25 de diciembre 2017
En apenas dos horas se conocieron –y reconocieron– los resultados de las elecciones presidenciales chilenas. Enseguida el Presidente electo, Sebastián Piñera, habló ante una multitud congregada en el centro de Santiago. La televisión mostró a miles de personas convergiendo desde varios confines de esta extensa ciudad.
De esas manifestaciones variopintas retuve dos imágenes. Ambas podrían combinarse para explicar, en parte, la derrota de la izquierda y este triunfo de la derecha.
En la primera imagen, la televisión enfocó con insistencia un Mercedes Benz descapotable, último modelo, tripulado por una pareja jubilosa. Este auto lujoso relucía en aquella columna de automóviles más corrientes, pero todos embanderados.
En la segunda imagen, un periodista entrevistó fugazmente a un matrimonio con dos hijos pequeños. Llegaban en metro desde la populosa comuna de La Florida para celebrar al candidato ganador. Cuando el periodista les preguntó si militaban en algún partido, ella respondió con sencillez: “somos de clase media”.
La primera imagen confirmaría una creencia frecuente en sectores de la vieja izquierda y predominante en la nueva ultraizquierda del Frente Amplio (equivalente al Podemos de España). El derechismo sólo puede explicarse como una defensa egoísta de intereses económicos. Los derechistas pertenecen o sirven a esa minoría rica que disfruta de sus Mercedes ignorando las necesidades de una inmensa mayoría de a pie. “Los poderosos de siempre”, así los llamó el gobierno saliente en un video publicitario.
Sin embargo, es obvio que los propietarios de Mercedes suman una fracción ínfima de ese 54% del electorado que eligió a Piñera. Entonces ¿de dónde salió esa mayoría que votó por la derecha?
En Chile, la izquierda exaltada responde esa pregunta repitiendo una ofensa que ella misma puso de moda: aquellos que sin ser ricos votan a la derecha serían “fachos pobres” (fachos = fascistas). Un marxista clásico los habría definido como “proletarios alienados y desclasados”. Pero más gráfico fue el contramanifestante de izquierda que los llamó: “cuidadores de la mansión de los ricos”.
Tras la elección, durante un debate, un alcalde de militancia comunista elaboró más aquella creencia. Una senadora derechista argumentó que su ideal era aumentar la libertad de las personas. El alcalde respondió esa simpleza con otra semejante. Dijo que los pobres no son libres ya que, por ejemplo, ellos no pueden elegir que sus hijos estudien en los carísimos colegios de la elite santiaguina. La senadora derechista fue incapaz de refutar ese argumento demagógico.
Posiblemente, esa joven familia de reciente clase media que celebraba a Piñera sí habría sabido qué responder. Ellos no son arribistas. Seguramente, no ambicionan que sus hijos asistan a ese par de colegios elitistas y clasistas que mencionó el alcalde. Lo que ellos desearían es una reforma educacional bien hecha, centrada en la calidad, que les permita escoger colegios en un sistema público tan excelente que hasta los ricos deseen asistir a él.
Esa familia no es de proletarios alienados sino de pequeños propietarios. La “mansión” que cuidan no es ajena sino que es su propia modesta vivienda que pagan mensualmente con dificultad y orgullo. Aunque su auto no es un Mercedes probablemente lo preservan como si lo fuera. Sin duda, ellos desean una buena red de seguridad social, pero no les gustaría perder la propiedad de su cuenta de ahorros previsionales. Esa familia quiere una mejor distribución de la riqueza, pero entiende que para distribuirla antes hay que crearla. Prefieren reformas graduales antes que súbitas refundaciones.
Esa prudencia es típica de una pequeña burguesía naciente. Desean mantener el acceso a bienes materiales que se disfrutan por primera vez, a la vez que ambicionan mejorar su educación. Son materialistas e individualistas, sí; pero también sueñan con un país inclusivo que, más que tolerar, fomente la diversidad inagotable de las ambiciones personales.
La coalición de izquierda chilena perdió esta elección porque antes había perdido a muchas de esas familias de la vasta clase media emergida de la pobreza en los últimos treinta años de prosperidad. Tironeados por el extremismo juvenil y “podemita” del Frente Amplio, numerosos socialdemócratas y democratacristianos se avergonzaron de sus renovaciones ideológicas. Incluso los comunistas olvidaron la vieja lección de Lenin: el izquierdismo es “la enfermedad infantil” del comunismo.
Entonces el centro social y político quedó huérfano y la derecha supo ofrecerles un espacio y una acogida.
No era inevitable que ocurriera así. Esa familia que ahora votó por Piñera no le pertenece a la derecha ni a la izquierda. Ellos se pertenecen a sí mismos y a sus sueños. Lo más respetuoso sería aceptar que su auténtica militancia es la que exhibieron con orgullo cuando los entrevistaron: son de clase media.
Cuando la izquierda chilena deje de considerarlos “fachos pobres” y vuelva a respetarlos, quizás esas familias volverán a votar por ella.