monarcas supuestamente constitucionales secundaron golpes contra sus propios gobiernos. En vez de actuar como el rey Juan Carlos para detener a los golpistas militares, el rey tailandés Bhumibol Adulyadej prestó su conformidad a 10 golpes durante su reinado de 70 años. Y el representante en Australia de la reina Isabel, sir John Kerr, causó una crisis constitucional cuando ordenó la destitución del primer ministro electo, Gough Whitlam, en 1975.

En el papel que cumplen invistiendo de autoridad a los gobiernos en los sistemas parlamentarios, a veces los monarcas pueden tomar decisiones sutiles que ayudan a los partidos políticos a superar puntos muertos. En otras crisis, el monarca puede actuar como foco de la resistencia nacional frente a los invasores (durante la Segunda Guerra Mundial, el rey noruego Haakon VII se negó a reconocer al gobierno del colaboracionista nazi Vidkun Quisling y prefirió abandonar el país mientras duró la guerra).

Los monarcas también pueden proteger a las minorías durante las crisis. Los monarcas constitucionales de Marruecos, Dinamarca y Bulgaria prestaron especial atención a la protección de sus súbditos judíos durante la Segunda Guerra Mundial. El rey Mohammed V de Marruecos se negó a cumplir las órdenes de captura de los judíos durante la guerra, dictadas por el régimen de Vichy, y el rey dinamarqués vistió, según la leyenda, una estrella de David amarilla.

En nuestra era, la unidad simbólica que proporcionan los monarcas puede limitar las formas de populismo más problemáticas. Los demagogos populistas como Viktor Orbán en Hungría, Recep Tayyip Erdoğan en Turquía, y Jarosław Kaczyński en Polonia suelen pretender una conexión exclusiva y casi mística con «el pueblo», a quien solo ellos pueden proteger de las élites, y demonizan a sus opositores como «enemigos del pueblo». Esas pretensiones, sin embargo, no funcionan en las monarquías constitucionales. Ya alguien se ocupa de representar al pueblo y eso limita el grado de poder simbólico que puede acumular cualquier otra persona.

Así, mientras que Erdoğan se las da de nuevo sultán y a Hugo Chávez, el ya fallecido líder venezolano, le gustaba invocar al presidente vitalicio Simón Bolívar, cuesta creer cómo podría surgir un equivalente británico, dinamarqués o noruego creíble. Lo más similar sería un líder disruptivo como el ex primer ministro británico Boris Johnson —quien, frustrado con su asesor principal, insistió petulante: «Soy el führer. Soy el rey que toma las decisiones»—.

Cuando hay un monarca en la cima del sistema, esa pretensión se desploma. La base de datos mundial sobre populismo lo confirma: muestra que en las monarquías constitucionales hay menos retórica populista en los discursos políticos.

Ciertamente, ser un monarca constitucional es un infierno. Los monarcas constitucionales son, de alguna manera, prisioneros de la sociedad: su papel es meramente ceremonial, pasan sus días cortando cintas y dando discursos anodinos mientras cada uno de sus actos es analizado minuciosamente solo por diversión. No sorprende entonces que algunos miembros de la familia real abandonen el negocio familiar: además del príncipe Harry, la princesa Mako de Japón renunció a su título en 2021, y el príncipe Joaquín de Dinamarca fue el último en levantar campamento, para marcharse a Estados Unidos.

Mientras los jamaiquinos, entre otros, evalúan abandonar la corona junto con Harry, les convendría tener en cuenta por qué las monarquías constitucionales han tenido tanto éxito durante el siglo XX. Tal vez el rey Carlos parezca un vestigio de un sistema arcaico y, sin duda, su reino se reducirá en los próximos años... pero no desaparecerá y, para los súbditos restantes, tal vez eso sea muy bueno.

*Texto original publicado por Project Syndicate

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Tom Ginsburg

Tom Ginsburg

Profesor de Derecho Internacional del Servicio Distinguido Leo Spitz, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Chicago y miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias. Se especializa en constituciones y temas de Asia oriental.

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