Andrés Velasco / Daniel Brieba
18 de septiembre 2024
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El patriotismo es —y debe ser— un componente esencial de la política liberal y progresista.
La vicepresidenta y candidata demócrata a la presidencia de EE. UU., Kamala Harris, participa en un acto de campaña en Bojangles Arena en Charlotte, Carolina del Norte. Foto: EFE
Al aceptar la nominación en la Convención Nacional del Partido Demócrata, detrás de Kamala Harris no había una sino seis banderas estadounidenses, enarboladas en astas doradas que lucían un águila calva en el tope. Cuando Harris terminó su discurso, descendieron del cielo raso globos blancos, rojos y azules, junto con estrellas de papel. La estética parecía más kitsch de la Torre de Trump que vanguardia de San Francisco.
Su discurso también fue a la antigua: ser estadounidense es “el mayor privilegio de la Tierra” porque “en este país, todo es posible (y) nada está fuera de alcance”. Donde quiera que vaya, afirmó la recién nombrada candidata, conoce gente que está lista para “el próximo paso en el increíble viaje que es Estados Unidos”.
“Con Kamala Harris, es cool que los liberales vuelvan a ser patriotas”, pregonó un titular del Huffington Post, en lo que resulta un buen resumen.
Desde luego que el patriotismo de Harris no es enteramente nuevo para un Demócrata. Al expresidente Barack Obama le gusta contar la historia de un niño con un nombre inesperado (el propio), hijo de un inmigrante keniano y una estadounidense del Medio Oeste, quien, después de criarse en Indonesia y Hawái, llegó a ser presidente. “Sólo en Estados Unidos (Only in America)”, solía ser su conclusión, la que también es el título de una canción de música country, favorita de los Republicanos.
Lo que es novedoso es vender el patriotismo a un partido que ha cambiado, algunos de cuyos líderes más prominentes, como la diputada Alexandria Ocasio-Cortes, probablemente no creen que Estados Unidos represente el pináculo del bien del mundo. De hecho, el mayor temor durante la convención eran las protestas contra el apoyo estadounidense a Israel en la guerra de Gaza. También es novedoso que un Demócrata prometa un tipo de patriotismo tan bélico: “Como comandante en jefe”, afirmó Harris, “voy a asegurar que Estados Unidos siempre tenga la fuerza de combate más fuerte, más letal del mundo”.
Pero novedoso o no, el patriotismo de Kamala Harris es lo correcto en el momento correcto. Más allá del exceso de dorado y la retórica exagerada, para ganar una elección se requiere una dosis saludable patriotismo, en Estados Unidos o donde sea. El patriotismo es —y debe ser— un componente esencial de la política liberal y progresista.
Enfatizar el amor a la patria es, antes que nada, una táctica inteligente, porque Harris no será presidente de Estados Unidos si no logra cautivar a las decenas de miles de hombres blancos de clase obrera en estados como Michigan, Pennsylvania y Wisconsin, que hace cuatro años votaron por Joe Biden, pero que anteriormente habían votado por los republicanos y que este año podrían sentir la tentación de apoyar a Trump. A esos votantes el pacifismo o los desayunos de avena orgánica propios de Berkeley no los convocan, pero sí los globos tricolores y las águilas doradas.
La retórica patriótica también resulta ser inteligente porque un truismo de las campañas electorales es que quien logre apoderarse del manto de la esperanza y del futuro, gana la elección. Trump ha enfatizado fatalidad y pesimismo. Para él, Estados Unidos es una nación en declive, arrollada por los inmigrantes e incapaz de ser respetada en el exterior. Harris y su compañero de fórmula, el gobernador del estado de Minnesota, Tim Walz, han hecho lo contrario: enfatizan las oportunidades que Estados Unidos ofrece. Walz narró a la convención, con voz temblorosa, que cuando nació su primera hija después de una serie de tratamientos contra la infertilidad, él y su señora decidieron llamarla Hope (Esperanza).
El filósofo político de la Universidad de Oxford, David Miller, señala que el “patriotismo liberal” puede sonar como algo semejante a un “rottweiler amistoso”: incongruente, en el mejor de los casos, y completamente contradictorio, en el peor. Pero no hay contradicción alguna. Por el contrario: Miller y otros han construido un convincente argumento filosófico a favor de la versión liberal del patriotismo.
El liberalismo parte de la idea de que todos los seres humanos, sean quienes sean y vivan donde vivan, tienen el mismo valor moral. Sin embargo, a partir de la afirmación que todo individuo merece dignidad y respeto, no se desprende que lo que debemos a todos los demás es exactamente lo mismo, cualquiera que sea el pasaporte que porten.
Las naciones-Estado son producto del esfuerzo sostenido de personas que trabajan juntas para lograr una vida mejor —un “sistema justo de cooperación”, lo llamó el filósofo John Rawls—. Es decir, la nacionalidad conlleva un componente ético, y engendra deberes de reciprocidad hacia nuestros connacionales que son diferentes y más amplios que las obligaciones que tenemos hacia los seres humanos en general.
No maltratar a nadie es una obligación que tenemos con toda la humanidad, pero sólo hacia nuestros connacionales tenemos la obligación de contribuir, a través del pago de impuestos, al cuidado de su salud (por ejemplo), y ellos tienen la misma obligación hacia nosotros. Por esto, no hay nada de iliberal en el patriotismo.
Ahora bien, no todos los tipos de patriotismo son iguales. “Estoy con mi país, tenga o no la razón”, no es una afirmación propia del patriotismo liberal. Tampoco lo son los cánticos de “sangre y tierra” entonados por los nacionalistas y los supremacistas blancos que Donald Trump en su momento describió como “muy buena gente”. Para que sea liberal, el patriotismo precisa superar tres pruebas.
La primera es que debe suponer amor a la patria en lugar de odio hacia otras naciones. Como dijo George Orwell, “para mí, el patriotismo es la devoción a un lugar y a un modo de vida en particular que creemos es el mejor del mundo, pero que no deseamos imponer a nadie”. Los psicólogos sociales argumentan lo mismo: así como el amor a mis amigos no significa que tengo que odiar o hacer daño a quienes no son mis amigos, el amor a mi grupo no exige ni implica aversión a otros grupos.
Harris está en la misma onda que Orwell y la psicología moderna. En su discurso empleó la palabra amor ocho veces, dos de ellas en relación a su país (una más de las veces que le expresó amor a su marido).
La segunda condición es que la pertenencia a una nación debe estar determinada por la ciudadanía —un criterio institucional— y no por el color de la piel, la religión, ni el número de generaciones que los ancestros de una persona hayan trabajado la tierra del país en cuestión. Harris es la personificación de este principio: la hija de un padre jamaicano y una madre de la India es igual de estadounidense que los descendientes blancos, anglosajones y protestantes de quienes arribaron en el Mayflower.
La tercera prueba es que en una nación-Estado que practica el patriotismo liberal, las identidades nacionales involucran valores compartidos —estar a favor de “la libertad, la oportunidad, la compasión, la dignidad, la justicia y las infinitas posibilidades” es lo que significa ser estadounidense según Harris—. Pero este es sólo uno de los aspectos que constituyen a una persona. Más allá de los valores compartidos prevalecen las identidades individuales. Los estadounidenses pueden ser piadosos o ateos, gays o heterosexuales, carnívoros o vegetarianos, devotos de cualquier deporte, manifestación del arte o práctica cultural que deseen. La candidata tiene muy claro este punto. En su discurso pronunció la palabra libertad incluso con mayor frecuencia que amor —11 veces— entre ellas, la afirmación que uno de esos valores compartidos es la “libertad para amar a quien se ame abiertamente y con orgullo”.
¿Será suficiente todo esto para lograr el triunfo en noviembre? Otra virtud liberal —el escepticismo cauto— sugiere que no podemos estar seguros. No obstante, los liberales del mundo deberían tomar nota: si han de contrarrestar el nacionalismo tóxico de los populistas, tendrán que desplegar un tipo de patriotismo que supere las tres pruebas del ideario liberal.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.
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Economista, académico, consultor y político chileno. Fue ministro de Hacienda durante todo el primer gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010). Es director de Proyectos del Grupo de Trabajo del G30 sobre América Latina y Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science. Sus textos son traducidos por Ana María Velasco.
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