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El pastel incívico de Managua

Los turistas se llevan dos impresiones contradictorias de la ciudad: el carácter jovial del pueblo y la pasión por llenar de basura nuestras calles

Amelia Barahona

8 de junio 2016

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Al parecer, el progreso tiene su precio. Y de grado o por fuerza, todos estamos obligados a pagarlo. Quiero referirme en concreto al precio que pagan nuestros sentidos acústico, estético, visual y ecológico en la Managua del siglo XXI.

Empezando por el final, despierta el día y una sale a caminar. Con todo y que las calles secundarias de l residencial Altamira aún conservan buena parte de su arbolado, el hacha ha hecho de las suyas en la calle principal. Supongo que sin ningún permiso, los negocios convirtieron el área donde se habían plantado árboles en parqueos para autos, que a su vez impiden que los peatones puedan transitar, viéndose éstos obligados a bajarse de las maltrechas aceras y caminar por la calle poniendo en riesgo sus vidas.


La furia arboricida es el precio que hemos tenido que pagar para hacer de Altamira nuestro particular "Silicon Valley", una zona residencial de clase media convertida a la fuerza en un gigantesco centro comercial arbitrario y caótico. Igual que Colonial Los Robles, Bello Horizonte, entre otros.

El estrépito crepuscular del zanaterío buscando acomodo, que disfrutábamos en los años 80, ha dado lugar a una contaminación ambiental envidia de Bombay, aunada al estrépito de los cláxones feroces de buseros inmisericordes y similares, que nos torturan desde antes de las 5:00 am hasta que las paradas atestadas se vacían en la noche.

¿Por qué no se ha impulsado y operado en el Centro Comercial Managua una verdadera reconceptualización física y comercial para que todos estos negocios desalojen las zonas residenciales y se ubiquen en zonas específicas con los servicios necesarios? Creo que es una posibilidad factible para recuperar la calidad urbana de nuestras zonas residenciales. Significaría fuentes de empleo, optimización de servicios e infraestructura y mayores oportunidades de negocio.

Y pasando a los daños acústicos, quiero referirme a la tortura tecnológica que suponen las alarmas de los carros, que deberían prevenir los robos –pese a que tengo mis dudas-, y que se activan en su gran mayoría al levísimo roce de una brisa o el vuelo de una mariposa (no digamos ya al paso del tren de aseo). Pareciera que la razón de ser de estas alarmas fuera la de irritar a los vecinos de día y desvelarlos de noche con su odiosa y reiterada estridencia.

Pero veamos dónde la tortura acústica entronca con el daño estético. Si uno pretende disfrutar una película, una obra de teatro, una conferencia o una lectura de poesía, será misión imposible. No importa que sea requerido específica y reiteradamente al público que apaguen sus teléfonos celulares. No sólo seguirán sonando durante la función (incivismo grado 1) sino que siempre habrá quien se ponga a hablar por él como si estuviera en el patio de su casa (incivismo grado 3) y además se enojará cuando se le llama la atención (incivismo grado 5).

Y ni qué decir tiene la plaga de las mantas publicitarias que contaminan, visual y estéticamente, nuestras principales vías y que además de constituir un riesgo constante para peatones y conductores por igual, por su fragilidad, -ya que se rompen con suma facilidad-, obstruyen con frecuencia la visión de los semáforos aumentando, más si cabe, el caos diario. No menos importante es el manejo del idioma en dichas mantas, ya que nos vemos asaltados por garrafales errores, - más bien horrores-, de ortografía, muestra inequívoca de nuestra limitada educación básica.

Y para rematar el pastel incívico que amasamos con esmero, he de referirme a la joya de la corona en Altamira: el cauce bajo el puente de la Vicky y sus alrededores. Si usted quiere promocionar nuestra ciudad o nuestros hábitos, no se le ocurra pasear a un extranjero por ese punto negro, ni siquiera en carro. Toda la merecida fama de cordialidad que tenemos los managuas (y nicaragüenses en general) se verá opacada por ese entorno nauseabundo: basura de todo tipo dentro y fuera del cauce, aceras destruidas, mal olor, quemas arbitrarias, entre otros.

Es de dominio público que el extranjero se lleva dos impresiones contradictorias (ni quiera Dios decir complementarias) de nuestra ciudad: el carácter jovial de nuestro pueblo y la pasión por llenar de basura nuestras calles.

Y aquí no se vale echarle toda la culpa a la Alcaldía, que hace lo que puede en su batalla perdida contra la banda de irresponsables en que nos hemos convertido. La municipalidad limpia los cauces; nosotros los ensuciamos. Vuelven a limpiarlos y más residuos botamos. De repente, se deja venir un aguacero y en la orilla del lago es el llanto y crujir de dientes. Los damnificados en este caso no los provoca solo la Naturaleza sino todos nosotros.

Cuando los especialistas afirman que la base del desarrollo que necesitamos nace de la educación, supongo que saben lo que dicen. Pero una cosa es decir y otra muy distinta, y yo diría distante, es hacerlo realidad. Urgen campañas educativas permanentes que vayan formando esa conciencia cívica de la que carecemos.

Mientras llega a todos la esperada redención educativa, es preciso que los más conscientes seamos activistas contra la contaminación ambiental, acústica y los hábitos egoístas que empañan nuestras vidas y la ponen además en riesgo mortal.

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Amelia Barahona

Amelia Barahona

Arquitecto, especialista en Conservación del Patrimonio Cultural y gestión cultural

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