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Avances autoritarios en América latina

El deseo de mantenerse en el poder a cualquier precio generó en su día una deriva reeleccionista, cuyos efectos todavía se siguen pagando

Carlos Malamud

8 de septiembre 2021

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El 11 de septiembre de 2001, la Asamblea General extraordinaria de la OEA, celebrada en Lima, aprobó la Carta Democrática de las Américas, pese a la gravedad de lo entonces ocurrido. Independientemente de lo que se piense de la OEA, incluyendo los recientes ataques de la diplomacia mexicana, la Carta fue un gran avance en defensa de las democracias continentales.

Acabadas las transiciones, todavía estaba fresco el recuerdo de las dictaduras militares primaba la voluntad de consolidar la democracia. De ese modo, las libertades individuales y colectivas se entendieron como un bien público a preservar.


Cuando el recuerdo se ha cambiado por la memoria, encontramos a ciertas fuerzas políticas intentando medrar con el dolor colectivo de antaño, utilizando demagógicamente el pasado. Mientras, la polarización desplazó al diálogo y a la concordia, y en vez de intentar solucionar pacíficamente los conflictos, muchos políticos buscan llevar la crispación al límite.

Pese a las expectativas, la Carta Democrática pronto se convirtió en papel mojado. El temor de unos a “injerir” en los asuntos ajenos y las alianzas tejidas por ciertos Gobiernos autoritarios impidieron su plena aplicación. Hoy, las democracias latinoamericanas, 20 años después del otro 11-S, afrontan renovadas amenazas que se ciernen desde ambos extremos del espectro político.

Destaca el uso del lenguaje y de los conceptos para construir un relato antidemocrático y anti-liberal. Unos y otros impulsan políticas “sin complejos”, sumamente agresivas. Para eso se abandona el diálogo y se incorpora la terminología y la simbología bélicas. Si en 1999, en plena campaña por el retorno del niño Elián González, el castrismo empezó a hablar de la “batalla de ideas”, hoy, algunas fuerzas “ultraliberales” hablan de “batallas culturales”.

En este año y medio de pandemia, una idea muy repetida es que esta no generó nada nuevo, sino que profundizó pulsiones preexistentes. Esto ocurre con las renovadas tendencias autoritarias en América Latina, que comprometen a la democracia y sus instituciones.

Este avance se expresa de diversas maneras, comenzando por el fortalecimiento de liderazgos caudillistas, y siguiendo por el menosprecio creciente de organismos, como el Parlamento y la Justicia, que deben garantizar el equilibrio entre poderes y la vigencia de los pesos y contrapesos adecuados. Sin ellos, la concentración del poder es imparable, quedando en manos de sujetos poco interesados en la democracia.

A esto se suman otros mecanismos, cada vez más activos. Uno, la subordinación de policías y militares a los objetivos gubernamentales. Otro, el control de la información, especialmente en internet y las redes sociales, para abortar las protestas de sectores no organizados ni alineados.

Esto condujo a la persecución de disidentes mediante los llamados delitos de opinión, recubiertos de pomposos nombres, como “traición a la patria” o “complicidad con agentes extranjeros”.

También se observa una renovada vigencia en las denuncias de injerencia (básicamente de EE. UU., pero también de algunos países de la UE) junto a los llamados a reforzar la defensa de la soberanía nacional y la construcción de la “patria grande”.

La invocación del progresismo poblano a reconstruir la unidad latinoamericana no solo ha caído en saco roto, también es la expresión de un nacionalismo regional profundamente antinorteamericano y casi o nada democrático.

Las pulsiones que promueven la concentración del poder y el debilitamiento de la democracia son visibles en países muy disímiles. Entre ellos, Brasil y México, o Nicaragua y El Salvador, sin olvidar a Cuba y Venezuela, ni a Bolivia, Argentina y Perú.

En esta deriva hay influencias importantes. Por un lado, Donald Trump y Jair Bolsonaro, y por el otro, Hugo Chávez. En todo caso, políticos empeñados en difundir noticias falsas en función de su propia agenda y de cuestionar la legitimidad democrática.

Un efecto de la gran crisis generada por la pandemia fue el renovado crecimiento de la pobreza. Esto llevó a reforzar los planes asistencialistas para los sectores más vulnerables, aumentando la visibilidad de los movimientos sociales. En su día se acuñó el eslogan de que a ellos no se los reprime, con la clara intención de subordinarlos al gobierno.

Sin embargo, la extensión de la pobreza ha provocado, en algunos casos, una mayor autonomía de unos grupos que reniegan abiertamente de la democracia y del Parlamento y confían en la presión ejercida desde la calle.

El desconocimiento del resultado de las elecciones (Bolivia), la manipulación de los comicios (Venezuela y Nicaragua) y el negacionismo del papel de los sistemas electorales y las instituciones encargadas de velar por su equidad y funcionamiento (Brasil y México), son algunas notas de lo que puede deparar el futuro próximo.

Las negociaciones ilegales y secretas con grupos delictivos (El Salvador) o la minusvaloración de los derechos de las minorías (Argentina y Perú) van en la misma dirección.

El deseo de mantenerse en el poder a cualquier precio generó en su día una deriva reeleccionista, cuyos efectos todavía se siguen pagando y comprometen el funcionamiento republicano en todos los niveles.

También se han visto intentos de consolidar dinastías familiares, casi “monarquías republicanas”. El caso más flagrante es el de Nicaragua, con el matrimonio Ortega – Murillo y varios de sus hijos situados en puestos claves del poder. Paralelamente, Máximo Kirchner y “Nicolasito” Maduro ya suenan como futuros presidenciables.

En un entorno internacional poco propicio para la subsistencia de las democracias representativas, América Latina no es una excepción. Las amenazas a las instituciones son reales. Sin embargo, no todo está perdido y corresponde a los ciudadanos, en los próximos comicios, determinar cuáles son sus opciones preferidas y en qué lugar dejan a las libertades individuales y colectivas.


*Artículo publicado originalmente en Clarín.

**Carlos Malamud es Historiador y politólogo. Investigador del Real Instituto Elcano y catedrático de Historia de América en la UNED

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Carlos Malamud

Carlos Malamud

Catedrático de Historia de América de la Universidad Nacional de Educación a Distancia e investigador principal para América Latina del Real Instituto Elcano de Estudios Internacionales y Estratégicos.

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