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La pasión de Terence Davies: Rachel Weisz se sumerge en “The Deep Blue Sea”

La sobria revelación de este filme es que estamos no ante la radiografía del fin de un amor, sino ante una inesperada historia de emancipación.

Juan Carlos Ampié

2 de julio 2016

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Con apenas 11 películas en 40 años, Terence Davies es uno de los directores británicos más importantes de nuestro tiempo. Los caprichos de la industria no lo favorecen. Después de estrenar “The House of Mirth”, su película más comercial, una hermosa adaptación de la novela de Edith Wharton protagonizada por Gillian Anderson en el pináculo de su popularidad por la serie de TV “The X Files”, pasó casi una década sin trabajar. En Nicaragua apenas se ha visto su lacerante debut, “Distant Voices, Still Lives” (1988), en una desierta proyección a principios de los 90 en un festival de cine británico en la Cinemateca. Ahora, usted puede corregir esta carencia de nuestra cultura cinéfila. “The Deep Blue Sea”, el largometraje que rompió su larga sequía, lo espera en Netflix.

Basada en la obra teatral de Terence Rattigan, “The Deep Blue Sea” nos sumerge en el huracán de una mujer destrozando su vida por seguir sus emociones. Hester (Rachel Weisz) es la esposa de Sir William Collyer (Simon Russell Beale), un respetable juez. Está teniendo un affair con Freddie Page (Tom Hiddlestone), aviador veterano de la II Guerra Mundial, tan carismático como volátil. La película arranca con Hester en su punto más bajo. Sola en el modesto cuarto de una pensión, hace los preparativos para quitarse la vida. De ahí, saltamos en el tiempo a escenas claves para la formación, y eventual destrucción, del triángulo amoroso: un intenso encuentro sexual, la primera confrontación con el esposo engañado, lo que sucede después del fallido intento de suidicio.


Suena tremendamente melodramático. Pero el tratamiento que Davies presta al material toma cierta distancia de Hester y sus acciones. La caótica línea temporal duplica la desorientación del enamoramiento desatado. Esto alcanza su apoteosis en la puesta en escena del único encuentro sexual que vemos. La cámara observa desde el techo los cuerpos entrelazados, girando alrededor de su propio eje como un remolino. Davies favorece la expresividad de la imagen por encima del diálogo expositivo. El espectador debe tomar un papel activo, leyendo entre líneas. Toda la información que necesita esta ahí. Símplemente, no será verbalizada.

La acción se desarrolla a principios de los 50, y el fantasma de la guerra aún domina la textura de la vida cotidiana. Cerca de la pensión donde Hester vive su romance venido a menos, persisten las ruinas de un edificio destruido por los bombardeos alemanes. Freddie no es simplemente un patán que no puede igualar en pasión a una mujer formidable. Hay indicios de que el stress postraumático lo deja incapaz de vivir plenamente. Tras una terrible discusión, Hester corre hacia el subterráneo, con transparentes intenciones de tirarse a las ruedas del tren, pero la detiene un vívido recuerdo: en esa estación, o una igual, se refugió con su esposo y decenas de personas durante un bombadeo. El flashback se escenifica en una sola toma, la cámara recorre la estación en un travelling horizontal, mientras la gente corea la canción tradicional “Molly Malone” para ahogar el ruido de las bombas. El recuerdo le salva a vida. Es un momento hermoso, que cristaliza la coexistencia de la belleza y el horror. La música, como oasis de experiencia comunal, es un motivo recurrente en el cine de Davies.

Quizás Davies idealiza el pasado, pero es un realista a la hora de contemplar las acciones de sus personajes, y sus consecuencias. Hester – no es un accidente que comparta nombre con la heroína de “La Letra Escarlata” – hace lo que tiene que hacer, pero siempre parece consciente del precio que tendrá que pagar. Que su bienamado no dé la talla casi no viene al caso. Los límites que el orden social impone en las mujeres quedan bien delineados. La suegra castradora (una magnífica Barbara Jefford) y la casera compasiva (Ann Mitchell) representan dos maneras de convivir con el sistema. El giro civilizado que toma la relación con su esposo revela lo atrofiante del privilegio. Es un castigo de otra especie. La sobria revelación de este filme es que estamos no ante la radiografía del fin de un amor, sino ante una inesperada historia de emancipación.

Weisz ya tiene un Óscar en su haber, pero su trabajo en esta película es revelador. “The Deep Blue Sea” es tan bellamente producida como soberbiamente actuada. Esta semana, no verá una mejor película en el cine.

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Juan Carlos Ampié

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