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Israel: Lo que tengo que decir

Con esta invasión de las Fuerzas Armadas de Israel a Gaza, la solución de creación de dos Estados ha sido enterrada para siempre

Manifestantes a favor de Israel se encuentran con manifestantes a favor de Palestina, cerca a Times Square en Nueva York. EFE | Confidencial

Natalia Cuadra Dumke

19 de octubre 2023

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Al escribir estas líneas parece muy lejano ya aquel día de otoño en noviembre de 2014 en la ciudad alemana de Hannover. Era un lunes por la noche, cuando me dirigí sola en medio de las hojas otoñales que hacían piruetas y bailaban en el aire, a tomar el tranvía de la línea cuatro (Garbsen) o cinco (Stöcken); no podría precisarlo ahora mismo porque ambas hacían parada exactamente hacia donde me dirigía: al Salón Literario de la Universidad de Hannover. No podía creerlo. Iba a conocer al autor de la novela El tambor de hojalata (1959) y de Los años perros (1963)—novelas y otras más, con las que me había puesto al día desde mi llegada a Alemania un par de años atrás.

Por casualidad, en un póster pegado con tachuelas en un poste de luz eléctrica de esta ciudad, que presume ser “la más verde de Alemania”, y en donde además se habla el alemán más neutro, había leído la semana anterior que Günter Grass (Premio Nobel de Literatura 1999) ––un precursor del realismo mágico, daría una charla el 3 de noviembre de ese mismo año.


Al llegar a las afueras del edificio me encontré con un tumulto de gente, jóvenes universitarios en su gran mayoría, haciendo una pequeña protesta hondeando la bandera de Israel y pancartas con lemas que no podía leer bien. Me percaté de la presencia policial que trataba de poner orden para que la protesta no se saliera de control. Cuando finalmente entré al edificio, me dirigí a la taquilla para comprar mi boleto de entrada que costaba, si no mal recuerdo, cinco euros. Pero para mi gran desilusión, todos los boletos ya se habían vendido.

La sala Audimax en donde daría la charla Grass junto al sociólogo y filósofo alemán Oskar Negt estaba “llenísima”, fueron las palabras del muchacho de la taquilla. Ante semejante mala noticia acabé resignándome, uniéndome a un grupo de personas que como yo, no habían logrado entrar al evento. Fueron estas personas las que me explicaron mientras tomábamos vino tinto barato en vasitos de plástico la razón de la protesta: esa gente estaba molesta con Grass por la publicación de su poema en el periódico liberal y centrista Süddeutsche ZeitungLo que hay que decir” (2012) en donde expresa su criticismo hacia Israel por su arsenal nuclear que pone la paz mundial en peligro.

En él, Grass escribe:

“¿Por qué he callado hasta ahora? […]

Porque hay que decir

lo que mañana podría ser demasiado tarde,

y porque —suficientemente incriminados como alemanes—

podríamos ser cómplices de un crimen

que es previsible, por lo que nuestra parte de culpa

no podría extinguirse

con ninguna de las excusas habituales.

Lo admito: no sigo callando

porque estoy harto

de la hipocresía de Occidente; cabe esperar además

que muchos se liberen del silencio, exijan

al causante de ese peligro visible que renuncie

al uso de la fuerza […]

Solo así podremos ayudar a todos, israelíes y palestinos,

más aún, a todos los seres humanos que en esa región

ocupada por la demencia

viven enemistados codo con codo,

odiándose mutuamente […].”

Tras la publicación de este poema, a Grass el Estado de Israel lo consideró persona non grata prohibiéndole la entrada a ese país.

Pero volviendo a aquella noche en el vestíbulo del Salón Literario en donde me la pasé conversando con esos lectores de los libros de Grass sobre diversos temas, Nicaragua entre uno de ellos, pasó lo que tenía que pasar: dar por terminada nuestra pequeña velada.

Mientras veía que la gente se iba poco a poco dispersando yo también decidí que ya era la hora de regresar a casa. Nunca voy a entender cómo y el por qué tomé el camino que tomé para salir del edificio: un laberinto de pasillos que me condujeron a una puerta trasera del edificio que daba a una calle oscura, angosta y solitaria. Al salir, vi a una señora mayor que sostenía de un brazo a un señor también bastante mayor, ambos se encaminaban con pasos lentos hacia un coche modesto que los estaba esperando. El señor al que la señora ayudaba a caminar era Günter Grass. Por un momento pensé en acercármele para pedirle que me firmara uno de los libros que había comprado en un pequeño puesto de venta en el vestíbulo del Salón Literario, pues salvo él, la señora, el chofer y yo, no había nadie más en esa calle húmeda por una lluvia tenue que parecía (o no) haber caído, pero al ver la dificultad con la que entraba en el coche y se acomodaba con la ayuda de la señora, no me pareció que fuera el momento correcto para hacerlo. Entonces me dije hacia mis adentros mientras veía el coche alejarse: “adiós, maestro”.

Cinco meses más tarde, en Managua entré a la página web de la embajada alemana para informarme sobre unos trámites que tenía que hacer y en letras mayúsculas leí: “Günter Grass ha muerto”.

Es precisamente en este episodio en el que he estado pensando durante estos días sombríos y tristes––desatados por el ataque terrorista de Hamás hacia Israel el pasado 7 de octubre y la respuesta inhumana del Gobierno Israelí contra Gaza y su población civil con el fin del primero de aniquilar a la milicia terrorista.

Nunca voy a justificar lo injustificable, porque cómo justificar los crímenes cometidos contra niños, mujeres, ancianos y demás seres humanos ese fatídico sábado que pasará a la historia como uno de los días más oscuros del mundo moderno, tal como lo conocemos. Pero tampoco voy a callar contra un armamento militar israelí desmesurado y pomposo en el peor de los sentidos, del que ya nos advertía Grass en su poema, capaz de desaparecer a los gazatíes de la faz de la Tierra si se lo permitieran. Porque no podemos engañarnos; no estamos solamente ante una de las guerras más crueles de la historia reciente sino también ante una limpieza étnica del pueblo palestino como ya lo ha advertido las Naciones Unidas. Así es que el asunto no es grave. Es gravísimo. Y esta limpieza étnica todos la estamos presenciando en vivo y directo—gracias a la digitalización de la comunicación. Lo que quiere decir que no podemos simplemente mirar hacia otro lado ni mucho menos ser “neutros” porque la historia nos juzgará. Porque de tomar esas posiciones de los bystanders (transeúntes) del nazismo, nos convertiremos simplemente en ellos. En los que presenciaron los horrores del Holocausto y no hicieron ni dijeron nada, por miedo, por cobardía, por apatía, vayan ustedes a saber las razones.

Sepan que la guerra del Gobierno Israelí contra Hamás es una guerra perdida. Ganarán la batalla, eso está claro, pues siendo las Fuerzas Armadas de Israel uno de los Ejércitos con mayores presupuestos militares del mundo (sólo el muro perimetal que divide Israel de la franja tuvo un costo de 950 millones de euros y sus misiles oscilan entre 95 y 150 mil euros cada uno, para dar una cifras mínimas), ni mucho menos faltaba. Pero es una guerra perdida porque aquí la gran verdad incómoda que la gran mayoría de los ciudadanos del mundo occidental no quiere ver es que los miembros de Hamás un día fueron muchachos gazatíes normales que crecieron en medio de la pobreza total, dependiendo de la caridad internacional para poder sobrevivir porque el Estado de Israel desde su fundación (1948) los fue arrinconando hasta encerrarlos en lo que se conoce como la mayor cárcel a cielo abierto, en un área de 365 kilómetros cuadrados con una población de 2.2 millones de habitantes, convirtiéndola en una de las regiones (sino) más densamente pobladas del planeta.

Al mismo tiempo que el arsenal armamentístico israelí iba creciendo, convirtiéndose en el gran monstruo que es hoy. De ahí que ante la desesperación y la carencia de perspectivas, sin ningún lugar a donde ir (pues los gazatíes no tienen ni pasaportes), a estos muchachos no les haya quedado otra alternativa que enrolarse en las filas de Hamás creando un círculo vicioso de violencia y muerte entre palestinos e israelíes de nunca terminar.

Se me salen las lágrimas al ver las imágenes en los noticieros y periódicos serios en formato digital de niños solos llorando y clamando por sus padres que acaban de morir al ser alcanzados por las bombas del monstruo del que he hablado, mientras huían hacia el sur como se los ordenó en un ultimátum las Fuerzas Armadas de Israel. Sepan ustedes que estos niños que se han quedado huérfanos un día llegarán a ser parte de Hamás u de otra célula terrorista futurística cuando crezcan porque en ellos ya se implantó la enfermedad del odio. Y sepan también que con esta invasión de las Fuerzas Armadas de Israel a Gaza, la solución de la creación de dos Estados ha sido enterrada para siempre.

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Natalia Cuadra Dumke

Natalia Cuadra Dumke

Profesora de Español en el Departamento de Lenguas y Literaturas Modernas de la Universidad de Mount Allison. Colaboradora con la revista alemana Hispanorama.

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