El caso de Boni Flores, boliviano de 23 años, es una muestra de lo que cientos de miles en la región han tenido que vivir bajo la pandemia. Llevaba 10 minutos caminando por la ruta que conecta la comuna de Huara –en el desierto de Atacama en el norte de Chile- con el límite fronterizo con Bolivia, cuando una patrulla de carabineros chilenos lo detuvo a él y a sus ocho compañeros. “Solo pensaba en volver a mi país”, dice sentado sobre un sillón de un rústico hostal de la ciudad portuaria de Iquique, al recordar el día de principios de junio en que los atraparon realizando una caminata en condiciones extremas para llegar a la frontera. Faltaba poco. Era el último trayecto de una larga travesía, que tenía como única meta sobreponer el anunciado control de ingreso a su país.
La decisión de bloquear las fronteras fue como un efecto dominó, país por país por toda Latinoamérica. En Perú el 15 de marzo su presidente Martín Vizacarra cerró sus pasos, dejando a miles de sus compatriotas varados en otros países. En Ecuador la prohibición de ingresar se aplicó desde el 16 de marzo para sus propios ciudadanos. Días antes se había efectuado para extranjeros. Esos mismos días en Paraguay se anunció un cierre paulatino, que en primera instancia incluyó ocho puestos fronterizos en los límites con Argentina y Brasil, justo las zonas por donde ingresan y salen los migrantes que se van por temporada a trabajar a esos países.
El 20 de marzo Bolivia de forma súbita decidió cerrar las fronteras terrestres, incluso a sus propios ciudadanos. Al interior del país se contaban 16 casos del nuevo coronavirus. Los más afectados fueron los miles de migrantes temporales que trabajaban –principalmente en agricultura- en los países vecinos y que no tuvieron tiempo de reaccionar al anuncio. Es decir, los migrantes más pobres, quienes solo podían volver por vía terrestre.
Esa fue la situación de Boni Flores y sus compañeros. Como narra la tercera entrega del especial #HuellasDeLaPandemia, elaborado por periodistas Miembros de la Comunidad CONNECTAS su desventura comenzó en Copiapó, ciudad chilena a 1100 kilómetros al sur de donde los detuvieron. Ya sin trabajo, con poco dinero en los bolsillos y con el miedo al coronavirus que se propagaba por Chile, fueron al terminal de buses de esa ciudad para intentar tomar un transporte lo más al norte posible.
Él recuerda cuando una mujer chilena se les acercó en esa terminal y los convenció de que podía llevarlos a casa. “Se comprometió a ayudarnos”, dice. La mujer logró ingresarlos a Iquique, la ciudad desde la cual se supone podrían tomar un bus a su país, pero se encontraron con una ciudad en cuarentena, que además se había convertido en una de las urbes con mayor tasa de contagios en el Cono Sur.
Una vez en Iquique, los dejó en una hostal y les dijo que les conseguiría la documentación necesaria para seguir hasta Bolivia. Pero los papeles que les pasó no servían de nada y de un momento a otro desapareció, después de haberles pedido dinero día tras día para trámites y más trámites.
“Ella nos sacaba dinero. Nos decía que era para el certificado de cuarentena, para certificado de covid-19 (…) Al final la llamábamos y le preguntábamos que cuándo iba a llegar (con los documentos prometidos) y todo eso, pero ella nos decía que iba a llegar mañana y mañana. Nunca llegaba… Al último ya nos bloqueó el teléfono”, relata Boni Flores.
- Te puede interesar: Estudiantes, el eslabón más débil en la cuarentena
En total a cada uno le pidió alrededor de 500 dólares. Con los pocos fondos que le quedaron, los nueve migrantes decidieron sacar un permiso de mudanza, arrendar dos taxis y avanzar lo más cerca de la frontera posible: al poblado de Huara. Una vez ahí, caminarían 160 kilómetros hasta Bolivia a 3600 metros sobre el nivel del mar. Una vez en Bolivia, ya verían como llegar a sus pueblos.
Pero poco después de bajar de los taxis en Huara, fueron arrestados. Su permiso de mudanza era falso y además estaban cometiendo un delito contra la salud pública. Fueron enviados de regreso a Iquique, ahora ya sin nada de dinero y detenidos.
Para nada importaron declaraciones que en simultáneo hacía la dos veces presidenta de Chile y hoy alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, reclamando por las barreras impuestas al retorno. “En virtud del derecho internacional, toda persona tiene derecho a regresar a su país de origen, incluso durante una pandemia”, declaró en un comunicado el 15 de abril solicitando que países, permitieran el regreso de sus ciudadanos.
Boni y sus compañeros contaron con suerte. El tribunal los dejó en libertad, pero con una multa de 578 dólares a cada uno. Su defensora penal pública, Scarlett Muñoz, cuestionó al consulado boliviano y pidió al gobierno chileno ayudar a sus representados mientras continuaban en Chile. “Los imputados me refirieron que en varias oportunidades acudieron al consulado de Bolivia, pero el cónsul les negó la ayuda. Ya han agotado todos sus recursos económicos y por ello tomaron la mala decisión de trasladarse hacia Huara. Ojalá el gobierno chileno pueda brindarles un albergue hasta que reabran la frontera para que sus vidas estén resguardadas”.
El tribunal envió oficios al cónsul de Bolivia y a tres autoridades chilenas. Todos se excusaron de poder ayudar, argumentando que apoyar a los retornados no entra en sus competencias, o ni siquiera respondieron.
Quien sí respondió fue el cónsul de Bolivia en Santiago, Marcelo Arias de la Vega, quien estuvo en una misión especial en Iquique hasta la segunda semana de junio: “Ninguna comisión consular en el mundo le da a nadie albergue ni alimentación”, fue su lacónica respuesta.
Sin embargo, la canciller de Bolivia Karen Longaric, lo contradice. Así lo explicó en un comunicado para este reportaje que, de acuerdo con la Ley boliviana, la número 145, el Ministerio de Relaciones Exteriores puede destinar de sus recursos propios a financiar ayuda humanitaria a los ciudadanos bolivianos en el exterior que se encuentran en situación de vulnerabilidad a través de la Gestoría Consular para la atención específica, entre otras cosas, de ayuda humanitaria.
“Cuando los migrantes desean regresar voluntariamente a sus hogares, los gobiernos tienen la obligación de recibirlos y de velar por que tengan acceso a la atención sanitaria y a otros derechos”, decía Bachelet en su comunicado que es como si hubiera caído a las arenas del desierto del norte chileno.
“Una compatriota me informó que ellos no tenían ni un peso para comer, y yo no dudé y dije: ‘Ya, poh’, yo los hospedo hasta que las autoridades se pronuncien”.
Ese pronunciamiento nunca llegó, así que Yiobana se ocupó de sus compatriotas todo el resto del tiempo que estuvieron en Chile. Allí cumplieron parte de la cuarentena que les exigía Bolivia como requisito para ingresar al país. El retorno finalmente fue el 17 de junio a través de un transporte humanitario organizado por el Gobierno Chileno que los llevó hasta la frontera. Al cruzar terminaron de cumplir la cuarentena en el campamento “Tata Santiago”, habilitado por el Estado boliviano para recibir a los retornantes, pero que tiene cupos limitados. En una primera instancia el campamento estaba previsto para 300 personas, pero existían más de 480 esperando en Huara y otros cientos en camino. La falta de cupo generó protestas en la frontera.
La precaridad de los albergues
Manuel Orozco, director del Programa de Migración, Remesas y Desarrollo del Diálogo Interamericano (centro de análisis políticos que promueve la democracia y equidad en América Latina y el Caribe), comenta: “El tema migratorio siempre ha estado subordinado al fondo de las prioridades de las políticas públicas tanto de los Estados huésped como los Estados expulsores de migrantes. Hay un gran déficit de manejo de políticas y de sensibilidad con el respeto a los derechos constitucionales de las personas. El tema del retorno presenta una molestia para los Estados de origen de los migrantes. Es una molestia porque ni siquiera lo esperaban, ni siquiera lo tenían pensado”.
El cierre perjudicó principalmente a los trabajadores migrantes que se quedaron sin empleo y atrapados en el extranjero. En las ciudades del norte chileno, por ejemplo, trabajadores bolivianos, peruanos, ecuatorianos, y colombianos, quedaron varados en terminales de buses de distintas ciudades, hasta que las autoridades habilitaban alguna escuela para alojarlos. Muchos no alcanzaron cupo en esos improvisados albergues, por lo que debieron dormir en la calle, frente a sus consulados, en canchas de minifútbol, o en sedes de organizaciones sociales.
Lo mismo se repitió en Perú, en Argentina, y en Paraguay, entre otros países de la región.
76 días duró la cuarentena de José, paraguayo de 27 años. 62 días más de lo que establecen los protocolos internacionales. La cuarentena es un requisito que solicitan a quienes llegan a Paraguay desde el exterior, sin embargo, José denunció que no se respetaron los protocolos y en vez de estar siete días, lo dejaron más de dos meses.
Ingresó a su país el 19 de abril y fue trasladado a un primer albergue llamado “Parque Mercosur”. El Gobierno tardó 17 días en tomar las pruebas. La mayoría dio positivo. “Nosotros pensamos que nos contagiamos ahí, en el albergue”, dice. Era solo el comienzo de una larga cuarentena en la que pasaría por tres albergues en total.
Durante su estancia en el primer albergue decidió quemar colchones junto a sus compañeros en protesta por el incumplimiento del protocolo: la persona que da negativo a la prueba deben repetírsela a las 48 horas. Si sale negativo nuevamente, puede irse. Pero, denunciaron que las autoridades tardaban siete días en repetir la prueba, un tiempo en que podrían contagiarse, como le ocurrió a él.
En total a José le tomaron la prueba para descartar coronavirus siete veces, y en una ocasión extraviaron la muestra. “Vos llamás a Asunción al 147 y te dicen que llamés a la ciudad de Alto Paraná y preguntás, ahí y culpan a Asunción”, relató.
“Es imposible cuidarte ahí. Había solo dos duchas y cinco baños para cien personas. Era un depósito improvisado”, comenta sobre uno de los albergues. En cuanto a los tapabocas y alcohol en gel, dice que al principio había, pero luego se acababan y ellos debían ver la forma de comprar.
Asegura que en los albergues todos gastaban el poco dinero que traían porque no había productos de higiene básicos e incluso tenían que comprar para su comida ya que lo que se servía no estaba en buenas condiciones. Recuerda que en la última semana un señor ya no tenía para su pasaje de bus, y tuvieron que colaborar entre todos con lo poco que tenían para que pudiera regresar a casa.
Así como José, muchos paraguayos han denunciado que en los albergues no tienen todo lo necesario para tomar las medidas sanitarias. El medio ABC Color informó que compatriotas llegados de Argentina denunciaron “ser maltratados” en el albergue en el que se encuentran en la ciudad de Coronel Oviedo y que ni siquiera accedían a agua.
Paradójicamente Paraguay es uno de los países con menos casos de coronavirus, con 3.800 contagios al 23 de julio de este año, según los datos del Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social. Aunque 1.039 de estos contagios se han registrado dentro de los albergues.
Federico González, asesor de asuntos internacionales del Gobierno de Paraguay, asegura que es porque los migrantes llegan contagiados: “La gran mayoría de ellos se contagian por el camino de venida. Todo se les provee. Los enseres e insumos necesarios tanto para el aseo como para la seguridad contra el virus”.
Pero José denunció que en los albergues todo funcionaba tan mal que incluso le entregaban información falsa: “Nos decían que mañana ya íbamos a salir. Todos les llamábamos a nuestros familiares, gente pobre de la campaña, que se preparaba para recibirnos y luego llegaba la hora y nada”. Además, cuenta que en varias oportunidades los funcionarios de las Fuerzas Armadas le recriminaban. Le decían: “Para qué se fue del país”. (Lea más del rechazo que reciben los migrantes de sus propios compatriotas en La fobia contra los retornantes, la siguiente parte de este especial).
A los 39 días de aislamiento, ya diagnosticado de estar contagiado, aunque asintomático, José escribió una carta a la ministra del Trabajo. En la misiva decía que había emigrado por no conseguir un empleo. “Son tantas las historias que se escuchan acá de desidia, falta de oportunidad y falta de justicia que tuvieron que enfrentar muchos compatriotas y no es como algunos dicen que huimos y abandonamos esta tierra; fue la falta de oportunidad la que nos alejó, lo que hizo que muchos dejáramos nuestras casas y familias”, escribió.
Orozco del Diálogo Interamerican advierte: “En América Latina en el momento en que cualquier persona saca sus pies del país de origen, sus derechos constitucionales en ese país desaparecen. El Estado desatiende los intereses de su diáspora y cuando intenta hacer algún tipo de política el ejercicio es bastante mediocre. Dejan el problema a otros, a terceros que no se sienten del todo responsables de estas poblaciones”.
El caso de los colombianos en el exilio es un reflejo de esa situación. Después de Venezuela, que ha expulsado millones por la crisis humanitaria, económica y política, el país cafetero ha expulsado cientos de miles por cuenta del conflicto armado y la violencia actual, pese a los anuncios de paz. Solo en Chile hay más de 160 mil colombianos, unos 120 mil en Argentina, 60 mil en Ecuador y 10 mil en Perú, según lo reportan los institutos de estadística nacionales de cada país.
Producto de la pandemia, muchos han tomado el camino de retorno luego de perder sus fuentes laborales. A otros el coronavirus los encontró cuando visitaban familiares o recién empezaban el proceso de migración. Quedaron varados por meses, después de que se cerraron fronteras marítimas, aéreas y terrestres desde el 17 de marzo a todos, incluidos a sus propios ciudadanos.
Colombianos en Perú y Ecuador emprendieron viajes a pie para regresar. Es el caso de César y Manuela, dos migrantes que relataron su viaje al diario El Espectador: “Muchas personas que hablaron con nosotros nos dijeron que ya varios habían hecho el trayecto, lo que nos dio confianza de emprender el viaje”, cuenta Manuela, que se citó con César en un centro comercial de Lima para iniciar la travesía.
“Había mucha gente esperando un aventón: además de los venezolanos estaban también ecuatorianos y peruanos, que buscaban llegar a sus provincias”, comentó César. “Lo bueno de Perú es que todos los camiones que vayan al norte sirven”.
De Iquitos, en la selva peruana también salió un grupo de 25 colombianos que con tal de no morir de hambre en un país ajeno, se aventuraron a cruzar la manigua, la selva virgen a pie con menores de edad para llegar a su país. Salieron el 17 de mayo, y sólo lograron llegar el 10 de julio en una travesía épica relatada por el diario bogotano El Tiempo.
En Chile, mucho más lejos como para tratar de iniciar un viaje a pie, recién en junio se activaron algunos vuelos comerciales y otros humanitarios. La ausencia del Estado fue tal que los masivos retornos fueron auspiciados por marcas comerciales. Por ejemplo, uno de estos viajes fue financiado por la Compañía de Cervecerías Unidas y Central Cervecera de Colombia. En ese vuelo pudieron retornar 180 colombianos e incluso se grabó un comercial que se transmite por redes sociales.
Sobre esta situación, Víctor Flores, encargado de la suboficina de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) para el norte de Chile, explica que el derecho al retorno que tienen las personas y cómo se ejerce ha entrado en conflicto con las restricciones a la movilidad derivadas del cierre de las fronteras como medidas sanitarias. “En ese contexto, surgen obligaciones para los Estados de distintas naturaleza. Para el caso de los países que tienen representación consular surgen las obligaciones que se denominan: asistencia consular. Si bien es una obligación, la exigencia del cumplimiento varía dependiendo de las capacidades de cada país”.
- Quizá te interese: La pandemia en la regulación laboral para migrantes nicas en Costa Rica
No obstante, comenta Flores, durante el periodo en que los migrantes están varados, por su misma condición de vulnerabilidad se han presentado situaciones de carácter humanitario. En ese sentido, también surgen obligaciones para los Estados de acogida.
Además, en este tiempo algunos migrantes se han contagiado. Situación que por ejemplo les impidió tomar un vuelo, o la espera fue tan larga que colombianas embarazadas han tenido sus hijos en Chile. Es el caso de Diana Gómez, de 29 años, quien llegó en 2019 a la nación del Cono Sur junto a su esposo Johnny Rendón, en busca de trabajo. Luego de la crisis social chilena, habían programado su retorno para marzo. El coronavirus los dejó varados en Antofagasta, en el norte chileno. A mediados de junio tuvieron a su hijo en el Hospital Regional de esa ciudad. El embarazo lo pasó en una sede social, junto a otros 60 albergados, durmiendo en colchonetas en el suelo.
“Son sentimientos encontrados, no sé si reír o llorar”, dijo la joven madre pocos días antes del parto. “Acá me he sentido juzgada de una forma muy superficial, sin que sepan quién soy o lo que puedo hacer, y eso ha sido tan duro como todo lo que estamos pasando. Que te juzguen es igual de doloroso que la pandemia”, agregó.
#HuellasDeLaPandemia, un trabajo colectivo de varios periodistas de la región miembros de su Comunidad Periodística, recoge las historias de varios migrantes que reflejan las consecuencias de este desamparo estatal. Para conocerlas ingrese aquí.