15 de noviembre 2018
En el período que se conoce como la Edad Dorada de la Civilización romana, Octavio, sobrino-nieto y heredero de Julio César, quien recibió del Senado el título de Augustus y pasó a la posteridad con el nombre de Augusto, fue sumando competencias militares, políticas y religiosas, hasta que su poder se asemejó al de un rey. Augusto defendía principios republicanos pero, después de un reinado de 41 años, la tentación de nombrar sucesor se le hizo irresistible. Su mujer, Livia Drusila, con gran influencia en él, tenía aún más clara la conveniencia de mantener esa monarquía de facto, pues había parido dos hijos varones, Druso y Tiberio, de un matrimonio anterior, y aspiraba a que sucedieran al emperador. Augusto no tenía hijo varón, pero sí a Julia, que le dio tres nietos: Cayo, Lucio y Agripa Póstumo.
La sucesión de tragedias que sucedieron a la descendencia directa de Augusto fue demasiado terrible como para considerarlas fruto de la casualidad. Un primer candidato a sucederle en el trono fue Marcelo, sobrino suyo que se casó con su hija Julia, pero murió inesperadamente. Julia se casó entonces con Agripa, quien también falleció al poco tiempo. Y murieron muy jóvenes, de modo imprevisto, Cayo y Lucio, los nietos mayores de Augusto.
Julia se casó entonces con Tiberio, hijo de Livia. Sin más donde elegir, Augusto adoptó a Tiberio y a Agripa Póstumo, el tercer varón de Julia. Y de nuevo una desgracia ocurrió a ese tercer nieto de Augusto: fue acusado de conspiración y condenado a muerte. De modo que, sólo Tiberio, el hijo de Livia, quedó para continuar el reinado de Augusto.
Estos lances, sospechas e intrigas inspiraron Yo, Claudio, la fascinante novela de Robert Graves, un inglés estudioso del mundo clásico que eligió la isla de Mallorca para escribir sus obras. Graves presenta a Livia como ambiciosa y manipuladora, capaz de hacer lo que fuese para lograr tres objetivos: mantenerse en el poder; pasar a la posteridad y que la herencia del trono recayese en su descendencia. Logró todos. Fue inmortalizada por los mejores escultores de Roma, declarada divinidad y dos mil años después protagonizó una famosa novela; su hijo Tiberio sucedió a Augusto; Calígula, un bisnieto de Livia -sí, el que nombró senador a su caballo Incitato- a Tiberio. Y Claudio, un nieto de Livia, a Calígula.
Y aquí tenemos un primer paralelismo entre Rosario Murillo, la Chayo, como la conocen en Nicaragua, y Livia Drusila: La Chayo, esposa de Daniel Ortega, también ambicionaba poder. Y bien que lo logró: ha llegado a ser la vicepresidenta de Nicaragua y es la sucesora de Ortega si a éste le ocurriese algo. Su numerosa prole con Daniel, ocho vástagos -sin contar Zoila América-, ocupa puestos de gran responsabilidad en las empresas familiares y en el propio Estado. Por ejemplo, Juan Carlos Ortega Murillo es el director el Canal 8 de televisión, uno de los cinco que controla la familia, comprados con los fondos de la cooperación petrolera venezolana; Maurice y Carlos Enrique están a cargo de los canales 13 y 4; Rafael asistía con rango de ministro a las cumbres con Venezuela y el ALBA; y Laureano era el encargado de las relaciones con Wang Jing, el empresario chino interesado en el Canal interoceánico. El intento de Murillo de crear una dinastía que gobernase Nicaragua durante muchos lustros iba, sin duda, por buen camino.
Un segundo paralelismo de Chayo con Livia lo encontramos en su carácter rencoroso y vengativo, relacionado con su endiosamiento y soberbia. Livia se enemistó con su hijo Tiberio cuando ya era emperador, porque no le prestaba suficiente atención. Y esto fue lo que hizo -cuenta Graves- para que nadie se olvidase de quien era ella: invitó a un día de diversiones a todas las damas de la nobleza de Roma y, al terminar la jornada, ofreció una lectura de cartas de Augusto quien, ya fallecido, se había convertido en una deidad por decisión del Senado. De una de ellas leyó: “Si no creyese que cuando yo muera, él (Tiberio) será orientado por ti en todos los asuntos de Estado… juro que ahora mismo lo desheredaría y pediría al Senado que anulase todos los títulos de honor. Ese hombre es un animal y necesita guardianes”. Livia comentaría: “Roma ha sido lo bastante desagradecida como para permitir que el bribón de mi hijo me arrincone. A mí, a la reina quizá más grande que ha conocido el mundo”.
¿No recuerda a la Chayo, despechada y enojada con esos seres minúsculos, delincuentes, vandálicos, diabólicos, desagradecidos, que osaron rebelarse contra ella y contra Daniel, quienes tanto se preocuparon por su bienestar? Su furia, su ira contra un pueblo desarmado y su insensibilidad ante el dolor ajeno, fue digna de Júpiter: la represión desatada a través de la policía y los paramilitares sumó en cinco meses más de cuatrocientos muertos, más de dos mil heridos, más de quinientos presos que permanecen encarcelados, más de treinta mil personas huidas, la mayoría refugiadas en Costa Rica… y, por si fuera poco, provocó una crisis económica descomunal, que ha dejado sin empleo a más de trescientas mil personas.
Livia quería ser una diosa y que se le dedicara un templo. Si Augusto había sido proclamado divinidad, ella también debía serlo. Y había otra razón. Dice Livia a Claudio, según Graves: “Para mantener el Imperio libre de facciones, tuve que cometer muchos crímenes”. Y confiesa, cuando ya había cumplido más de ochenta años, que había mandado eliminar a Marcelo, a Cayo, a Lucio y a Agripa. A todos los hombres que se interponían en sus deseos sucesorios para sus hijos. Y también, que había envenenado a su primer marido. Livia corría el peligro de que, a su muerte, su alma quedase condenada a vagar por el averno. Pero si se la convertía en diosa, ese riesgo quedaba conjurado. Los dioses no van al infierno.
En los tiempos actuales no se utiliza el veneno, pero a Murillo no le han faltado escrúpulos para deshacerse de todas aquellas personas cercanas a Ortega que pudieran disputarle en algún momento la sucesión. Es el caso de Nicho Marenco, quien fue alcalde de Managua y abrió relaciones con la Venezuela de Chávez; el de Lenin Cerna, otrora poderoso responsable de la seguridad del Estado y secretario de organización del FSLN por largo tiempo; y, posiblemente, el de Bayardo Arce, asesor económico del presidente, todos condenados ahora al ostracismo. La Chayo es capaz de todo, y ya había antecedentes, como su porfiada persecución al padre Ernesto Cardenal, ministro de cultura en los 80, ahora nonagenario, por ocupar un puesto que ambicionaba para ella. En cuanto se aupó al poder con Daniel en 2007, a Cardenal le hicieron mil trapacerías, incluyendo un intento de privarlo de su casa y una condena judicial por injurias. Eduardo Galeano escribió: “Toda mi solidaridad para Ernesto Cardenal, gran poeta, espléndida persona, hermano mío del alma, contra esta infame condena de un juez infame al servicio de un infame gobierno”. Esa era la opinión que merecía a Galeano el poder de La Chayo y de Ortega, para conocimiento de alguna izquierda dogmática y antediluviana que no se quiere enterar de lo que sucede en Nicaragua.
Y sobre el endiosamiento de Murillo y su deseo de pasar a la posteridad, ¿qué mejor prueba que los chayopalos, esos ostentosos árboles de metal plantados por todas las avenidas de Managua, símbolos de su poder? La revuelta popular tumbó unos cuantos y la primera obra del gobierno, una vez recuperado el control de las calles, fue su reposición. Murillo, por encima de todo, necesita demostrar su fuerza, su control de la situación.
La Chayo repudió a su propia hija, Zoilamérica Narváez, cuando denunció a Ortega por los abusos sexuales cometidos desde que tenía doce años. Y la emprendió contra las organizaciones feministas, entre otras cosas por respaldar a su hija: “Las mujeres feministas son parte de la causa del mal, son resentidas y frustradas por naturaleza pues odian al hombre y a quien decida ser madre, pues están en contra de la familia y de Dios”. Ahí llegó hasta donde no había llegado Livia, pues los frutos de su vientre eran sagrados. Pero para Chayo fue la gran oportunidad: protegió a Daniel atacando a su propia hija; la recompensa tendría que ser enorme. La falta de sentimientos humanos, la amenaza, el abuso, siempre presentes.
Rosario Murillo y Livia Drusila, ambas poderosas, ambiciosas, controladoras, endiosadas, manipuladoras, soberbias, sin escrúpulos, vengativas, rencorosas; ambas con deseos de pasar a la posteridad, ambas insensibles ante el dolor ajeno. Entonces, ¿en qué se diferencian? Bueno, Livia quiso ser divinizada y tener un templo y la Chayo, que se sepa, no. Pero, entonces, ella que se confiesa cristiana, ¿en qué piensa para evitar que su alma vague eternamente por los infiernos? No parece probable que se haga construir un pequeño altar con su imagen al lado de Minguito, el patrón de Managua, para que sus fieles la puedan adorar. Si su cristianismo no fuera una pose, lo más efectivo sería que pidiese perdón al pueblo de Nicaragua por los crímenes cometidos y que utilizase su influencia con Ortega para que convoque elecciones cuanto antes. A continuación, que ambos renuncien a sus cargos y que se vayan bien lejos, a buscar la paz de su espíritu a miles de kilómetros de Managua.
Que nadie caiga en el recurso fácil de señalar a la mujer de Ortega como la “malvada”, la culpable de todos los crímenes, y en absolverlo a él. Es cierto que a Murillo nada se le escapa, ni en la administración del Estado, el FSLN, la Juventud Sandinista, las alcaldías o los medios de comunicación. Ella misma aparece diariamente en televisión y ejerce como portavoz del Gobierno. Pero los responsables de los sucesos trágicos vividos en Nicaragua son ambos. Ortega y Murillo, “tanto monta, monta tanto”. Daniel proclamó que el 50% del poder lo compartiría con su esposa y la designó vicepresidenta. Esta era la recompensa a cambio del sacrificio de Zoilamérica. Murillo es tan culpable como Ortega. Ni más, ni menos. Al 50%.