16 de agosto 2017
Elvis Garay se enfrenta a un gigante. Este joven nicaragüense de 29 años mantiene una batalla personal para exigir justicia al Gobierno de Enrique Peña Nieto, tras denunciar públicamente torturas físicas y sicológicas que sufrió mientras estuvo apresado en una cárcel para migrantes en Ciudad de México, detenido, asegura, injustamente por las autoridades migratorias de ese país. Cuenta con el apoyo de Alejandro Solalinde, el sacerdote que se ha convertido en el defensor de los derechos de los migrantes centroamericanos en México, amenazado por denunciar las arbitrariedades y vejaciones contra esos migrantes de parte de funcionarios mexicanos y el crimen organizado. Hasta ahora la batalla legal de Garay ha llegado hasta las oficinas de la Procuraduría General de la República de México, que ha iniciado las investigaciones pertinentes, pero el caso sigue a la espera de una sentencia judicial a su favor.
Su tormento comenzó en 2009, cuando conoció a una joven mexicana en Granada, cuya identidad prefiere no revelar por temor a represalias contra su familia. Con la joven mantuvo una relación de un año, hasta que ella le pidió que se casaran “porque estaba en problemas”. Ella le dijo que temía ser deportada, por lo que Garay accedió a casarse, “para darle a ella una protección”, explica.
Unos meses después del casamiento, la joven le avisó que regresaría a México. Se fue sola. Garay dice que pensó en divorciarse, pero tiempo después ella lo contactó y le avisó que estaba arreglando los papeles legales para que él pudiera vivir y trabajar en aquel país. “Le dije que no tenía necesidad de irme, que estaba bien en Nicaragua. Pero ella me dijo: ‘Ahora eres mi esposo y tienes que cumplir con tus obligaciones’", recuerda.
El joven cuenta su historia a CONFIDENCIAL por teléfono, desde México. Lo contactamos a través del Padre Solalinde, quien describe su situación como un caso “emblemático” de la tragedia de los migrantes en suelo mexicano.
Garay viajó en 2010 a México, a comenzar su nueva vida. Todo marchó bien durante los primeros tres años: trabajó en una compañía de calzado, como vendedor. Por su esfuerzo en el trabajo fue ascendido hasta subgerente de una de las tiendas y comenzó a recibir un buen salario.
Su suerte cambió cuando se enteró que su suegro había estado en prisión, “por andar envuelto en narcotráfico”, asegura. “Hablé con mi esposa. Le dije que no estaba de acuerdo con eso, que nos distanciáramos de su familia”, dice Garay. Su suegro ya le había pedido que trabajara con él, aunque no le especificó, dice, qué tipo de negocio desarrollaba.
Su esposa no lo acompañó. Garay cuenta que una noche, al regresar del trabajo, encontró que habían cambiado la cerradura de la puerta. Su esposa le dio la espalda y su suegro lo echó de la casa. “‘Dale gracias a dios de que sales con vida’, me dijo”, narra Garay.
Días después fue echado de su trabajo, porque su esposa llamó a las oficinas de la empresa acusándolo de maltrato. Garay vagó por la Ciudad de México, durmiendo en parques. Un colega suyo de la tienda de calzados le pagó un hotel, le echó una mano y logró trabajo en una central de abastos. Un año después su esposa lo buscó nuevamente y le pidió que regresaran. Tenían un niño de seis meses. “Extrañaba a mi hijo, pero le dije que si no se separaba de sus padres no me iba con ella”, cuenta. La mujer no accedió.
Un día después se presentaron en la tienda oficiales de migración, quienes lo buscaban porque había una acusación por robo y violación en su contra. Garay espetó a los oficiales que ellos no podían arrestarlo, preguntó por qué habían llegado ellos y no oficiales de la policía estatal o federal, si había una acusación por violación en su contra. “Jamás demostraron nada, nunca presentaron judicialmente pruebas. Todo fue un complot para ensuciar mi reputación”, explica.
“Bienvenido al infierno”
Los oficiales lo trasladaron a una estación en Toluca, la capital estatal del Estado de México, donde lo retuvieron durante tres horas, sin darle explicaciones. Esa misma noche lo llevaron a Ciudad de México, a una prisión en la delegación capitalina de Iztapalapa, asegura. “Bienvenido al infierno, rata. Te va a gustar”, le dijo un oficial cuando entró a la cárcel. “Tomaron mis huellas, me desnudaron y me pusieron a hacer sentadillas. La prisión estaba llena de migrantes centroamericanos, asiáticos, africanos. También había miembros de la Mara Salvatrucha”, recuerda Garay. Estos mareros, en complicidad con los oficiales, extorsionaban a los reclusos. “El Gobierno mexicano es una mafia que vive de los extranjeros”, asegura el joven.
La pesadilla empeoró para Garay en la prisión. Pronto descubrió que en ese lugar se cometían crímenes horrendos. “Había tráfico de órganos, niños que entraban y desaparecían sin explicación, había tráfico de drogas, mujeres que eran obligadas a prostituirse, trata de personas”, asegura Garay. Todo coludido con las autoridades de la prisión, dice.
Garay intentó denunciar estas atrocidades con los miembros de la Comisión Nacional de Derechos Humanos que visitaban la prisión, pero asegura que uno de esos abogados lo denunció con las autoridades del centro y estos lo amenazaron con castigarlo si intentaba decir algo sobre lo que había visto. “Tú estás enfrentándote contra un monstruo, estás contra la autoridad de México, si yo lo ordeno, de aquí no saldrás vivo, porque estas órdenes vienen de arriba. Vivimos de las ratas como ustedes, así es que si tienes aprecio por tu vida, te conviene quedarte callado”, dice Garay que lo amenazó uno de los funcionarios. “No tengo miedo. Voy a denunciar lo que pasa aquí”, asegura el joven que respondió.
A partir de ese momento Garay fue aislado. Lo encerraron en una celda oscura, con una ventana por la que le tiraban baldes de agua fría por las noches. Lo golpeaban, escupían, lo metían de cabeza en pilas de agua y también lo violaron. En una ocasión cuatro oficiales lo detuvieron, lo llevaron a un cuarto aislado y un quinto oficial lo violó sistemáticamente. El joven quedó incomunicado totalmente, bajó de peso y sufrió enfermedades. Su exjefe intentó sacarlo de la prisión, pero solo pudo verlo en una ocasión. Garay asegura que fue él quien informó al Consulado de Nicaragua en Ciudad de México sobre su situación. La cónsul General de Nicaragua en México, María Eugenia Baltodano Monroy, exigió a las autoridades información de Garay y fue por esta presión que lo liberaron.
“Me mandaron a Tapachula (estado de Chiapas, frontera con Guatemala), a una estación migratoria. Ahí estuve una semana. Luego me trasladaron a El Salvador, donde me dejaron”, cuenta Garay. En El Salvador logró vender por cien dólares un teléfono celular que le habían regresado en prisión, después de liberarlo. Con ese dinero regresó a México. Pasó por la ciudad de Ixtepec, en Oaxaca, importante punto para el paso de migrantes centroamericanos, donde Solalinde abrió un albergue para ayudarlos. En ese albergue Garay conoció al sacerdote y le pidió que lo contactara con su antiguo jefe. Este le envío dinero a Solalinde para que Garay regresara a Ciudad de México.
El apoyo de Solalinde
“Fue a los seis meses cuando el padre Solalinde me vuelve a contactar”, narra Garay. “El padre también es sicólogo terapeuta y sabía que yo no estaba bien. Le conté todo lo que me había pasado”. Fue Solalinde quien lo puso en contacto con Mercedes del Carmen Guillén, subsecretaria de Población, Migración y Asuntos Religiosos, para que denunciara los abusos que sufrió. La mujer lo recibió en su despacho, pero tras escuchar toda la denuncia, le dijo que no la hiciera pública. “Te estás enfrentando contra un monstruo y no vas a salir vivo con una denuncia de este tipo. Esa denuncia no va a proceder, te aconsejo que te olvides de todo”, recuerda Garay que fueron las palabras de la funcionaria. El joven nicaragüense asegura que Guillén le ofreció dinero “por mi silencio”, le ofreció legalizar su estatus migratorio en México, permiso de trabajo y hasta una casa. Pero lo rechazó todo.
Cuando Solalinde supo la respuesta de Guillén, lo apoyó para denunciar públicamente el caso. Fue en una conferencia de prensa en la Cámara de Diputados de México, dice, donde habló por primera vez con la prensa, una treintena de periodistas mexicanos y corresponsales extranjeros, que lo llenaron de preguntas. Con el caso destapado públicamente, la Procuraduría General de la República de México se vio en la obligación de investigar. Envió el caso a los juzgados, pero fue devuelto porque no estaba correctamente formulado, dice Garay. La PGR sigue con las investigaciones y Garay espera que pronto se realice un juicio para encarcelar a sus torturadores. Si el caso no prospera, dice, acudirá a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en San José, Costa Rica. Por el momento ha logrado un triunfo importante dentro de su batalla legal: El Estado mexicano registró su nombre en el Registro Nacional de Víctimas, que, según su marco normativo, “constituye un soporte fundamental para garantizar que las víctimas tengan un acceso oportuno y efectivo a las medidas de ayuda, asistencia, atención, acceso a la justicia y reparación integral”.
“Ahora exigimos a la PGR que integre bien el legajo de investigación en mi caso, para que pase a los juzgados y los culpables paguen condena. La PGR no ha desistido de este caso por las presiones que mantenemos, con el padre Solalinde, que es un personaje respetado en México. La gente dice que con este caso le vamos a dar en la torre al Gobierno de Peña Nieto”, explica Garay.
“He recibido amenazas de muerte, hostigamiento. Temo por mi vida, hasta el punto que muy pocos saben dónde vivo”, explica. Mientras espera que la justicia llegue, Garay trabaja ayudando a migrantes centroamericanos y sueña con crear un albergue para ellos. “Quiero hacer valer los derechos de los migrantes”, asegura el nicaragüense que le ha plantado cara al Gobierno de México.