3 de febrero 2025

Nicaragua, una dictadura conyugal

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Para ser competitivos con los populistas como Trump, los liberales necesitan hablar en términos morales y conectarse con las intuiciones morales
Una ciudadana llega a votar en las elecciones de Estados Unidos de 2024, en Black Mountain, Carolina del Norte. // Foto: EFE/Erik S. Lesser/Archivo
¿Quién “perdió” la elección presidencial de 2024 en Estados Unidos? ¿Cómo pudo Donald Trump recibir 77 millones de votos y lograr una amplia mayoría del Colegio Electoral? Estas preguntas inquietarán al Partido Demócrata —y a los liberales en todo el mundo— por mucho tiempo.
Algunos centristas del Partido Demócrata afirman que todo tuvo que ver con las posturas woke. Al enfocarse en los derechos de las personas trans, los pronombres preferidos, y las ideas impopulares como “desfinanciar a la Policía”, los demócratas de izquierda alienaron a la clase trabajadora blanca que antes votaba por el Partido Demócrata. Una propaganda especialmente efectiva del Partido Republicano, que se mostró sin cesar en medios tradicionales y en redes sociales, afirmaba “Kamala es partidaria de ellos/ellas; el presidente Trump te favorece a ti”. De acuerdo al argumento centrista, los demócratas libraron una guerra cultural —y la perdieron—.
Un momento, dicen los demócratas progresistas. La elección no se trató de una guerra cultural, sino de una guerra de clases. La clase trabajadora estadounidense resentía el alto costo de los alimentos y de la atención a la salud, como también la pérdida de los empleos trasladados a China. Si los demócratas hubieran hecho suyo el “populismo económico”, habrían derrotado a Donald Trump.
Pero este contraargumento tiene un problema. El presidente Joe Biden mantuvo los aranceles que Trump había impuesto a los productos provenientes de la China, promulgó un enorme estímulo fiscal, proporcionó generosos subsidios a las empresas fabricantes de bienes industriales en Estados Unidos, e incluso acompañó a los obreros en sus piquetes. No obstante, Trump triunfó en todos los estados del noreste y del oeste medio donde la industria pesada había declinado. Y además aumentó su porcentaje del voto negro y latino.
¿Qué sucedió? Un exsenador demócrata pro sindicatos, Sherrod Brown, quien perdió su escaño en las mismas elecciones, tiene una respuesta. En su opinión, las políticas adoptadas por su partido fueron enteramente correctas, pero no así su actitud: los demócratas habrían actuado con un aire de “superioridad” en relación a la clase obrera, a la que consideran algo así como “un objeto de caridad”. Según Brown, los obreros se enorgullecen de su trabajo y los demócratas deberían haber hecho más por reconocer esa contribución.
Es decir, las dos posturas contrapuestas renuentemente coinciden en una cosa: el asunto se trata de valores y respeto. Para los centristas, la agenda woke alienó a los trabajadores que tienen creencias tradicionales. Para los progresistas como Brown, los arrogantes tecnócratas con sus credenciales académicas elitistas menospreciaron a los estadounidenses que no tienen estudios universitarios.
Nada menos que el propio Trump concuerda con Brown. Los héroes de su segundo discurso inaugural fueron los “campesinos y soldados, cowboys y obreros, trabajadores siderúrgicos y mineros del carbón, oficiales de policía y pioneros” que “tendieron los rieles de los ferrocarriles, edificaron rascacielos, construyeron grandes carreteras” y, de paso, “ganaron dos guerras mundiales”.
En el mismo discurso Trump prometió poner fin a la “ingeniería social de la raza y el género”, reemplazándola por “una sociedad que no se fija en el color y que sí se basa en los méritos”. También prometió “poner fin a toda censura por parte del Gobierno y restaurar la libertad de expresión en los Estados Unidos”. Es posible no estar de acuerdo con sus políticas, pero es innegable que Trump define la política en términos morales.
A principios de la década de 1990, el psicólogo Jonathan Haidt, de New York University, diseñó un experimento en el que los participantes leían relatos de hechos que violaban tabúes de modo inofensivo, como comerse a una mascota muerta o utilizar una bandera vieja para limpiar el baño. En los relatos nadie sufría ni resultaba lesionado, y los actos se realizaban en privado, de manera que nadie sabía lo que había pasado. Aún así, personas de diferentes culturas y orígenes sociales unánimemente opinaron que el comportamiento era reprensible e inmoral. Muy pocos de los participantes pudieron explicar por qué estos hechos eran malos; simplemente tenían que serlo. De hecho, muchos participantes inventaron ejemplos de daño para justificar su juicio. Haidt llegó a la conclusión de que estamos programados para entender el mundo —incluida la política— en términos morales.
A los liberales les ha costado asimilar esta lección. Después de todo, hace mucho tiempo que la neutralidad moral ha sido uno de los pilares de ciertos tipos de liberalismo: tú tienes tu definición de lo que es una buena vida y yo tengo la mía, pero de ninguna manera te puedo decir cuál de las dos es mejor. Los liberales piensan que adoptando esta postura neutral demuestran respeto por los votantes.
Sin embargo, los votantes —que están programados para lo moral, según Haidt— no comparten esta visión. Como lo reconoció hace tiempo el teórico político William Galston, “el público percibe que la adopción de la neutralidad por parte de los liberales no es la solución al problema, sino parte del mismo; percibe que no es la relegitimación de la moralidad ordinaria, sino un asalto corrosivo a ella”.
En años recientes, otros progresistas cometieron el error opuesto: se volvieron predicadores. La ropa que vistes (¿no está hecha con materiales reciclables?), los alimentos que consumes (¿no se producen localmente?), y el automóvil que conduces (¡uf, un traga gasolina!) pasaron a ser blancos de la condena moral. No es sorprendente que muchos ciudadanos de clase media se hayan sentido supervisados por una nueva inquisición, conducida por las elites de Boston, Nueva York y San Francisco.
La política liberal efectiva debe ser moral, pero no proclive a los sermones. Es un acto de equilibrismo delicado, pero que dista de ser imposible. Los votantes, especialmente en Estados Unidos, perciben a la presidencia como un púlpito. Esperan que sus líderes articulen los valores que el pueblo comparte y expliquen la forma en que dichos valores hacen que su país sea un lugar mejor.
Hay ciertos valores liberales fundamentales, como igual respeto e igual dignidad, que son compartidos ampliamente, pero tales valores no deben ser impuestos, sino promovidos. Y deben incorporarse a políticas que calzan, no que chocan, con las intuiciones morales del votante medio. Trump es políticamente astuto cuando promete reglas que no discriminan por color de piel y que se basan en el mérito. Es algo que se vende bien. No así los baños que no distinguen género.
Por lo menos desde la publicación, en 1971, de la monumental obra de John Rawls, “Una teoría de la justicia”, los liberales han separado lo justo de lo meritorio. Según Rawls, dado que las dotes naturales son accidentes del destino (uno no merece ser alto y ágil), ellas no pueden servir de base para la distribución de recompensas.
Sin embargo, no es fácil convencer a un hincha del básquetbol que sus jugadores favoritos, que resultan ser altos y ágiles, no merecen jugar más tiempo y recibir un sueldo más alto. O convencer a los padres de una niña que tiene facilidad natural para las matemáticas que ella no merece ser admitida a una universidad de prestigio. Esta pizca de igualitarismo rawlsiano irrita a mucha gente.
Muchos progresistas están obsesionados con el ingreso básico universal, un pago que se recibe mensualmente se haya trabajado o no. Estoy dispuesto a apostar que los votantes preferirían que el Gobierno garantizara una efectiva igualdad de oportunidades, de tal modo que los empleos buenos y los mayores ingresos lleguen a las personas altamente productivas que trabajan lo más duro posible.
Para ser competitivos con los populistas como Trump, los liberales necesitan hablar en términos morales y conectarse con las intuiciones morales de la mayoría de los votantes. Si no lo hacen, pronto estarán discutiendo acerca de quién perdió la elección de 2028.
*Este artículo se publicó originalmente en Project Syndicate.
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Economista, académico, consultor y político chileno. Fue ministro de Hacienda durante todo el primer gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010). Es director de Proyectos del Grupo de Trabajo del G30 sobre América Latina y Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science. Sus textos son traducidos por Ana María Velasco.
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