
5 de mayo 2018
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Sin más armas que las piedras, los nicaragüenses hartos de la violación a sus derechos elementales han ofrendado lo más valioso que tienen: sus vidas
Presupuesto 2019 aun debe resolver enorme déficit de financiamiento y crisis de la seguridad social. La próxima semana llega misión FMI: sin reformas políticas
La rebelión de los nicaragüenses que estalló el pasado 19 de abril contra la opresión del régimen orteguista, como ya ha sido repetido desde aquella fecha, no fue un hecho espontáneo ni ocurrió al azar; fue el resultado de once años de abusos y atropellos en contra la de población y las leyes. Fue una subversión contra el poder opresivo sin más recursos que la valentía y las piedras, los mismos con que el pueblo palestino ha luchado contra la represión sistémica del régimen sionista que, al igual que las tropas de Ortega, ven a la protesta social como un objetivo militar.
El informe PAPEP-PNUD sobre la protesta social en América Latina (2012), destaca el carácter intrínseco del conflicto para la democracia, la relación entre las capacidades institucionales del Estado para procesarlo y de actores sociales que protestan para desempeñarse con autonomía por el desarrollo y la democracia. Según la tipología que resulta del cruce de ambas dimensiones (capacidades institucionales y autonomía de actores sociales), Nicaragua se encontraría entre los países con “Estados fuertes y sociedades con niveles relativamente bajos de acción colectiva y protesta social”. Ello explicaría esa “paz” que proclamaba el oráculo de Murillo.
Sin embargo estas prescripciones, al igual que las famosas encuestas oficiosas, saltaron por los aires después de la cobarde agresión del 18 de abril contra quienes protestaban pacíficamente rechazando la reforma de la seguridad social. ¿Qué pasó a partir del 19 de abril?
Esta respuesta, sin embargo, derribó el mito de que era la fortaleza del Estado la que mantenía el conflicto social atenuado en Nicaragua. Más bien mostró que la represión despiadada era un reflejo de su incapacidad para procesar las protestas lógicas que deben existir en sociedades plurales y democráticas, donde se expresan libremente los intereses. Mostró falta de voluntad para transigir con demandas sociales expresadas fuera de los canales oficiales, sin las ataduras que tratan de imponer los regímenes corporativistas con organizaciones sociales únicas, las correas de transmisión del caudillo-partido.
Esto destrozó la segunda parte del supuesto teórico de la tipología del PAPEP-PNUD: los bajos niveles de acción colectiva y de protesta social se estaban cocinando a fuego lento. La propia sociedad se sorprendió a sí misma redescubriendo que eran falsas las letanías de la supuesta apatía y la desmovilización y, menos aún, que no por mucho monopolio de los medios de comunicación, la población se había tragado lo de “vivir bonito, en paz y prosperados”. El estado larvario del descontento que se había mostrado en las abrumadoras abstenciones de las elecciones 2016 y 2017, estalló en la cara de todos. El hartazgo y la pérdida del miedo empujaron a la gente a las calles.
Los niveles de saturación de la población con los atropellos del régimen Ortega están en la raíz que explican por qué la crisis nicaragüense ha derivado con suma rapidez del conflicto por el INSS (reproducción social) a otras esferas de conflicto: la legitimidad institucional y la democracia como modo de vida.
Pero la propaganda oficial insiste en interpretar la rebelión como un intento de golpe de Estado. O sea que sólo le preocupa conservar el poder, pero no cualquiera, sino todo el poder. En nuestro continente desde 1990 ha habido una decena de presidentes que han salido del poder por protestas sociales, como los casos de Argentina, Ecuador, Bolivia y más recientemente Guatemala. Ni al más fanático de los analistas se le ocurriría llamar golpes de Estado a estas rebeliones ciudadanas. Lo que pasa es que a Ortega nunca se le ocurrió poner su bigote en remojo cuando vio los de sus vecinos cortar.
Las miles de fotos y videos que han circulado estos días muestran un pueblo que ha transcendido la preocupación por satisfacer necesidades inmediatas, como un plato de comida, una lámina de zinc o una beca, los bienes con los que la tiranía venía traficando para comprar lealtades. Sin más armas que las piedras, las mismas que blandió Andrés Castro contra el filibustero, las mismas con que los palestinos llevan años haciendo frente a la ocupación sionista, los nicaragüenses hartos de la violación a sus derechos más elementales, en particular el derecho a la vida, se han alzado en una intifada contra la opresión. Para ello han ofrendado lo más valioso que tienen: sus vidas.
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Politólogo y sociólogo nicaragüense, viviendo en España. Es municipalista e investigador en temas relacionados con participación ciudadana y sociedad civil.
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