26 de enero 2022
Conforme aumenta la temperatura en el conflicto ucraniano, la opinión pública y las redes sociales, con su tendencia natural al maniqueísmo, reducen la disputa a dos potencias, Estados Unidos y Rusia, y llaman a sus audiencias a apostar a la razón o la superioridad de una u otra. La pugna por el lugar de Ucrania en la frontera entre la Europa occidental y oriental no es nueva ni involucra únicamente a Washington y a Moscú.
En su fase más reciente, todo se remonta a 2013, cuando el presidente Víctor Yanukóvich, tras haber pactado con Vladimir Putin jugosos acuerdos comerciales, rompió con Europa. La reacción interna contra aquel giro y el respaldo de Estados Unidos a la corriente occidentalista en Ucrania, facilitaron la Revolución del Maidán y la consiguiente destitución legislativa de Yanukóvich.
Fue entonces que la polaridad entre corrientes prorrusas y proeuropeas se instaló más claramente en la política doméstica ucraniana. La anexión de Crimea en 2014 y el respaldo de Moscú a los movimientos separatistas de Donetsk y Lugansk, que boicotearon las elecciones presidenciales de 2014, en las que triunfó Petró Poroshenko con 55% de los votos, fueron escalones decisivos. Con los gobiernos de Poroshenko y, sobre todo, de su sucesor, Volodímir Zelenski, quien logró más votos para la coalición occidentalista, el conflicto doméstico ucraniano se internacionalizó aceleradamente.
La agresiva reacción de Putin al avance del proyecto de incorporación de Ucrania a la OTAN encuentra su explicación en la doctrina internacional del gobierno ruso. Para Putin, la desintegración de la URSS en 1991 fue una catástrofe, no porque implicara un revés de la causa socialista o marxista, sino porque debilitaba el poderío de Rusia y su control sobre toda la región de Europa del Este.
Que la corriente proeuropea ganase dos elecciones democráticas consecutivas no es argumento suficiente, según Moscú, para reconocer que una mayoría ucraniana desea vínculos prioritarios con Europa y Estados Unidos. A juicio de Putin, el respaldo occidental a esas corrientes invalida el carácter democrático y el origen legítimo de cualquier mayoría. Esa subordinación de la democracia a la soberanía, que en este caso aparece ligada a la consolidación de la hegemonía de una potencia vecina, es colonial.
También es colonial la perspectiva occidentalista que da por hecho que no existe una base social prorrusa en Ucrania. Desde la guerra del Dombás, los focos separatistas armados se han consolidado en la zona oriental. No hay que descartar que un sector importante de la sociedad ucraniana simpatice con la idea de sostener relaciones privilegiadas con Rusia. Lo colonial actúa en dos sentidos, desplazando el eje del conflicto del interior al exterior de Ucrania, y perfilando bandos geopolíticos para los que cuenta poco la verdadera voluntad general de esa nación.
Como los pequeños países del Caribe, que siempre han vivido entre imperios (España, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, la Unión Soviética), naciones de Europa oriental como Ucrania y Polonia han sufrido esa condición colonial desde hace siglos. La experiencia histórica indica que lo que más conviene a esas naciones fronterizas es desarrollar relaciones internacionales diversificadas, que les permitan beneficiarse del vínculo con diversas potencias, sin conceder la supremacía a una de ellas.
En el actual conflicto ucraniano, otra variante de lo colonial es borrar a otros actores internacionales, como Europa o, más específicamente, al Cuarteto de Normandía (Alemania, Francia, Rusia y Ucrania) que primero con Angela Merkel y ahora con Emmanuel Macron intenta negociar la distensión, en paralelo al posicionamiento de Estados Unidos. Esa versión colonial del conflicto, que predomina en medios latinoamericanos, no oculta sus herencias en la Guerra Fría y coloca nuestra región frente al espejo ucraniano.
*Este artículo se publicó originalmente en La Razón, de México, con el título: En el espejo ucraniano.