7 de febrero 2019
“Hubo problemas, es cierto; cometimos errores, es cierto; ¡claro que cometimos errores! Y nosotros hemos pedido perdón por esos errores cometidos. Le hemos pedido perdón a los hermanos de la Costa del Caribe, le hemos pedido perdón al pueblo Miskito; hemos pedido perdón, también aquí, en el Pacífico, a quienes fueron afectados por errores que cometimos.”
Daniel Ortega Saavedra, 2006
“Ortega pide perdón al pueblo miskito”
("La Gente", marzo 18, 2006)
Tres grandes movimientos políticos definieron el extendido siglo XX Nicaragüense: el antimperialismo, las luchas antidictatoriales, y las resistencias indígenas, afrodescendientes y campesinas ante la formación del Estado nacional mestizo. El legado político de estos grandes movimientos define hoy día el carácter e influencia de las luchas cívicas por la democracia y soberanía, ante el colapso moral y la orfandad ideológica del régimen Ortega-Murillo.
El movimiento antimperialista, enarbolado por el General Sandino y Benjamín Zeledón enraizó en la conciencia política nacional, forjó la identidad nacionalista-revolucionaria en la fundación del FSLN e influyó en el pensamiento y memoria social de generaciones de familias Nicaragüenses. Las luchas antidictatoriales iniciaron de la mano con el antimperialismo, pues la mejor evidencia en la historia nacional fue el apoyo que Estados Unidos mantuvo durante casi cuatro décadas al régimen de los Somoza desde 1934, hasta su derrota por una insurrección popular encabezada por el FSLN en Julio de 1979. Por estas razones la Revolución Sandinista de los años 1980 se definió como nacionalista, antimperialista y de liberación, para poner fin a una atroz y sangrienta dictadura, redefinir sus relaciones con Estados Unidos, y bajo ese programa afirmar nuestra soberanía y autodeterminación nacional. Pero las luchas antidictatoriales de buena parte del siglo XX articularon un amplio espectro de expresiones sociales, alianzas multiclasistas, coaliciones religiosas ecuménicas y subjetividades políticas intergeneracionales. No todas estas expresiones encontraron en la lucha armada la forma preferencial de lucha. Aún así, y quizá por esa diversidad, ser anti-dictatorial fue y sigue siendo sinónimo de preservar las libertades fundamentales ante el autoritarismo en que se arropa ilegítimamente el poder absoluto del Supremo.
El sentimiento antidictadura es por tanto principio ético-emancipador, como expresión de lucha cívica-política por la democracia. El antimperialismo, por su parte, forma parte de un legado continental Latinoamericano arraigado en las luchas por la Independencia, pero también ha sido labrado por nuestras propias luchas de soberanía y dignidad nacional. El Sandinismo, siendo una de las vertientes fundamentales de ese legado anti-dictatorial y antimperialista no es del exclusivo dominio del FSLN, pero éste se lo atribuyó legitimado por el poder del Estado y desvirtuó su carácter al suprimir el debate y la crítica dentro de su organización. Al contrario, el FSLN-partido se convirtió en la antítesis de ese legado al inaugurar un segundo régimen dictatorial responsable de una de las peores masacres del largo siglo XX Nicaragüense. El FSLN-partido demostró que se puede hacer “golpismo” a la Nica desmontando un incipiente régimen democrático, y luego esconder la “mano sedosa” bajo aquel, hoy pretérito, “modelo de consenso” acordado con las élites económicas del país. Y he aquí la ironía de nuestra historia: los golpistas ‘de arriba,’ en otros tiempos anti-dictatoriales, hoy acusan a la rebelión cívica ‘de derecha golpista,’ una rebelión que intenta rescatar la dignidad del país y devolverle al país sus instituciones democráticas.
El tercer movimiento político trascendental en la historia contemporánea de Nicaragua es el de las resistencias indígenas, afrodescendientes y campesinas ante la formación del Estado nacional. Estas luchas han estado presentes desde la fundación del Estado republicano, pero su presencia indeleble se moldeó ‘desde abajo’ en el largo siglo XX, frecuentemente desafiando el discurso nacionalista mestizo, una “alternativa a la historia oficial” como nos lo recuerda Jeffrey Gould en su libro El Mito de la Nicaragua Mestiza (Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1997). Estas luchas se fueron delineando a la vuelta del siglo con la rebelión de Sam Pitts en la Moskitia que en 1906 levantó el nacionalismo Miskitu por la autonomía territorial y cultural; a través del “memorial de agravios” que denunció el senador Horacio Hodgson ante el Congreso en 1933 por las arbitrariedades del Estado en contra de la ciudadanía de la Costa; en la resistencia de los Pueblos Indígenas del Pacífico, Centro y Norte contra el despojo de su identidad, territorio y autonomía; y continuó con el masivo levantamiento indígena Miskitu durante los años de la Revolución Sandinista hasta alcanzar un acuerdo de paz y autonomía regional en 1987. Este mismo legado de resistencia fue determinante en la formación de una parte importante de la contrarevolución campesina, proceso hasta ahora poco entendido en la memoria social del país, como reflexiona Irene Agudelo en su libro Contramemorias: Discursos e imágenes sobre/desde la Contra. Nicaragua 1979-1989 (UCA, 2017).
Las injusticias sociales, económicas y políticas no resueltas del largo siglo XX nicaragüense, combinado con el creciente autoritarismo estatal tanto del PLC como del FSLN en las dos primeras décadas del siglo XXI y el primogénito pacto predictatorial, hicieron posible la emergencia del tercer movimiento político: el movimiento campesino y afrodescendiente/indígena anticanal. Es por esta razón que el liderazgo de ese movimiento se ha definido como en defensa de la soberanía, el territorio y la dignidad nacional, principios que forma el legado ideológico nacionalista ‘desde abajo,’ antielitista, apartidista y con un horizonte emancipador. Francisca Ramírez, Doña Chica, es la voz y el emblema de esa lucha, pero su legado está enraizado en una rebelión secular de origen popular-campesino. Esto explica que no fuese casual la empatía inmediata del movimiento campesino anticanal con los jóvenes estudiantes universitarios y residentes urbanos que sufrieron la embestida de la dictadura a partir del 18 de Abril. También la rebelión y resistencia del barrio Monimbó ante las masivas violaciones de derechos humanos se inscriben en este registro de la dignidad indígena, campesina y popular, ante las agresiones de un régimen dictatorial que se resiste al diálogo porque no desea ser juzgado por sus víctimas. Y he allí el dilema de Ortega: un dilema de su propio desgobierno.
La crisis política de Nicaragua hoy día evidencia en cierta forma la presencia de un extendido siglo XX: con el legado indeleble y en franca combustión de los tres movimientos políticos que marcaron la conciencia nacional y la posibilidad de imaginar una sociedad distinta, libre de dictaduras, conteniendo la intervención extranjera y el poder arbitrario del Estado central sobre la ciudadanía que habita en sus márgenes, especialmente campesina-indígena y afrodescendiente. En medio de todo esto, la juventud Nicaragüense empezó a pedirnos cuentas por heredarles un país en donde la impunidad es “reina y señora” de su casa-país-rehén y en donde las múltiples injusticias se pasean campante, a espaldas de la historia.
La posibilidad de crear el consenso necesario para (re)construir un orden democrático que nos ayude a salir de la actual crisis política va a depender de cómo el conjunto de la sociedad nicaragüense enfrentamos y respondemos a las cuentas pendientes del pasado, incluyendo la búsqueda de justicia, verdad y no repetición por las últimas y pasadas muertes, y por otras tantas infamias que creíamos soterradas en el olvido. No basta con pedir perdón. Si no saldamos cuentas ahora y para siempre, volverán como demonios dantescos en una perpetua pesadilla y se alargarán aún más los temas pendientes del siglo XX, que aún no acaba por terminar.
*Profesor e investigador York University, Canadá