
15 de mayo 2025
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Europa toda sufre una guerra de agresión, su economía ha declinado y el suministro de su energía depende del agresor
Imagen que muestra la bandera de la Unión Europea (UE). // EFE/ Patrick Seeger
En mayo de 2024, Emmanuel Macron se refirió al “triple riesgo existencial de Europa”: la amenaza a su seguridad, la precariedad de su economía y la fragilidad actual de su democracia; los tres en una relación de causalidad recíproca. Fue durante una disertación en La Sorbonne y en una entrevista que The Economist sintetizó como “la oscura y profética advertencia de Emmanuel Macron”.
Enrico Letta abordó los mismos temas en un libro de reciente publicación, Europa, última oportunidad. Ominoso desde el título, el texto insta a un enfoque multidimensional de la seguridad europea, no limitado a la defensa militar, sino que también incluya un sector financiero y de telecomunicaciones sólido. Subraya también la necesidad de lograr la independencia energética, fundamental a su vez para la seguridad y la robustez de la economía. Así, propone un mercado energético unificado y una mayor interconexión de infraestructuras entre los Estados miembros.
Tony Blair expresó preocupaciones similares en marzo de 2025. “Es muy claro que en la mitad de este siglo tendremos tres superpotencias: Estados Unidos, China y probablemente India. La cuestión para Europa es si somos capaces de sentarnos en esa mesa. Si no podemos sentarnos como iguales, los tres gigantes harán lo que quieran sin nosotros. Para ello es necesario una economía fuerte, especialmente en tecnología, uno de los grandes determinantes del éxito. Tendremos que tener capacidades militares. Y tendremos que tener cohesión política para ser capaces de sostener nuestras preferencias”.
Tres estadistas que coinciden en señalar la vulnerabilidad europea. La llegada de Trump a la Casa Blanca —con su caótico proteccionismo, la erosión de principios y alianzas históricas, y la contradictoria mezcla de una política exterior expansionista y aislacionista al mismo tiempo— sin duda ha aumentado la urgencia de Europa. No obstante, sus fragilidades son anteriores a enero de 2025.
Economía, energía y seguridad, entonces, vayamos en ese orden. La Unión Europea concentra el 18% del gasto de consumo global, comparado con el 28% de Estados Unidos. Quince años atrás eran equivalentes, 25% del total global cada uno. Desde la recesión de 2009, el crecimiento americano fue del 34% acumulado, mientras el de la Eurozona fue del 21% durante idéntico lapso. Ello es resultado de debilidades estructurales de la economía, especialmente un lento crecimiento de la productividad respecto a Estados Unidos y China, lo cual ha mermado su competitividad.
La inversión de la UE en investigación y desarrollo empalidece en comparación con la de EE. UU., lo que se traduce en baja innovación. Europa va a la zaga en inversión y crecimiento de capital intangible, vital para la adopción y difusión de nuevas tecnologías. Su creación y destrucción de empresas es lenta, desalentando el flujo de inversión hacia firmas más productivas. De ahí que, a pesar de contar con mayores niveles de apertura comercial, la UE atraiga menos inversión directa extranjera que EE. UU., impidiendo ello su acceso a conocimientos científicos de vanguardia.
En 1990, la productividad laboral europea era similar a la de EE. UU., con un valor de producción anual por trabajador que promediaba los 53 dólares por hora. Dicho indicador hoy muestra que la productividad laboral en EE. UU. es alrededor de 15 dólares más alta que en la UE. En consecuencia, desde la pandemia, los salarios han crecido un 6% en términos reales en Estados Unidos, mientras los europeos han caído un 3% durante el mismo periodo, también en términos reales. En parte ello también obedece a la preferencia por tiempo libre sobre ingreso entre muchos sindicatos.
A ambos lados de la ecuación, ingreso o tiempo, se refuerza la caída de la productividad agregada, todo lo cual complica el financiamiento de las prestaciones sociales. Se trate de las innegociables cinco-seis semanas de vacaciones anuales, que no existen en ninguna otra economía del planeta, o se trate de beneficios generosos y pensiones a edad temprana, el Talón de Aquiles del Estado de bienestar es su financiamiento. Si el sistema no es financiable con la tesorería, aumentará la deuda pública. Hace tiempo que Europa sostiene el consumo con deuda.
Ello constituye un pasivo para generaciones futuras; o sea, un conflicto distributivo intergeneracional. De eso tratan las crisis fiscales, exacerban el conflicto entre el presente y el futuro. Ocho de los diez países más felices del planeta están en Europa, según el World Population Review, el desafío es financiar esa felicidad hoy y sostenerla en el tiempo.
Así como las dificultades económicas no comenzaron en enero último con los aranceles de Trump, las amenazas a la autonomía y la seguridad energética tampoco empezaron en febrero de 2022 con la invasión de Rusia a Ucrania. La seguridad energética es seguridad y punto; principio fundamental de las relaciones internacionales que los líderes europeos parecen haber ignorado, al igual que las anteriores agresiones rusas. Nótese la cronología: en agosto de 2008 fuerzas rusas ingresaron en Georgia para apoyar a Osetia del Sur y Abjasia, fomentando el secesionismo de dichos enclaves étnicos; en febrero de 2014 Rusia invadió y anexó Crimea; y en abril de ese año ocupó el oriente ucraniano, la guerra del Donbás. En septiembre de 2015 se involucró en la guerra civil en Siria permitiendo la consolidación de al-Assad.
No obstante, la política exterior europea optó por la dependencia energética y un tibio apaciguamiento. Es el caso de Nord Stream, gasoducto inaugurado en noviembre de 2011, y los Acuerdos de Minsk, firmados en septiembre de 2014. Nord Stream otorgó a Rusia una extraordinaria capacidad para condicionar a Europa. Es incomprensible que no se haya recurrido a la energía producida por aliados, Noruega, el Reino Unido, o Canadá, entre otros. Minsk, a su vez, normalizó la presencia militar rusa en el Donbás.
Recién después de la invasión de febrero de 2022, Europa comenzó a entender que Ucrania es la primera trinchera de defensa, no la última, y que una victoria rusa allí significaría el fin de la seguridad para todos. Putin podría extender dicha agresión hacia sus vecinos, Moldova, Rumania y los Estados Bálticos entre ellos. Las opciones que se conversan hoy, sin embargo, no son necesariamente soluciones. Volver a plantear un esquema de seguridad exclusivamente europeo, antigua idea francesa que incluiría poner su infraestructura de defensa nuclear por fuera de OTAN, no sería suficiente para disuadir a Putin ni enfrentar a Rusia, pues tomaría mucho tiempo y enormes recursos actualizar y modernizar dichas capacidades. Además, es hacer lo que propone Trump, a quien de todas maneras no le alcanzarán cuatro años para desmantelar el Atlantismo, una configuración institucional que tiene más de ochenta.
El punto es robustecer OTAN, entonces, no debilitarlo. Europa debe seguir junto a Estados Unidos y Canadá, moraleja de los países bálticos y nórdicos. Pequeños y vulnerables frente a la amenaza de Rusia, han aumentado su gasto en defensa y profundizado su cooperación con OTAN. A Suecia y Finlandia —países con una centenaria tradición de neutralidad y ahora miembros plenos de la Alianza Atlántica— la idea de un nuevo arreglo de seguridad europeo por fuera de OTAN les resulta absurda.
El caso de Finlandia es particularmente aleccionador. La frontera más larga de OTAN con Rusia —de hecho, la duplicó— Helsinki ha planificado una economía de guerra con equipamiento militar, municiones y alimentos en depósitos fuera del país desde antes de la guerra de Ucrania. Es que la hipótesis de un ataque ruso es más que plausible, se remonta a la guerra de 1939-40. Por ello el país posee un nivel de preparación sin paralelo. Sus reservas de combustible y granos llegan a seis meses; sus refugios antiaéreos alcanzan para toda la población; tiene la más alta cantidad de artillería de Europa; y un tercio de su población adulta son reservistas.
Europa toda sufre una guerra de agresión, su economía ha declinado y el suministro de su energía depende del agresor; es paradójico por decir lo menos. La experiencia de los países bálticos debería ser el espejo donde mirarse. El otro debería ser el propio arreglo institucional que fue garantía de seguridad, libertad y prosperidad: la Alianza Transatlántica y la Unión Europea. Se olvida que esa ha sido la más formidable construcción política de la historia, la cual terminó con las incesantes guerras dentro de Europa y aseguró la victoria del capitalismo democrático sobre la tiranía soviética.
Aquel arreglo institucional se construyó con el sacrificio de las generaciones anteriores, quienes se sobrepusieron a totalitarismos, guerras, genocidios y depresiones económicas. Esa es la lección más importante para los líderes de hoy, para que la paz, la democracia y el bienestar no se den por sentados. Es que nunca lo son. Europa está en la encrucijada, por cierto, sería autoindulgente pensar que tan sólo se trata del desdén de Donald Trump.
*Este artículo se publicó originalmente en ABC de España.
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Académico argentino. Actualmente es profesor en el Centro de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Georgetown. Es autor de varios libros y articulista de opinión en diferentes medios.
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