14 de enero 2025

Nicaragua, una dictadura conyugal

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Principal reto del exilado es encontrar y cultivar redes de resistencia en Nicaragua, trabajar con la gente y medir deterioro gradual de la dictadura
Bandera de Nicaragua. // Foto: Archivo | CONFIDENCIAL
La libertad es la decisión personal de actuar a juicio propio y un acto de vida cuyo límite es tolerar la autodeterminación del otro. Cuando el otro son muchos y todos queremos tener propiedad de esa motivación de decidir lo que queremos o deseamos, el consenso colectivo generalmente concuerda con normas que mantengan un balance en la suma de decisiones sin infringir sobre ningún otro. De eso se trata la democracia liberal.
Pero la restricción de libertades, o la imposición de la voluntad de uno sobre otros, que incluye la expulsión de personas, actores políticos o sociales, elimina esa democracia. La migración ha sido una respuesta de mucha gente de irse de su país frente a las restricciones a su libertad, la privación de oportunidades, y en algunos casos ocurre por la fuerza misma de un Estado sobre su población. Ahí es donde surge el exilio político de esa privación de libertad, de la expulsión. Sin embargo, con la fuerza necesaria, el exilio también es una motivación para recuperar la libertad.
A diferencia del acto de migrar, el exilio político es una condición en la que un actor político salió huyendo de la represión o fue expulsado a la fuerza y logra refugio o asilo fuera de su lugar natal. El exilio es consecuencia de la experiencia política, y trae consigo el trauma de la violación humana con un destierro que te obliga a hacer grandes sacrificios para salir adelante.
En la mayoría de los casos el exilio se convierte en una condición permanente que hace resignificar tu identidad de manera que uno trata de adaptarse en su destierro para continuar la lucha política, asignándose un estatus anacrónico de temporalidad.
Para el exilado, el pasado no es un momento que deja de existir en el presente sino más bien es una etapa temporal de continuidad de la lucha política por restaurar un status quo en la agenda de resistencia. El presente y el pasado coexisten incómodamente (dialécticamente, dirían unos) en una especie de negación y afirmación paralela en que lo que cambia es la ubicación geográfica, pero que para salir del exilio hay que construir un futuro apoyado en la continuidad de la lucha política asumiendo un statu quo ante del líder. Esta condición parece contradecir el presente, sin embargo, es la forma de negociar la autoestima. El resultado es que el orgullo primordial de un líder en muchos casos prevalece sobre el cálculo político de resistencia entre aquellos que fueron expulsados promoviendo su imagen como parte de la continuidad de su trayectoria, como si nada ha cambiado. Cantan a una audiencia que predominantemente vive y los acompaña en la nostalgia, el ‘saudade’, del pasado, “sigo siendo el rey”. Pocos se lo creen, especialmente aquellos en Nicaragua.
Y es que el exilado piensa que romper con el pasado no es opción porque eso significaría rendirse y aceptar derrota frente al opresor y consigo mismo. Entre la búsqueda de continuidad está su reclamo al liderazgo, al statu quo del pasado como parte del presente, el premio por el tranque que montó, por el voto que se ganó hace seis años.
Pero frente a esta situación se agregan miles de obstáculos inherentes a la resistencia desde afuera. Por ejemplo, la condición material y legal de la persona en exilio es una gran limitante, también está la dificultad de mantener activa la relación con redes ciudadanas dentro del país, de estar informado de lo que pasa, de mantener motivados a los grupos y miembros, de tener capacidad de obtener recursos para la causa, de tener perspectiva política sobre los métodos de lucha, del resultado final, del tipo de alianzas y de ser honesto en su evaluación de la situación, de no mentir y alardear: “tenemos presencia territorial”.
Históricamente, la trayectoria del exilio data de milenios. Desde la época de la expulsión de Judíos a Babilonia, la antigua Grecia hasta el presente, la expulsión ha sido un método de control político de parte de los déspotas. Sin embargo, hay cambios, nada es estático en relación con el exilio.
A partir del siglo XXI y con la ola dictatorial que se conforma desde los últimos treinta años, la complejidad social y política ha tornado el trabajo del exilio más difícil que en otros tiempos. La atención mundial y social se ha esparcido, la definición de una agenda de resistencia es inconclusa, el exilado político no es un personaje homogéneo, la diáspora (literalmente, los migrantes que se dispersan por todo el mundo) está menos comprometida con la lucha política y el retorno a la tierra natal, y los regímenes autoritarios del siglo XXI manejan muchas más tácticas que la cárcel y la violencia para mantenerse en el poder y han logrado minimizar el impacto de la presión externa. Tanto así que con su desinformación y censura hasta intentan borrar de la historia la presencia misma del exilado.
Estas dinámicas complican el trabajo en el exilio y es palpable verlo en la debilidad de los movimientos políticos que operan en las más de 40 dictaduras en el mundo—la clase política en el exilio exhibe poca capacidad movilizadora sea en Cuba, Venezuela, Nicaragua, Belarus, Haití, Uzbequistán, Yemen, Siria, Sudán, Congo e incluso Nigeria.
¿Está condenado el exilio al fracaso? ¿Será imposible el retorno? ¿Cómo transformar positivamente el exilio en forma de vida y resistencia sin su auto-referencia? La paradoja del exilio es que esa contradicción funciona como una prisión, uno se siente atrapado entre el pasado y la imposibilidad que el presente pone de ejercer presión y cambio.
El punto de partida para liberarse de esa prisión está en transformar el exilio, prestando las palabras de Said y Sklar, en un “sujeto político”, el cual considera que defender la identidad nacional y la democracia son una obligación y lealtad a la tierra de origen. Esto requiere de tomar tres grandes decisiones, primero, cortar con el pasado, aceptar la derrota de una batalla desigual; segundo, apoyar el cambio democrático desde adentro, no desde afuera, desprenderse del “yo fui líder,” tercero, apostarle al migrante de la calle a transformarse en diáspora. Crear el encuentro entre el exilio y la diáspora a través de la política democrática.
Aceptar la derrota es una reflexión dolorosa pero necesaria. El migrante económico sabe bien de esas derrotas cuando decide irse de su país por necesidad ya que desde su lugar de origen no puede cuidar de su hogar y reconoce que no hay una fecha fija para el retorno. Al migrante político le cuesta hacer a un lado la ilusión de la impermanencia, prefiere continuar en la negación y creer que su retorno está cerca, “Volveré pronto, no me quedo mucho acá. Ya van a caer y volveremos triunfantes”.
Sin embargo, ese corte y aceptación es saludable, te permite empezar tu vida con lo que tenés, con realismo, pero con certidumbre que con lo que uno cuenta, no importa lo poco que esto sea, se puede hacer algo positivo. Implica también aprender cosas nuevas, abandonar lo tóxico del pasado, abrazar el reto del trabajo democrático por encima del privilegio heredado en el pasado.
Aquellos que están dispuestos a sacrificar sus energías, tiempo, y recursos para continuar la lucha política empezando desde cero, necesitan adoptar un rol funcional, no de vanguardia, sino de apoyo a los que luchan en el interior del país; de promover la resistencia dentro del país. La soberbia del dirigente en el exilio de decir “pero es que en Nicaragua no hay nada, todo está destruido, no hay redes, no hay liderazgo, sólo nosotros tenemos más posibilidad de liderar desde afuera” es un acto atrevido que insulta a los que están adentro haciendo lo que pueden. De hecho, refleja qué tan lejos están del pueblo cuando hablan así.
También implica reconocer que, dentro de la inercia política de una dictadura, la urgencia es el principal enemigo del movimiento opositor porque un régimen tiene más control del presente, pero sus propias contradicciones lo van debilitando en el tiempo. El principal reto del exilado está en encontrar y cultivar las redes de resistencia en Nicaragua y trabajar con los tiempos de la gente y medir el deterioro gradual de la dictadura, para prepararse y anticipar sus momentos de debilidad. La preparación, además, permite acortar tiempos.
El migrante de la calle, el irregular, el ilegal, el que está tratando de conseguir asilo, es el principal constituyente del exilio político. Ellos son trabajadores de escasos recursos, cuya necesidad no solo es material, pero también tiene un hambre emocional por llenar el vacío de la salida. En países democráticos o menos difíciles, no como Nicaragua, el migrante se organiza en grupos de pueblos de oriundos para recoger fondos para su comunidad y así continuar alimentando su capital social.
En dictaduras, la organización es más complicada, es conflictiva, emocionalmente agresiva y la gente promedio no quiere meterse con esos grupos. El exilado que quiera continuar la lucha tiene la tarea de mantener un vínculo con esa comunidad, alimentar su espíritu transnacional, informarlo y formarlo sobre lo que ocurre, mientras apoya su integración en el nuevo país. Hacerlo políticamente activo. Lo invita a participar como diáspora comprometida para ser un agente democrático.
Ser diáspora incluye varias cosas, la dispersión geográfica es solo la parte ‘física’. El que no es exilado, pero es migrante se llega a transformar políticamente en diáspora cuando interioriza su experiencia propia de dispersión con su compromiso de mantenerse activo transnacionalmente para con el país huésped y de origen e incorpora esa realidad como forma de vida (política, social) dentro de su identidad. Es una forma de mantener un ‘patriotismo vivo’.
La comunidad migrante de Nicaragua en general aun no es diáspora en el sentido político, es decir, no han internalizado esa experiencia de la dispersión en su identidad y aun no se mantienen activamente implicados con su país, más allá del envío de dinero. Esto requiere de apoyo, guía, y el exilado político honesto tiene una obligación en sus manos. La diasporización crea una conciencia política importante que le da más peso al migrante como movimiento transnacional y lo hace más fuerte para resolver sus necesidades—construir democracia en la patria de origen es una. El que está en el exilio puede encontrarse con el migrante para apoyarlo en asumir lo diaspórico de su identidad y llenar ese apetito emocional.
Aunque el pasado es real y doloroso, no hay mesianismo en el exilio.
El imaginario político puede adaptarse al presente en su ámbito personal y nacional, y convertirse en un sujeto político, de liberación que facilite la vanguardia democrática y la diáspora nicaragüense. Es una obligación y compromiso de lealtad con la patria.
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Politólogo nicaragüense. Director del programa de Migración, Remesas y Desarrollo de Diálogo Interamericano. Tiene una maestría en Administración Pública y Estudios Latinoamericanos, y es licenciado en Relaciones Internacionales. También, es miembro principal del Centro para el Desarrollo Internacional de la Universidad de Harvard, presidente de Centroamérica y el Caribe en el Instituto del Servicio Exterior de EE. UU. e investigador principal del Instituto para el Estudio de la Migración Internacional en la Universidad de Georgetown.
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