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La guerra de culturas en Harvard... y más allá

La obsesión estadounidense por la raza es claramente uno de los motivos de este desastre poco edificante de acusaciones y contraacusaciones

Claudine Gay

Claudine Gay. Foto: EFE | Confidencial

Ian Buruma

11 de enero 2024

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Claudine Gay, la primera presidenta negra de la Universidad de Harvard, se vio obligada a renunciar tras varias semanas de presión para que dejara el cargo, pero todos quienes participaron en esa controversia quedaron mal parados.

Fue destituida, supuestamente, por desprolijidades en sus escritos académicos (principalmente, por no haber otorgado crédito a otros académicos a quienes citó casi de manera textual en trabajos que había publicado), pero eso se descubrió después de que fuera acusada de antisemitismo y doble moral. Cuando la congresista republicana Elise Stefanik le preguntó si los estudiantes que se manifestaban «para denunciar el genocidio de los judíos infringían el código de conducta de Harvard», Gay respondió que «dependía del contexto».


No hay duda de que si la pregunta se hubiera referido al genocidio de personas de raza negra, no hubiera hecho falta contexto, pero Gay estaba cayendo en una desagradable trampa. Stefanik había desdibujado deliberadamente la diferencia entre la denuncia de un genocidio y el apoyo a la intifada (rebelión armada) Palestina. Eso último puede implicar violencia, pero no genocidio.

Los activistas de derecha que ayudaron a echar a Gay de su puesto también quedaron mal parados. Bajo el liderazgo de Christopher Rufo, del Manhattan Institute, ven a la carrera de Gay como un símbolo de preferencia racial injusta. Gay, por su parte, los acusó de racistas. Aun si no lo son, están imitando a los supuestos progresistas que buscan «cancelar» a quienes no se ajustan a sus posturas ideológicas.

Finalmente, los adinerados donantes de Harvard, como el administrador de fondos de cobertura Bill Ackman, también quedaron mal parados por montar una implacable campaña pública contra Gay. Donar dinero no debiera dar derecho a interferir en las cuestiones académicas. Ackman también alega que hubo racismo y sostiene que Harvard tolera el odio contra los judíos.

La obsesión estadounidense por la raza es claramente uno de los motivos de este desastre poco edificante de acusaciones y contraacusaciones. De todas formas, la destitución de Gay —junto con la de la presidenta de la Universidad de Pensilvania, Liz Magill, que también cayó en la trampa de Stefanik— revela algo interesante sobre el cambio en la percepción de los judíos.

No hay pruebas de que Gay y Magill, ni muchos de quienes se manifestaron a favor de Palestina en los campus universitarios, sean antisemitas (los entusiastas de Hamás son otro tema). Pero los defensores más fanáticos de la causa palestina son tan esclavos de la obsesión racial como los agitadores de derecha en su oposición a las campañas de «diversidad, equidad e inclusión»: entienden que la violencia en Gaza y la opresión israelí de los palestinos son un ejemplo de la supremacía blanca.

Desde esa perspectiva, los israelíes son blancos que tiranizan brutalmente a la gente de color. Por eso, los manifestantes pro-Palestina vociferan eslóganes del estilo de «¡Las Fuerzas de Defensa de Israel y el Ku Klux Klan son lo mismo!», como si los soldados israelíes fuesen iguales a los racistas sureños encapuchados que alguna vez lincharon a los negros. Parece que el hecho de que la mayoría de los israelíes provengan de países árabes y físicamente sean iguales a los árabes es irrelevante.

Es una mirada que representa un cambio fundamental respecto del antisemitismo del pasado. Antes del siglo XIX los cristianos perseguían a los judíos porque, supuestamente, eran los asesinos de Cristo; pero cuando se fundaron los estados-nación modernos y los judíos se hicieron menos religiosos y se emanciparon socialmente, se inventaron nuevas (falsas) diferencias biológicas para justificar el antiguo odio. Lejos de ver a los judíos como parte de la propia raza blanca, los fanáticos europeos y estadounidenses los señalaron como una raza ajena.

Lo que todos los antisemitas compartían, independientemente de sus creencias políticas, era la sospecha conspiracionista de que los judíos formaban parte de un conciliábulo mundial que ejercía un poder enorme tras bambalinas. Mientras los antisemitas de derecha veían a los judíos como conspiradores bolcheviques decididos a socavar la pureza de las naciones, los comunistas entendían que eran plutócratas capitalistas que oprimían a la clase trabajadora. El motivo principal por el cual el sionismo resultaba atractivo a muchos judíos es que tener su propio Estado los liberaría finalmente de la persecución que sufrían por ser forasteros permanentes (o «cosmopolitas desarraigados», como los llamaba Stalin). En Israel podían, finalmente, sentirse arraigados.

Pero, como previeron muy pronto algunos críticos de Israel, esto llevaría al país a adoptar precisamente algunas de las características de las naciones que habían perseguido a los judíos en el pasado: nociones de exclusividad étnica, chovinismo y arrogancia militar. Aunque Hannah Arendt fue sionista en la década de 1940, pasó a criticar esa idea cuando vio que el estado para judíos se estaba convirtiendo en un estado judío: en vez de un sitio seguro para los refugiados perseguidos, en un país definido por el nacionalismo etnorreligioso y el sentido de intocabilidad moral basada en una historia de victimización.

La transformación llevó tiempo, muchos de los primeros colonos eran idealistas de izquierda, pero en el gobierno israelí actual hay ministros que son racistas declarados. Itamar Ben-Gvir, el ministro de seguridad nacional, fue declarado culpable de incitación media docena de veces. Solo por ese motivo, Israel es ahora mucho más admirado por los políticos de extrema derecha europeos y estadounidenses. En la década de 1930, a menudo los miembros del comité America First —como Charles Lindbergh, el heroico piloto— eran antisemitas que mostraban no poca simpatía con la Alemania nazi. Incluso hoy, Donald Trump y otros de quienes advocan por «América primero» son ardientes admiradores del estado judío, lo que a su vez explica por qué tantos activistas en los campus universitarios comparan a las fuerzas de defensa de Israel con el Ku Klux Klan.

Los antisemitas solían asociar a los judíos con EE. UU. porque los nacionalistas europeos veían a ambos como símbolos del cosmopolitismo desarraigado. Ahora, los manifestantes pro-Palestina asocian a Israel con EE. UU. porque ven a ambos países como símbolos de la opresión por los blancos de la gente de color. Tal vez ese fue el contexto que mencionó Gay cuando trató de responder a la pregunta capciosa de Stefanik. Desearía que se hubiera expresado con menos torpeza y que EE. UU., incluidas sus instituciones de enseñanza más importantes, atemperase su obsesión por las razas, pero, de momento, parece mucho pedir.

*Artículo publicado originalmente por Project Syndicate

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Ian Buruma

Ian Buruma

Escritor y editor holandés. Vive y trabaja en los Estados Unidos. Gran parte de su escritura se ha centrado en la cultura de Asia, en particular la de China y el Japón del siglo XX.

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