6 de marzo 2024
El 17 de enero de 2021, cuando el líder de la oposición rusa Alexéi Navalni abordó un avión hacia Moscú desde Berlín —donde lo habían atendido después de que fuera envenenado en Rusia con el agente nervioso novichock—, afirmó estar contento por volver a casa; pero conocía los riesgos que ello implicaba: una larga sentencia en prisión, la tortura... e incluso la muerte.
Navalni, que murió el 16 de febrero en una colonia penal en el Ártico, enfrentaba el dilema con que deben lidiar todos los disidentes políticos: vivir en el exilio hasta desvanecerse en la oscuridad, o enfrentar a un régimen opresivo y arriesgarse a convertirse en mártires. En ambos casos, la probabilidad de derrocar a los gobiernos a los que se oponen es prácticamente nula.
Incluso, quienes no desafían de manera activa a regímenes opresivos —y especialmente quienes cuentan con los medios para huir— enfrentan un dilema similar: reconstruir sus vidas en el extranjero, donde tal vez no sean bien acogidos, o quedarse en sus países y vivir bajo la influencia corruptora de una dictadura. A menudo, los regímenes que recompensan magnánimamente a quienes se amoldan, y aplastan a los pocos que se niegan a ajustarse, hacen que la corrupción resulte más atractiva.
Se trata de un dilema especialmente amargo, porque crea una grieta entre aquellos opositores que se quedan y los que se van... una grieta que beneficia a los regímenes opresivos. Hay muchos motivos por los que alguien puede decidir quedarse, pero el mero hecho de hacerlo lo expone a que rápidamente los exiliados condenen su actitud y lo consideren un títere inmoral de la dictadura. A quienes se van, mientras tanto, los acusan de traicionar a su país a cambio del lujo que implica vivir en el extranjero.
Eso ocurrió en la Alemania nazi durante la década de 1930: Thomas Mann, quien era lo suficientemente famoso como para mantener su influencia, aun desde el exilio, denunció a los escritores alemanes que se quedaron en el tercer Reich. Sus obras, declaró luego, estaban tan manchadas por ello que perdieron todo valor. Algunos de esos escritores —que también se oponían al régimen nazi— le reprocharon que hubiera elegido vivir cómodamente en California en lugar de ser testigo de lo que ocurría en su país.
En la China moderna se mantuvo una dinámica similar: quienes se oponen a la dictadura comunista desde ese país desdeñan a los disidentes que emigraron, porque los consideran desconectados de la realidad e irrelevantes. Esto también es evidente hoy en Rusia, por ejemplo, Dmitry Muratov, un periodista de inmensa valentía —que ganó el Premio Nobel de la Paz en 2021 por defender la libertad intelectual— ha sido criticado por algunos exiliados rusos por quedarse en el país, a pesar de que se opuso con coraje a la guerra de Ucrania.
El dilema que carece de una respuesta correcta: hay motivos igualmente buenos para quedarse y para partir, que a menudo dependen de la situación personal de cada uno. ¿Por qué tomó entonces Navalni la decisión de arriesgar su vida por una causa que nunca podría lograr, al menos en el corto plazo? Ni su probable asesinato ni la alternativa de quedarse en Europa Occidental hubieran puesto fin al Gobierno del presidente ruso Vladímir Putin.
Pero tenía sentido: el desafío explícito daña la fachada de control total de las dictaduras. Las dictaduras no pueden depender solo del poder militar o el temor a la Policía secreta, la gente debe estar convencida de que someterse al tirano es algo normal, y resistirse es anormal y hasta una suerte de locura. Por eso los disidentes soviéticos solían ser encarcelados en instalaciones psiquiátricas en vez de en prisiones.
El regreso de Navalni a Rusia, independientemente de lo inútil que haya parecido, mostró que defender la libertad de pensamiento y expresión es una respuesta racional a la tiranía. Su desafío envió a otros, que sentían lo mismo pero carecían de su extraordinario coraje, la señal de que no estaban solos.
Y hay otra cuestión: cuando recompensan a los conformistas, hacen que la gente repita mentiras y propaganda, y obligan a los amigos y parientes a traicionarse unos a otros, las dictaduras hacen aflorar lo peor de la gente; crean una cultura de miedo, desconfianza y traición. No hay nada especialmente ruso, alemán o chino en esto; muchas naciones, en diferentes épocas, han sido pervertidas por gobiernos opresivos, pero no necesariamente es algo que dure para siempre. Los regímenes son derrotados y los tiranos mueren.
Es entonces cuando el ejemplo que nos dejan los mártires políticos resulta fundamental: las sociedades pervertidas por las dictaduras deben encontrar una base moral para construir algo mejor; y los pueblos acostumbrados al servilismo y la persecución deben recuperar la moral. Que haya habido valientes que defendieron la libertad aun cuando parecía algo inútil ayuda a este proceso, porque ofrece un modelo.
Jean Moulin, un funcionario público que condujo a la resistencia francesa y fue torturado por la Gestapo en 1943, nunca llegó a ver el fin de la ocupación nazi contra la que combatió. Los nazis ejecutaron al pastor luterano Dietrich Bonhoeffer en abril de 1945, tres semanas antes de que Adolf Hitler se suicidara. El escritor chino Liu Xiaobo —que regresó a su país durante el levantamiento de la plaza de Tiananmén en 1989— pasó el resto de su vida entrando y saliendo de la cárcel, y murió en custodia en 2017 sin haber logrado desmantelar el régimen unipartidista de su país. Navalni no tenía posibilidad alguna de derrocar al gobierno neozarista de Putin... pero la única esperanza de construir sociedades capaces de proteger las libertades y lograr que la gente muestre lo mejor de sí descansa en los ejemplos de lo que hicieron.
*Este artículo se publicó originalmente en Project Syndicate.