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La compulsión ludópata de Trump

El mayor problema es el temerario ocupante de la Casa Blanca. Para cuando termine su mandato, sería una suerte que EE UU conserve algo de su prestigio

El mayor problema es el temerario ocupante de la Casa Blanca. Para cuando termine su mandato

Nina L. Khrushcheva

2 de agosto 2018

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Nueva York. – En la reunión cumbre con el presidente estadounidense Donald Trump que mantuvo este mes en Helsinki, el presidente ruso Vladimir Putin demostró que sigue siendo un maestro del arte que perfeccionó en los ochenta, cuando era un agente soviético en Alemania del Este. Ante la impasible mirada de miembro entrenado de la KGB de Putin, Trump se desinfló.

Después de la reunión, declaró que le creía a Putin cuando este le dijo que Rusia no tenía motivos para interferir en la elección presidencial de 2016 (contra lo que afirman las agencias de inteligencia de Estados Unidos). Muchos miembros del aparato de seguridad estadounidense, políticos demócratas e incluso algunos republicanos salieron enseguida a criticarlo. Paul Ryan, presidente republicano de la Cámara de Representantes, dijo que Trump “debería darse cuenta de que Rusia no es nuestro aliado”. Algunos llegaron a denunciar la conducta de Trump como “traición”.


Trump, como siempre, dio marcha atrás; dijo que había articulado mal una “doble negación”, y que lo que quiso decir fue: “No veo ningún motivo por el que no pueda haber sido Rusia”. Pero después, en otra de sus jugadas características, relativizó su retractación: “También pudieron ser otros. Hay muchos otros por ahí”. Ahora Trump dice que si Rusia interfiere otra vez, será para ayudar a los demócratas.

Tantas marchas y contramarchas reforzaron la creencia de que Putin sabe algo sobre Trump (percepción que al parecer complace al presidente ruso). Putin confirmó en Helsinki que quería que Trump ganara la elección. Fue una jugada evidentemente calculada: sabía que parecería una corroboración de las acusaciones de que el equipo de campaña de Trump se complotó con el Kremlin. El caos inducido por Trump ha resultado hasta ahora funcional a Rusia, y es evidente que Putin decidió agitar más el avispero.

Es verdad que en la larga y compleja historia de las relaciones entre Rusia y Estados Unidos, ambos países han interferido en los asuntos internos de la otra parte. Durante la Guerra Fría, los soviéticos patrocinaron al Partido Comunista de los Estados Unidos.

Después del derrumbe de la Unión Soviética en 1991, Estados Unidos se involucró intensamente en el proceso de transición, que contribuyó al capitalismo caótico de la era de Boris Yeltsin. De hecho, las reformas dirigidas por Occidente (que hicieron más mal que bien) ayudaron a que Putin llegara al poder en 2000: los rusos querían un líder que no estuviera tan supeditado a los consejos de Estados Unidos.

Ahora, es Putin el que interfiere en la política estadounidense, no sólo con los intentos de inclinar la elección, sino también por la considerable influencia que ejerce sobre Trump. Con el argumento de que está tratando de mejorar las relaciones con Rusia en aras del interés nacional de Estados Unidos, poco después de la cumbre Trump invitó a Putin a visitar la Casa Blanca en un futuro cercano, a lo que Putin correspondió invitando a Trump a que visite el Kremlin.

Pero el entusiasmo de Trump (y su voluntad de contrariar a sus críticos) no equivalen a una genuina apertura a una cooperación mutuamente beneficiosa, como la que se vio en 1959, cuando Dwight Eisenhower invitó a Nikita Khrushchev a visitar Estados Unidos, y en 1986, cuando Mikhail Gorbachev y Ronald Reagan se encontraron en Reikiavik. En vez de eso, la conducta del presidente parece una continuación de servilismo que pone la piel de gallina a otros dirigentes estadounidenses. Muchos miembros del aparato de seguridad de los Estados Unidos consideran que la aparente influencia de Putin sobre Trump plantea una amenaza existencial a la democracia estadounidense, similar a la de la Unión Soviética en el clímax de la Guerra Fría.

Pero la histeria creciente en torno de Rusia también es una amenaza grave, ya que neutraliza la política exterior de Estados Unidos con riesgo de terminar entregando a Putin la influencia global que anhela y por la que ha corrido grandes riesgos, como invadir Georgia en 2008, anexar Crimea en 2014 e intervenir en la guerra civil siria en apoyo de su aliado, Bashar al‑Assad. La descarada interferencia en la elección estadounidense para debilitar a Hillary Clinton (firme crítica del Kremlin) encaja en este patrón.

Asumámoslo: Putin les está ganando la partida a Trump y a Estados Unidos. Aunque algunas de sus apuestas le salieron mejor que otras, el resultado neto es que ahora Rusia es un jugador importante. Y Putin, convencido de que puede lograr casi cualquier cosa que se proponga, sigue subiendo la apuesta.

Pero en definitiva, la mayor amenaza global es la presidencia aberrante (y cada vez más aborrecible) de Trump, sobre todo porque ofrece a Putin más oportunidades para el aventurerismo y la degradación del poder estadounidense. Un buen ejemplo es la guerra comercial de Trump (que afecta incluso a los más cercanos aliados de Estados Unidos), al alentar el reacercamiento de más países a Rusia.

Alemania (a la que con su mejor cara de póquer Trump llamó “cautiva de los rusos”) no se quedó callada ante las acciones de Trump (incluida su oposición al gasoducto Nord Stream 2 entre Rusia y Alemania). La canciller Angela Merkel declaró con calma que “podemos aplicar políticas independientes y tomar decisiones independientes”. En tanto, China (principal blanco de la guerra comercial de Trump) dio ahora su conformidad a un plan ruso de represalias contra el anunciado despliegue de sistemas estadounidenses de defensa antimisiles en Japón y Corea del Sur.

Al veterano político soviético Andrei Gromyko le preguntaron cierta vez por qué Nikita Khrushchev fue destituido; se dice que respondió bromeando: “Khrushchev era un apostador tan temerario que sería una suerte que no perdiera Moscú”. Siendo ministro de asuntos exteriores, Gromyko había tenido que vérselas con la impulsiva apuesta que hizo Khrushchev con la crisis de los misiles cubanos de 1962 (aunque esa apuesta le redituó el compromiso estadounidense de no invadir Cuba).

Hoy el mayor problema es el temerario ocupante de la Casa Blanca. Un perdedor que hace una generación apostaba con el dinero de otra gente en la industria de los casinos, ahora está poniendo en juego un activo mucho más precioso. Para cuando se levante de la mesa, sería una suerte que Estados Unidos conserve algo de su prestigio global.


Traducción: Esteban Flamini

Nina L. Khrushcheva es profesora de Asuntos Internacionales en The New School e investigadora sénior en el World Policy Institute, ambos con sede en Nueva York.

Copyright: Project Syndicate, 2018.
www.project-syndicate.org


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Nina L. Khrushcheva

Nina L. Khrushcheva

Profesora de Relaciones Internacionales en “The New School” de Nueva York. Dirigió el Proyecto Rusia en el Instituto de Política Mundial. Autora de los libros “Imaginando a Nabokov: Rusia entre el arte y la política” y “El Khrushchev perdido: Un viaje al Gulag de la mente rusa”.

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