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Dos votos nunca valen lo mismo

En el contexto nicaragüense, los votos no cuentan ni se cuentan

Una sucursal del Consejo Supremo Electoral, en Managua. EFE/Jorge Torres.

Umanzor López Baltodano

27 de abril 2017

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Es lugar común asegurar que una de las características principales de las democracias liberales es que nuestro voto tiene el mismo valor que el de cualquier otro ciudadano. En teoría democrática esta noción está muy bien expresada en el principio “una persona, un voto”. En este sentido, es interesante constatar que en los mismos países en donde esta doctrina es esencial –muchas veces consagrada en sus constituciones, tan habitualmente encontramos, a través del sistema electoral, un rasgo que podría socavar las instituciones democráticas modernas. Me estoy refiriendo a lo que los politólogos llaman malapportionment (MAL).

Más útil que su definición es el uso de un ejemplo para aclarar su significado. Supongamos que el país N tiene una población de 100 personas. El país está divido en tres departamentos (Occidente, Centro, Caribe) y en cada departamento viven, respectivamente, 70, 20 y 10 personas. La Asamblea Nacional de N tiene 10 diputados. ¿Cómo se eligen esos diputados?


Si la distribución entre población y número de escaños por departamento en la Asamblea fuera correcta, Occidente debería tener 7 escaños, Centro 2 escaños y Caribe un escaño. El fenómeno del MAL ocurre cuando hay desviaciones entre el porcentaje de población del departamento y el porcentaje de escaños que ese departamento tiene asignados. Por poner un ejemplo, habría una evidente desviación si Occidente tuviera 5 escaños, Centro 3 escaños y Caribe 2 escaños.

Este fenómeno tiene mucha importancia. Por un lado está su evidente trascendencia normativa: establece claramente que según el departamento o distrito en que se encuentren, los votos de los ciudadanos pueden tener un valor diferente. En nuestro ejemplo, los ciudadanos de Centro y Caribe tienen votos con mayor valor, pues se requieren menos votos para conseguir diputados en la Asamblea que para aquellos viviendo en Occidente.

Pero esta desviación también tiene importantes efectos prácticos. Por poner un ejemplo, ante la presencia de MAL, el partido político en el gobierno puede estar interesado en llevar más dinero público e invertir en esos departamentos con sobrerrepresentación confiando en ganar más apoyos, pues allí sale más ‘barato’ conseguir un escaño para la Asamblea que en otra zonas infrarrepresentadas.

Todo esto ocasiona que en muchos países cada cierto tiempo se establezcan reformas para atribuir escaños de manera más proporcional a la población de cada distrito, especialmente cuando el fenómeno se ocasiona naturalmente a través de fenómenos demográficos, movilidad, entre otros.

Sin embargo, aunque en ocasiones la desviación esta intencionalmente implantada para proteger a minorías (étnicas, religiosas, etc.), generalmente está causada por diseño de las élites políticas que buscan otorgar más escaños a los distritos en donde saben que cuentan con mayoría. En ese sentido, los estudios que existen al respecto señalan que los niveles de MAL son particularmente más altos en Latinoamérica que el promedio mundial (Samuels & Snyder, 2001) y que estos defectos son parte de la ingeniería política de las élites para potenciar sus apoyos (Samuels et al., 2004; Cosano, 2009).

Como en otros países, en Nicaragua la Constitución establece que los representantes son elegidos en “sufragio libre, igual…” Este precepto es todavía más claro para la elección de los diputados de la Asamblea Nacional. Sin embargo, aunque no alcanzamos los niveles de algunos países del sur (Argentina, Chile) nuestro nivel de MAL es mayor al promedio mundial, con un puntaje de 6.4. Esto quiere decir que un 6.4 por ciento de los puestos de la Asamblea son asignados a departamentos que no los tendrían si no hubiera desviaciones.

Lo que es más interesante todavía es que esta irregularidad ha ido creciendo con los años. Según mis propios cálculos y los de los expertos mencionados, los niveles de MAL han pasado de 4, en 1990, a 5.1 en 1996, llegando en 2016 a un 6,4. Esto quiere decir que paulatinamente el valor del voto se deteriora en unos sitios y se incrementa en otros. ¿Son los responsables políticos conscientes de este fenómeno y sus consecuencias? ¿Les interesa?

Desde luego, en un contexto como el nuestro en donde los votos no cuentan ni se cuentan, todo hace indicar que a la autoridad pública nada de esto le debe importar en absoluto. No obstante, aunque pueda parecer un ejercicio abstracto, deberemos seguir indagando sobre éste y otros elementos relevantes de nuestro sistema electoral. Todo ello aunque sólo sea para ayudarnos a recordar -especialmente en año de elecciones municipales, que tenemos derecho a tener uno y alguna obligación de defenderlo.


El autor es MA Democracias Actuales y MA Derecho de la Unión Europea

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Umanzor López Baltodano

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