26 de noviembre 2016
Me he preguntado con insistencia que hubiese pasado en las elecciones en Estados Unidos si Hillary hubiese sido un hombre, y la respuesta que me doy de inmediato es que hubiese ganado ampliamente. Dicho en otras palabras, de los múltiples aspectos que influyeron en su derrota el más determinante fue el triunfo del discurso machista de su contendiente, en una sociedad mucho más ávida de reivindicar los viejos roles de género que lo que se pueda apreciar a simple vista.
La elecciones en Estados Unidos se dieron en el contexto de una profunda pero no admitida crisis en el machismo tradicional, de la irrupción en las últimas décadas de millones de mujeres en la vida laboral y pública en el mismo momento histórico en que millones de hombres han perdido empleo o ingresos, lo que ha trastocado su rol como trabajadores y proveedores del sostén familiar.
Claro que la otra competencia para el trabajador norteamericano han sido los migrantes, pero nada hay más humillante para el jefe de familia acostumbrado a mandar y administrar los recursos, que perder su principal fuente de poder y ver a su histórica subordinada adquirirlo y empezar a tomar las decisiones económicas en la familia.
Este cambio en las relaciones de poder sin un correspondiente cambio en las mentalidades es la principal razón del auge de las múltiples formas de violencia que nos aquejan, desde el feminicidio, que no por casualidad es tan alto en las zonas donde se aglomeran las zonas francas (donde la principal fuerza de trabajo es femenina), pasando por el maltrato y abuso a hacia la niñez, chivo expiatorio de tanta frustración y desaliento en los hogares, hasta la violencia de pandillas en las que los hombres restituyen poder midiendo fuerzas con otros y mejorando ingresos con las actividades ilícitas y del crimen, que han hecho crecer una enorme economía “negra” que mueve inmensos capitales.
Claramente el mundo masculino no ha digerido los cambios de género que han alterado milenios de un orden familiar basado en el trabajo masculino, en gran medida porque han sido cambios alentados por políticas económicas que requieren una masiva inserción de las mujeres en el ámbito laboral, sin que se haya desarrollado simultáneamente un proceso educativo y cultural que fomente un adecuado cambio en las mentalidades patriarcales.
Un obstáculo para ello ha sido la creencia ampliamente extendida de que “la liberación femenina” beneficia a las mujeres en detrimento de los hombres, lo que ha ocultado el hecho no tan evidente pero incuestionable, de que los mandatos patriarcales son inmensamente destructivos también para los hombres. Consideremos que en el mundo el 85 por ciento de los homicidios son cometidos por hombres, y que en Centroamérica de diez asesinatos nueve son cometidos por hombres contra hombres. Una crianza y publicidad tradicionales, que reafirman una y otra vez esa masculinidad condicionada al comportamiento agresivo al tiempo que se dispara la desocupación masculina, es claramente una combinación explosiva, y no debería sorprendernos que hoy día el simple hecho de nacer hombre sea un peligro y aún más, el principal factor de riesgo para la vida en general.
El mundo patriarcal está respondiendo con inmensa agresividad a esos cambios no digeridos en las relaciones de poder, y esa agresividad se manifiesta en una multiplicidad de formas y en escenarios aparentemente distantes, pero con una raíz común: la ira hacia algo incomprensible y amenazante, y el anhelo de retornar por buenas o malas al incuestionable dominio masculino.
Vistas así las cosas podríamos establecer algunos paralelos, por ejemplo, entre el éxito de Donald Trump y la diseminación tan rápida del Estado Islámico: El primero encarnando el sentir de millones de hombres estadounidenses afectados por la pérdida de poder económico y el segundo acogiendo la ira y frustración de otros tantos millones de hombres que en el mundo oriental no han aceptado que sus mujeres se quiten la burka, vayan a la escuela y a la universidad, o salgan de sus hogares a trabajar.
Más allá de los numerosos factores que explican el auge del pensamiento retrógrado, tales como las migraciones que en Estados Unidos o Europa hacen sentirse amenazados a los trabajadores locales, o los factores geopolíticos en el Medio Oriente, veo prevalecer por todas partes una silenciosa lucha de género que se escenifica en millones de hogares y se proyecta desde allí a calles, comunidades, escuelas, empresas, instituciones, partidos políticos y a la vida pública en general.
Quizás los rasgos personales de Hillary también influyesen algo en su derrota, quizás no le ayudó aparecer disputando el poder de Donald Trump de una manera tan racional y masculina. Pero a fin de cuenta para ese electorado de pensamiento arcaico, masculino o femenino, ella era el símbolo de todas esas “otras” que amenazan o han desplazado el poder masculino en la familia, y era difícil que esa masa de hombres (y mujeres) frustrados la hubiese apoyado. Donald Trump reinvindicaba el callado y furioso anhelo de tantos hombres del retorno de las mujeres a la escoba y a la cama.