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Impresiones de un viaje a la Amazonía brasileña

En la actualidad, la selva pierde cada año más de diez mil kilómetros cuadrados, una extensión equivalente a Asturias

Vista aérea de la Amazonía brasileña

Manuel Iglesia-Caruncho

3 de diciembre 2023

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Como cuando te zambulles en el mar y se abre ante ti la superficie que impedía la visión de sus profundidades, la tupida y misteriosa selva te permite descubrir los tesoros que esconde entre su espesura cuando entras en ella.

La fauna

Los peces amazónicos son increíbles. Durante nuestra visita disfrutamos del piracurú, un pez sabroso y enorme que puede llegar a pesar doscientos kilos. La captura de un ejemplar pequeño bastó para varias cenas de nuestro grupo y del equipo anfitrión. También saboreamos un ejemplar de tambaki, que superaba los 10 kilos. Me fascinó un pez con un ojo en la cola, un ojo falso pero indistinguible de los verdaderos, un truco para engañar a los depredadores y que le zampen la cola en lugar de la cabeza. El tucunaré goza así de una posibilidad, aunque sea remota, de seguir disfrutando de la vida, ese bien milagroso que la naturaleza nos ha regalado.

Y están las pirañas, carnívoras pero comestibles. Alguna llegó a mordisquear nuestro anzuelo sin dejarse atrapar. Las había en el río más cercano a nuestro campamento, el Manacapurú, el cual baña a la pequeña ciudad del mismo nombre y desemboca en el Amazonas poco antes de que este se junte con el río Negro, su mayor afluente. En la confluencia de ambos comprobamos que, durante kilómetros, ambas aguas, de distintas densidades, color y temperatura, corren en paralelo sin querer mezclarse.

Las pirañas, junto a la posibilidad de que te encontraras con una anaconda, conseguían que ni se te ocurriera meter un pie en el Manacapurú. No obstante, hay balnearios en otros ríos en los que puedes darte un chapuzón, imagino que con cierto resquemor.


Vimos garzas reales, buitres, pequeñas gaviotas de río, cormoranes… y también jacarés —caimanes—, botos —delfines rosados—, una banda de macacos volando por lianas a 30 metros de altura y algo muy difícil de observar: nutrias. Su presencia habla de la buena calidad de las aguas. Afortunadamente no tuvimos ocasión de encontrarnos con una onça pintada, como llaman al jaguar, aunque pudimos observar sus huellas detrás de las de un cervatillo, según nos señaló Helio.

A Helio, nuestro guía, capaz de construir una canoa, una casa de madera en medio de la jungla, una red… y, por supuesto, de pescar y cazar, le pregunté si conseguiría sobrevivir aislado en la «mata» —la selva— un tiempo con su machete y la espingarda —escopeta— y no dudó en responder que sí. «Y, ¿sin espingarda?» «Sem espingarda também… sempre que nao ataque a onça», respondió después de cierta vacilación.

La flora

Aprendimos a distinguir el seringo o hevea, el árbol que atrajo hace un siglo a los seringueiros para extraer su látex y que permitió el esplendor de Manaus cuando se convirtió en el centro mundial de la producción cauchera. Cuenta la leyenda que el gran tenor Caruso inauguró el Teatro Amazonas a fines del XIX, un palacio construido con mármol de carrara y azulejos franceses, el cual nos acogió en una de sus funciones.

Nuestra mirada inexperta también aprendió a distinguir el castaño amazónico, enorme y hermoso, con numerosas propiedades curativas, cuyo fruto es la llamada «nuez de Brasil» o «coquito”; y la «palma de açaí » que crece por todos lados y cuyo fruto combate las enfermedades cardiovasculares y regula el colesterol. Cientos de árboles más pueblan la selva, pero, para un neófito, es imposible memorizar sus nombres y distinguir sus propiedades.

El calzado

Al llegar a Manaus, nos advirtieron de que solo necesitaríamos las chanclas para el campamento y unas botas katiuskas para adentrarnos en la «mata». Las katiuskas te permiten atravesar pequeños riachuelos, pisar el fango y protegerte del ataque de una «cobra» —serpiente—. Botas de goma y chanclas; cualquier otro calzado es inservible.

Los peligros

Los cuatro principales peligros de la selva, al menos en la que estuvimos, eran la mordedura de la serpiente, el ataque del jaguar, las pirañas, y los mosquitos —que pueden inocularte la malaria—. Lo bueno: el ojo avezado del guía suele descubrir a la serpiente —y las botas de goma paran su dentellada mortal, además de que hay antiofídicos—; el jaguar nunca ataca a personas en grupo; no te bañas donde hay pirañas; y hay repelentes para los mosquitos —y vacunas, y pastillas para las enfermedades que trasmiten—. Las mosquiteras, imprescindibles. La verdad es que nos sentimos seguros.

Territorio sin ley

En los seringales del Estado del Amazonas —y en los de otros estados de la Amazonía, como el de Pará— se dieron innumerables casos de esclavitud: el fazendeiro —dueño del seringal— cobraba precios exorbitados a los seringueiros por los productos que solo él proveía —alimentos, machetes, sal…—, de manera que, por mucho caucho que recogiesen, siempre quedaban endeudados; y los pistoleros del hacendado hacían impensable cualquier protesta. Un libro magnífico, Senderos de Libertad, de Javier Moro, trata sobre la vida de Chico Mendes y narra magistralmente aquella realidad. Por cierto, la esclavitud en la selva no es cosa del pasado: vean Pureza, película de 2019 de Renato Barbieri basada en hechos reales. Y otra cosa: no nos creamos mejores en Europa, donde existe la trata de mujeres y se dan casos de inmigrantes semi-esclavizados en explotaciones agrícolas. Eso sí, la impunidad es mucho mayor allá.

De nuestra visita, les puedo contar que observamos madera cortada de forma ilegal amontonada a los lados de un camino a la espera de su transporte; que vimos a pescadores detrás de manatíes, una presa prohibida; que oteamos los incendios provocados, también ilegales… La sensación, todavía hoy, es la de un territorio sin ley. Denunciar las tropelías de algún vecino puede ser arriesgado. Un disparo que nadie escuchará, un cuerpo que caerá al río, unas pirañas que lo devorarán y un problema resuelto sin trámites judiciales. A saber dónde queda la estación de policía más cercana.

La sequía

Nos hablaban de una sequía sin precedentes. Nunca había estado tan bajo el nivel de las aguas. En el medio de los afluentes del Amazonas han emergido islas o islotes que nunca se habían mostrado. Neófitos en la materia, habíamos advertido la neblina que se había colocado como un sombrero sobre Manaus. Procedía de incendios forestales, favorecidos por la escasez de lluvias y provocados por quienes después explotarán en su provecho esas tierras: especuladores, terratenientes, empresas inmobiliarias, empresas mineras… que arrasan grandes extensiones de la «mata» para expandir sus negocios. Durante nuestra estancia estallaron algunas tormentas que, por suerte, acabaron con los fuegos cercanos. No obstante, según nos explicaron, el nivel de los ríos solo se recuperaría cuando llegasen las aguas nuevas desde los Andes. «¿Cuándo sucederá eso, preguntamos?» «Bueno, allá arriba ya están cayendo, aunque tienen que recorrer unos tres mil kilómetros antes de llegar aquí». «¡Ah!, y ¿cuánto tardarán en llegar aquí?» «Pues, más o menos, un mes». Tal es la magnitud de la Amazonía.

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Las tribus indígenas

El principal tesoro de la selva es, por supuesto, los seres humanos que la habitan, aunque seguramente un indígena no hará distinción entre las personas y la selva, pues son parte de esta y sin ella no existirían. Nosotros, en las ciudades lejanas, probablemente tampoco, aunque lo ignoremos. Piensen tan solo en que la selva amazónica provee entre el 10 y el 20% del oxígeno mundial, a la vez que absorbe miles de millones de toneladas de CO2, si bien cada vez menos por las talas e incendios. En la actualidad, la selva pierde cada año más de diez mil kilómetros cuadrados, una extensión equivalente a Asturias. Ha habido épocas aún peores, como cada vez que se construía algún tramo de la carretera amazónica y se facilitaban así más quemas.

Cerca de medio millón de indígenas habitan la Amazonía brasileña, incluyendo el número indeterminado que forma parte de unos 60 pueblos «no contactados» —es decir, que han optado por vivir en aislamiento sin mantener relaciones con la sociedad dominante—. En los últimos años, entre la epidemia de la covid-19 y la sequía, la vida de esas comunidades se ha visto muy afectada: reducción enorme del caudal de los ríos por donde transitan y pescan, incendios, falta de agua, disminución de los alimentos disponibles… y ello a pesar de que esos pueblos son precisamente los que menos contribuyen al cambio climático y los que más cuidan el medio ambiente.

Tuvimos ocasión de visitar a una tribu Tukano, a un par de horas de navegación desde Manaus. No nos esperaban a nuestra llegada, a pesar de la cita, pero en la Amazonía, nunca se sabe bien que contratiempos se presentarán. Así que, lo más sabio es vivir «aquí y ahora». Una vez que arribamos a la casa comunal, entonces sí, un indígena tocó un tambor y se fueron personando los demás integrantes de la comunidad. Una docena de adultos dejaron sus quehaceres cotidianos —agricultura, pesca, arreglo de las chozas, preparación de alimentos, artesanía…— para vestirse con sus trajes ceremoniales y mostrarnos, a través de la danza, la música y el canto, su espiritualidad, su arte y su cultura. Fue un acto imposible del olvidar.

Un gallego y una tikuna con casa en un árbol

Una tarde visitaron el campamento un gallego violinista y una india tikuna. Antón, de Cambre para más datos, forma parte de una orquesta sinfónica brasileira. Su abuelo había conocido la Amazonía y él sintió la misma llamada. Conoció a Keena, cantante de música amazónica e influencer entre las mujeres indígenas. Han tenido una hija y construyeron una casa en un árbol, una casa de ensueño, a juzgar por las fotos. Habían actuado en Manaus y pasaron noche en el campamento. Ni la imaginación desbordante de García Márquez podría inventar una pareja como esa.

El campamento

Tuvimos la inmensa suerte de gozar de un anfitrión inigualable: Daniel Garabotti, fundador del Film Camp, al cual se llega, desde Manaus, después de recorrer durante varias horas carreteras, caminos y afluentes. Daniel es un aventurero culto y emprendedor, preocupado por la suerte de aquellas tierras y sus gentes, y que cuenta con un equipo fantástico: Chiquinho, un campeón de natación; Helio, nuestro guía; Tanya, la gran cocinera; Naira Cristina, persona inolvidable; Chiquinha, siempre sonriente; y Joao, de apoyo en todo.

Tres llamadas desde la selva Amazónica

El viaje, a cambio del privilegio que nos regaló, nos deja una obligación: la de lanzar tres llamadas a gobiernos, bancos de desarrollo, organizaciones internacionales, organizaciones no gubernamentales y al común de las personas. La primera, desesperada, es una llamada a frenar el cambio climático. La adaptación no será fácil para nadie, pero la población indígena sufrirá las peores consecuencias sin haber tenido culpa alguna. A estas alturas, cada quién sabe muy bien lo que tiene que hacer.

La segunda es una llamada a colaborar con las organizaciones que trabajan en la protección de los pueblos indígenas y la selva. Hay varias confiables, como Survival Internacional, con años de experiencia. ¿Por qué no hacerse socio de alguna de ellas?

La tercera es para apoyar a las propias organizaciones indígenas. En Brasil se pueden constituir como personas jurídicas y recibir apoyos para sus proyectos. Los necesitan, para la protección de sus tierras, para el desarrollo de programas sociales, sanitarios y educativos adaptados a su realidad cultural, y para lograr un modelo de gestión económico y ambiental sostenible de sus tierras, siempre bajo su participación y control en la toma de decisiones.

Pregunto a Garavotti y me habla bien del ISA, un instituto socioambiental muy activo en el Valle de Javari, donde hay una concentración importante de comunidades no contactadas. También está UNIVAJA, la principal articulación de pueblos y organizaciones indígenas en la región del Valle de Javari. Ambas con página web. Y quien quiera estar al corriente de lo que allí acontece, puede seguir Amazonía Real, un medio de comunicación que se ocupa de asuntos sociales y étnicos.

También se pueden apoyar organizaciones de otras naciones, como la Organización Nacional de Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana (OPIAC), la Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA) o la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (AIDESEP). Todas tienen su página web.

Es cierto, sí, además, hay que apoyar a Palestina, a Ucrania… Es la época en la que nos ha tocado vivir. Podría gustarnos más, pero es la que es y en la que nos toca actuar.

*Este artículo se publico originalmente en Meer.com

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Manuel Iglesia-Caruncho

Manuel Iglesia-Caruncho

Doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid. Trabajó en distintos puestos en la Agencia Española de Cooperación Internacional y en la Secretaría de Estado de Cooperación Internacional en Madrid y durante casi quince años en Nicaragua, Honduras, Cuba y Uruguay.

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