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Homenaje a Doña Coco

Escribí este artículo sobre mi madre hace diez años. Ahora lo comparto con ustedes, en homenaje a su memoria

El escritor Mario Urtecho con doña Coco, su madre (q.e.p.d)

Mario Urtecho

11 de abril 2016

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Coco Mario UrtechoNota necesaria

El jueves 7 de abril falleció en Diriamba Doña Coco, mi mama. Las familias de mis hermanos y la mía, agradecemos las numerosas expresiones de cariño a centenares de amigos y amigas que nos acompañaron en esta aciaga vivencia, así como los numerosos mensajes recibidos de Nicaragua y otros países. El artículo adjunto lo escribí hace 10 años. Ahora lo comparto con ustedes en homenaje a su memoria.


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Seis meses después del monstruoso terremoto que el 31 de marzo de 1931 convirtió en escombros y cenizas a Managua, nació Doña Coco. Ese apocalipsis, que mató a un gentío y trastornó a otro montón, siempre lo ha tomado como referencia, pues con la edad se van olvidando las cosas, y no hay nada más triste que ignorar cuándo llegamos al mundo.

Hija de la Anita Olivares y hermana de Ofelia y Efraím, la Coco no tuvo infancia para jugar la canastita ni mirón, mirón, con las niñas del vecindario, pues cuando se nace pobre no queda otro remedio que trabajar mi´ja, para abrirse camino en la vida. Por eso, a los ocho años, su mama le enseñó los oficios de la casa y a los once, trabajaba como mujer grande, pues su papa sólo puso el huevo y se fue. Su adolescencia la encontró trabajando.

A los dieciséis años era una chavala bonita. Así lo asevera la ahora desvaída fotografía que en enero de 1947 le hicieron en la Foto Argüello de Diriamba, cuando bailando en las fiestas le pagó una promesa a nuestro glorioso patrono San Sebastián. Está de pie. Lleva un sombrero coronado de flores, del que escapan sus largas trenzas negras. Viste cotona blanca, bordada a mano con finos detalles, y falda de seda, hasta los tobillos, sobre la que lleva una tela a cuadros. Anda enjoyada. Luce cadena, grandes zarcillos de oro, brazaletes, pulseras y anillos. El brazo izquierdo lo tiene en escuadra y con su mano sostiene un guacal, adornado con vistosa tela. Es bonita mi mama. Parecida a la Marcela y a la Quilalí.

Cuando me parió era una mujer de ñeques, aunque sólo era una chavala. El parto no fue pretexto para descansar. Mucho antes de los cuarenta días estaba trabajando, pendiente del llanto de su niño, para ponérselo en el pecho, y darle de mamar su leche, su sangre, su vida, mientras le susurraba viejas canciones de cuna, o que ella inventaba para dormir a su tierno. Como toda mamá ella también decía que era lindo su muchachito, un cipote achinado, negrito, de ojos y pelo negro. Orgullosa lo andaba por el pueblo, cuidando que no se lo vieran los borrachos, ni la gente agitada, para que no le pegaran pujo, o mal de ojo.

Había una boca más que alimentar. Entonces la vieron trabajar más. En el mercado fio tres planchas con las que desarrugó miles de piezas de vestir, que antes había lavado en el río Apompuá. Pero no crea que eran planchas eléctricas. Eran de hierro. Pesaban tres libras y las calentaba con fuego, sobre una lámina de metal. Sobre el vértice de la punta tenían grabado un número (4, 5, o 6), que indicaban el tipo de tejido que podía aplanchar con cada una. Esos pedazos de hierro le hirvieron la vida, pero ella, estoica y valiente, nunca le hizo mala cara al trabajo. Dice que me ponía sobre la mesa donde planchaba para cuidarme mientras trabajaba.

Varios años después llegaron Miguel y la Chepita, mis hermanos, y el trabajo siguió siendo su digno laurel. Siempre pensó en el futuro. Por ello, cuando yo tenía cuatro o cinco años me inscribió en la escuela de la niña Coronadita Parrales, ubicada contiguo a la Iglesia Bautista, del Reloj media cuadra abajo. Esa viejita me enseñó las primeras letras y a leer palabras contenidas en la brevedad de dos sílabas. Después a la Primaria y luego a la Secundaria, a Jinotepe, a la Normal, a estudiar para Maestro. Doña Coco siempre ha sido una mujer noble. Nunca supo lo que es tener enemistades, ni se le vio pelear con las vecinas, ni le dijo ninguna barbaridad a nadie, y es seguro que si la ofenden no están en su vocabulario las palabras que se usan para defenderse y ofender. Ha sido una mujer apacible, y en su corazón nunca han cabido odios ni rencores.

En la insurrección de febrero del 78, y huyendo de la guardia, Miguelito, Pancho Corrales y yo logramos llegar hasta la casa. Como perros rabiosos los genocidas la llenaron de humos lacrimógenos y con sus fusiles quebraron puertas y ventanas para apresarnos, que era igual a llevarnos al paredón. Eso lo sabía el instinto materno de doña Coco, quien se transformó en una tigra enfurecida y plantada en la puerta nos defendió con su vida. Ni los golpes ni las amenazas la doblegaron y no les permitió que entraran. Esa mujer nos arrebató del abrazo de la muerte.

Después que los guardias se fueron temblaba de pies a cabeza, la pobrecita. Asustada de su propio temple. Sorprendida de su bravura. Ese día nos dio la vida por segunda vez. Años después se enfermó de gravedad. Algo se le rompió en el estómago provocándole hemorragia. Los médicos urgieron reponer la sangre perdida. Entonces le di su sangre, que estaba en la mía, la que me dio con la vida. Y la vida le hubiese dado si hubiera sido necesario. Y se sanó la Coco y la alegría volvió a la casa.

Hace tres años el dolor le mordió las entrañas cuando una madrugada, la Anita, su mama, se durmió en sus brazos. Quedó demolida. Sin embargo, su Dios todopoderoso le dio paz y resignación a su alma. Este año cumplirá 75 años. Tres cuartos de siglo de trabajos y sacrificios. Su larga mata de pelo se está poblando de canas. Está envejeciendo la Coco, pero a medida que pasan los años crece y es más intenso su amor a la vida, el amor a su hija e hijos, el amor a sus cuatro nietas y a sus cinco nietos, a su bisnieta y a su bisnieto y a don Miguel, mi papa, su amoroso compañero de siempre y para siempre. Gracias por todo el amor que me has dado. Todo lo que soy te lo debo a vos.

Te amo, Coco.

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Mario Urtecho

Mario Urtecho

Escritor originario de Diriamba

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