11 de abril 2019
Hace unos días, algún creativo colgó en Twitter una foto del presidente nicaragüense Daniel Ortega en un breve acto público. El hombre parece enfermo, con el rostro chupado, la media sonrisa casi de rictus, el cuerpo inclinado. El tuitero acompañó la foto con un genial pie: “El Coma-andante”.
Dos cosas me llamaron la atención. Explico la primera: Ortega ha sido inevitablemente comparado, en los últimos años, con el dictador Anastasio Somoza, al que los sandinistas derrocaron en 1979. Pocos meses antes de su caída, Somoza hizo un viaje a Washington para unos exámenes médicos y por las calles de Managua corrieron rumores sobre su salud similares a los que ahora corren sobre Ortega por las redes sociales. El escritor García Márquez registró la frase del dictador Somoza que la foto me trajo a la memoria: “Los que especulan con mi salud que no se equivoquen. Otros la tienen peor”.
Un segundo intento de negociaciones entre el Gobierno orteguista y la llamada Alianza Cívica ha fracasado en Nicaragua. Ortega se negó a adelantar elecciones y a investigar los crímenes cometidos por sus fuerzas de seguridad. La contraparte decidió retirarse de la mesa. En realidad no tenía otra opción.
La Alianza Cívica es un falso constructo. En ella están incluidos, pero no solo, representantes de los estudiantes y las organizaciones sociales y ciudadanas, los sectores que desde el inicio de las protestas, hace un año, han puesto la lucha, la toma de calles, los muertos y los presos políticos. Son los exiliados, los que han perdido su empleo o sus tierras, los que sufren aún, a diario, el acoso de policías y paramilitares en los alrededores de sus casas.
Pero también se sientan, del mismo lado de la mesa, representantes de las gremiales de la empresa privada que, a diferencia de los anteriores, tienen en su agenda una salida ordenada y, sobre todo, tranquila a la crisis, que les permita volver a la economía estable y a los negocios. Nada hay de malo en eso (y subrayo: en eso), pero evidentemente sus intereses, y sus condiciones, son de naturaleza distinta de las de estudiantes y organizaciones de la sociedad civil.
Ortega es un zorro de la política, como lo demuestran sus décadas conspirando para ejercer el poder. Aún conserva, sobre todo fuera de Nicaragua, el aura de caudillo revolucionario que resistió al imperialismo yanqui en la década de los ochentas, cuando Ronald Reagan armó y financió a un ejército contrarrevolucionario para terminar con el sandinismo.
El comandante secuestró las banderas y el discurso sandinistas. Pero además controla el ejército, el aparato burocrático, la policía, el tribunal electoral y los tres poderes del Estado. Poco queda ya, en su ejercicio del poder, de la revolución que inspiró a los movimientos revolucionarios de toda América Latina. Nada más lejano al hombre nuevo que este hombre viejo, afincado en un poder corrupto y represivo, de sistema económico neoliberal asistido por Venezuela y cómplice de grandes empresarios voraces y corruptos, que durante su última década dictaron las políticas económicas y se hicieron más ricos en uno de los países más pobres del continente.
Una negociación entre una Alianza de esta naturaleza, y un Gobierno centralizado en un viejo zorro, ya había fracasado antes de iniciar.
Los cursos básicos de negociación enseñan las condiciones para sentarse en una mesa: saber quién necesita más un acuerdo (esto es, la posición de poder) y llegar con una noción clara de cuál es el techo (lo máximo que uno aspira a conseguir y que uno está dispuesto a ceder) y el piso para alcanzar un acuerdo.
El comandante aceptó ya liberar a los presos políticos, más de 300 según las organizaciones de derechos humanos, y además se comprometió a respetar el derecho a la protesta. Como muestra de buena fe, ordenó la liberación de algunos prisioneros, lo que no le representa ningún costo. No hay entre ellos un líder político capaz de convertirse en bandera de la oposición o de convocar masas a su salida de la prisión. Los presos fueron concebidos como monedas de cambio del régimen. Ortega los encarceló para convertirlos después en una concesión.
La calle es otra cosa. Ha sido el principal desafío a su poder, a su control territorial. Los manifestantes paralizaron el país y desestabilizaron a su gobierno entre abril y junio del año pasado. Las pérdidas económicas fueron grandes. La calle hizo creer a los opositores que estaban haciendo su propia revolución desarmada. Nunca estuvo Ortega tan débil como entonces y mientras pueda evitará que eso vuelva a suceder. La semana pasada, apenas 24 horas después de su compromiso, pistoleros disparaban contra la primera protesta en Managua.
¿Pero qué están negociando?
Ortega no aceptará elecciones anticipadas ni árbitros internacionales ni investigación de las matanzas que una comisión de expertos independientes nombrada por la OEA calificó como crímenes de lesa humanidad. No lo hará mientras no tenga motivos para hacerlo: es decir, mientras encuentre otras salidas que no sean la de negociar su rendición.
No tiene oposición política, desmantelada gracias a las corruptelas de los liberales, la cooptación del órgano electoral, la represión y la falta de nuevos liderazgos. La verdadera oposición está en las fuerzas sociales: los movimientos campesinos y estudiantiles, hoy doblegados por la represión y casi todos escondidos, asesinados, presos o en el exilio. Desorganizados, debilitados, desarmados y sin la calle, su fuerza moral es suficiente para sentar a Ortega a negociar, pero insuficiente para hacerlo claudicar. No tienen tanta cintura y su techo y su piso son el mismo: la salida de Ortega. En el más puro ejercicio pragmático: ¿qué pasa si Ortega no acepta esta condición? ¿Por qué entonces habría de aceptarla?
El único miembro de la Alianza con poder real es la empresa privada. Con ellos negocia Ortega. Afectados por la crisis económica, los grandes empresarios pidieron estas negociaciones. A diferencia de hace un año, ahora, con 400 muertos y decenas de miles de exiliados, no pueden volver a los días dorados previos al 18 de abril de 2018, al modelo que tanto presumieron: lo político y lo social en manos del comandante, pero la economía la deciden los empresarios. Así caminaron una década juntos.
Empresarios que nunca han sido democráticos hoy se sientan en la mesa de negociaciones con un discurso democrático.
Quieren tranquilidad y orden para sus negocios, con Ortega o sin Ortega. Con democracia o sin ella. Saben que el proyecto ya no es sostenible, pero no están dispuestos a empujar el final. Lo han retrasado durante todo un año: inventan pretextos para no irse al paro general, alimentan mesas de negociaciones, juegan con dios y con el diablo. Políticamente esperan alguna alternativa a Ortega. Pero aún no la ven. Su ventaja de posición está en la economía: Ortega, sin el apoyo venezolano y con las pérdidas de la crisis, se está quedando sin fondos. Esta, y la condena internacional, son hoy las mayores fracturas del régimen.
Los estudiantes y las organizaciones de la sociedad civil están en la peor de las condiciones: no tienen más posición de poder que su credibilidad, su movilización masiva con los riesgos que implica y su probada disposición a llegar a las consecuencias que hagan falta. Su paradójico drama es que no pueden hacer esta transición con los empresarios, pero tampoco sin ellos. Saben que la nueva Nicaragua no será sin el final de la represión, la salida de Ortega y la convocatoria a elecciones libres y anticipadas. Pero Daniel Ortega tiene otros planes.
Vuelvo a la fotografía de “El Coma-andante”: Lo segundo que me llamó la atención es que, alrededor de Ortega, dos guardaespaldas vestidos de civil vigilan. El rostro alerta. En la cabeza llevan una gorra roja y la siguiente frase: DANIEL 2021. Otros, acaso piensa Ortega, están peor de salud.
Este artículo fue publicado por primera vez en El País y El Faro, de El Salvador.