
4 de febrero 2023
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Hay que tomar en serio la existencia y acción de los troles. Pero no basta. También es necesario hacer lo posible por aislarlos y exponerlos
La efectividad y alcance de estos mercenarios no solo se debe a su talentoso equipo de trabajo
En la constante lucha entre claridad y confusión, o entre verdades y mentiras, los troles son un aliado reciente de estas últimas. No me refiero, por supuesto, a esos personajes deformes, con rasgos humanos, de la mitología escandinava, popularizados por las novelas de J.J.R. Tolkien, como El Hobbit y El Señor de los Anillos. Hablo de los agitadores dedicados a distorsionar, mentir, exagerar, denigrar, confundir, exaltar, falsificar o asediar mediante las plataformas y redes digitales.
Esas tareas, o solo parte de ellas, las emprenden de forma casual o sistemática, con o sin paga, aislados o como parte de grupos (y hasta empresas) organizados.
Cuando se trata de individuos que, de manera espontánea y ante casos puntuales, actúan como troles, el riesgo para la verdad, la transparencia, la precisión y la solidez de los hechos comprobados es reducido. Por esto, el daño que causan al debate público difícilmente afecta al ejercicio democrático, del que este es parte esencial.
En cambio, cuando reciben paga, borran su verdadera identidad y se ponen al servicio de causas que, por inconfesables, se esconden tras personalidades falsas, el riesgo adquiere mayor dimensión. Se convierte entonces en una amenaza real para la convivencia democrática, la libertad y el Estado de derecho.
En tales casos, ya no se trata del francotirador ocasional que causa bajas aisladas, sino del mercenario que dispara de manera sistemática a blancos múltiples que otros le asignan, con el afán de producir mayor destrucción e imponerse de alguna manera.
Si en lugar de uno, son varios los troles contratados, todavía peor. Tengo, al menos, tres razones para afirmarlo: la primera, que los contratos grupales de troles revelan la existencia de altos presupuestos y, por ende, esfuerzos de gran magnitud para vulnerar la transparencia democrática; la segunda, que en tales casos los troles forman parte de estrategias más amplias para capturar el ecosistema mediático; la tercera, que en esos casos el daño se magnifica y puede generar muy graves consecuencias para la sociedad.
Creo que lo anterior basta para tomar en serio la existencia y acción de los troles en cualquier momento y lugar. Pero esto no basta. También es necesario hacer lo posible por aislarlos, exponerlos, denunciarlos y contrarrestarlos.
Se trata de un deber que corresponde al conjunto de la ciudadanía. Todos podemos hacer algo, aunque sea mínimo, para contribuir en la tarea. Menciono, entre muchas, seis posibilidades:
Los comunicadores profesionales, aquellos que estamos entrenados para buscar, investigar y exponer realidades según métodos y principios éticos robustos, compartimos los deberes de todos los ciudadanos y ciudadanas. Sin embargo, en este caso tenemos más.
Nuestro deber es activo y está ligado a la esencia de la profesión. Como tal, comprende realizar esfuerzos deliberados por determinar y revelar el hilo de relaciones e intenciones de los troles y sus financistas.
Quienes los contratan, por lo regular no se quedan allí en sus esfuerzos por falsificar la realidad, crear confusión, disputar la verdad, denigrar adversarios y ahogar voces que no los siguen. Al contrario, los troles son parte de campañas más amplias, que pueden incluir acciones y herramientas como las siguientes:
¿Suena conocido? Quizá. Pero no basta con entenderlo. Es necesario hacer lo posible por contrarrestarlo: para todos, en el marco de las instituciones, los procedimientos y buenas costumbres de la democracia; para los comunicadores, según las normas y métodos que deben guiar el ejercicio de nuestra profesión.
Porque la buena praxis profesional de la comunicación, implica, en última instancia, un esfuerzo constante por acercarnos a la verdad y por generar un debate público constructivo.
*Publicado en Primera Plana, Colegio de Periodistas de Costa Rica.
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Periodista, académico, diplomático y consultor costarricense, especializado en análisis sociopolítico, libertad de expresión y estrategias de comunicación. Fue director del diario La Nación de 1982 a 2003.
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