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Casa quemada: “¡Salgan de ahí, la Policía ya va por ustedes!?”

Relatos del libro “En abril yo seguía viva”: Historia de un escape de la represión

Vista de unas patrullas policiales con antimotines durante una redada en Managua. // Foto: Archivo

Arquímedes González

20 de abril 2025

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Abrí los ojos y la vi desnuda durmiendo con una calma parecida a una brisa de mar. Luego miré a través de la ventana del segundo piso de la casa. A lo lejos aparecía la montaña de los dinosaurios, como yo la llamaba, porque desde lejos los altos árboles de la cumbre parecían tiranosaurios.

Consulté la hora. Eran las 12 con 53 minutos del mediodía. No lo sabíamos, pero eran las últimas horas en nuestro país, los últimos minutos de tranquilidad y hasta probablemente los últimos minutos de nuestras vidas.

Era un día nublado y caluroso. A pesar de la agitación general, ahí todo estaba tranquilo con el usual perezoso silencio de los sábados. Nos levantamos casi a las diez de la mañana. Lo primero que hice fue correr un poco las cortinas y asomarme por las ventanas del frente de la casa para verificar si nos vigilaban. Confirmé que todavía estaba ahí el destartalado automóvil en el que nos movilizábamos y al que había apodado El halcón milenario, como la nave espacial que maneja Han Solo, el personaje de las películas de La guerra de las galaxias.

Habíamos pasado en la cama acurrucados, besándonos y acariciándonos. Como era la quinta casa en la que nos escondíamos en las últimas cuatro semanas, tuvimos de nuevo que buscar dónde estaban los utensilios de la cocina. Comimos tostadas con mermelada de fresa y panqueques con miel. Ella bebió té caliente y yo tres tazas de café.

A las once de la mañana encendimos nuestros teléfonos. Aliviados, confirmamos que no teníamos llamadas perdidas ni mensajes de voz. Consultamos nuestras redes sociales. Tampoco había mensajes pendientes de ser leídos y respiramos tranquilos. Ingresamos a las páginas web de algunos medios de comunicación. Nuestros corazones se entristecieron cuando leímos varias malas noticias y vimos videos de reportes de asesinatos en plena calle, saqueos, incendios y conocimos las nuevas listas de personas golpeadas, detenidas o desaparecidas. Casi al mismo tiempo y con los ánimos por los suelos, dejamos los teléfonos y volvimos a nosotros.

Después fui a bañarme. El agua estaba tibia. Tardé bastante sintiendo correr el líquido por mi cuerpo. Desde hacía semanas había adquirido la costumbre de quedarme más tiempo en la ducha. El agua me tranquilizaba y me daba energía. Me hacía sentir el engaño de que todo volvía a estar bien, que estábamos fuera de peligro, que ya nada nos pasaría y que pronto volveríamos a ser los de antes… pero eso ya nunca pasaría.

Cuando salí de la ducha, descubrí que ella seguía dormida. Busqué mi peine. Tenía más de doce años de usarlo. Siempre que cambiábamos de casa, lo primero que guardaba en mi bolso, era ese sencillo peine negro, pequeño y de plástico. Fui al espejo y comencé a peinarme.

Ese que aparecía ante mí se preguntaba cuándo terminaría todo esto. Tenía ojeras de las noches en las que se despertaba alertado por algún ruido. Otras, por las pesadillas. Añoraba su casa. El jardín, la terraza, las sillas donde en las tardes se sentaba. El sofá en el que miraba la televisión. La enorme cama, las almohadas y el olor de la casa. Extrañaba esa vida simple que había tenido por tantos años y que ahora era todo un desastre.

Irónicamente esos meses la pandemia nos ayudó a pasar inadvertidos. Las pocas veces que salíamos a la calle, lo hacíamos usando mascarillas, anteojos oscuros y hasta gorras. Nuestro círculo de amigos se redujo a los que creíamos que en verdad eran amigos, aunque nunca estábamos seguros de esto. Eran tiempos en los que cualquiera podía ser un traidor. Con la gente hablábamos lo necesario y cuando por necesidad debíamos hacer gestiones en alguna institución, siempre dábamos nombres, correos electrónicos y teléfonos falsos. Vivíamos pendientes de cada mes cambiar nuestros números de teléfono, procurábamos con frecuencia renovar nuestras claves de acceso a correos electrónicos y redes sociales, hacíamos llamadas cortas, no comentábamos dónde vivíamos ni facilitábamos mayores datos que nos comprometieran.

Para esos días ya teníamos restricción migratoria y nuestros pasaportes habían sido invalidados por draconianas acusaciones de traición a la patria. Teníamos orden de captura, diario éramos perseguidos por agentes de inteligencia y ningún abogado estaba dispuesto a defendernos. Nuestras cédulas de identidad habían sido borradas de los sistemas, nuestras licencias de conducir fueron canceladas, nuestros registros académicos de primaria, secundaria y la universidad fueron desaparecidos y nuestras partidas de nacimiento habían sido eliminadas de los archivos de la alcaldía, lo que significaba que nuestros padres nunca nos habían procreado y que, por tanto, nosotros no existíamos. Es decir, que quien les escribe estas líneas y mi esposa éramos ahora fantasmas, seres no reconocidos por su nación, en síntesis, dos apátridas en fuga.

Poco antes del mediodía fui a la cama y me recosté al lado de mi mujer. Cerré los ojos y traté de no pensar. Varias veces respiré profundo y dejé salir el aire despacio. Luego abrí los ojos y entonces, la vi dormida. Descansaba serena como si estuviera recostada en la arena de alguna playa. Minutos después, ella me encontró viendo hacia la montaña. Me dio un beso y fue a bañarse.

Al rato mi mujer se acercó a la cama y me besó, haciéndome olvidar lo que vivíamos esos días hasta que sonó el teléfono. Yo vi el nombre en la pantalla y rápido, contesté y activé el altavoz. Desde hacía meses esperábamos el cuándo y a qué hora tendríamos esa maldita llamada que nos hacía comprender que había llegado el momento que tanto temíamos.

—¡Salgan de ahí, la Policía ya va por ustedes!

Nos vestimos, apagamos los teléfonos y pusimos en marcha el plan de fuga que varias veces habíamos practicado. Nos asomamos por las ventanas para ver si ya estaban cerca las patrullas, tomamos nuestros bolsos y en menos de dos minutos, bajamos las escaleras. Yo cogí las llaves del vehículo, salí a la calle viendo hacia los dos lados, abrí la puerta trasera, coloqué los bolsos y sin perder tiempo, encendí el motor. Todas las tuercas y bisagras de El halcón milenario traquetearon. Mi mujer cerró la puerta de la casa, desaceleró el paso para no llamar la atención, abordó el carro y partimos.

Mientras salíamos por la avenida alterna, escuchamos las sirenas de las patrullas que, desde la avenida central, entraban al residencial donde nos habíamos escondido los últimos días.

Mi mujer activó el teléfono que teníamos para nuestro escape y envió mensajes a nuestros contactos para que pusieran en marcha el plan de salida del país. Yo manejaba a rápida velocidad, pero sin exceder el límite. El motor de El halcón milenario parecía caballo cansado y por segundos se ahogaba. Cada cierto tiempo miraba por los retrovisores con el miedo de que aparecieran las patrullas.

Uno de nuestros contactos nos orientó que debíamos irnos del país cuanto antes porque la Policía no descansaría hasta encontrarnos y prometió que se comunicaría con la persona que nos sacaría a través de las montañas.

El clima estaba indeciso. Hasta esas alturas recordé que no habíamos almorzado, aunque la verdad, no tenía hambre. Solo quería acelerar el motor y salir de la capital. En pocos minutos la Managua terremoteada, la Managua insurrecta, la Managua sucia, la Managua clasista, la Managua pachanguera y la Managua loca y desordenada fue quedando atrás al igual que nuestras vidas.

Cerca de un parque del primer pueblo que encontramos, estacioné a El halcón milenario y apagué el tembloroso motor. Sacamos los bolsos, tiré las llaves en un desagüe y nos fuimos caminando sin saber qué más hacer porque nuestro plan de fuga solo había llegado hasta salir de la casa y de la capital. Seguimos andando e hicimos parada a varios taxis, pero todos iban con pasajeros.

Por fin un taxista se detuvo y le pedimos que nos trasladara a la ciudad de Rivas, cercana a la frontera con Costa Rica. El hombre lo pensó algunos segundos y ofreció una cifra. Sin regatear accedimos y abordamos. Cuando pasamos por el lugar donde dejamos El halcón milenario, vimos que estaba escoltado por dos patrullas y seis oficiales. Habían quebrado el vidrio del pasajero y rebuscaban en el interior mientras dos perros policía olfateaban nuestros rastros.

—No quisiera estar en el pellejo de esos que busca la guardia —comentó el conductor lanzándonos una mirada preocupada. Nosotros nos quedamos callados.

En el camino mi mujer siguió enviando mensajes mientras yo distraje al conductor quien supe, se llamaba Pedro, estaba casado y tenía dos hijos. Le comenté que estábamos de vacaciones y que íbamos a la playa. El señor me volvía a ver de una manera un tanto incrédula, como si en el fondo supiera que no era normal que una pareja escogiera un sábado de invierno por la tarde para ir a la playa.

Veinte minutos después de salir, divisamos el primer retén policial. El corazón se me aceleró. Varias veces contuve la respiración. Ya no había manera de devolvernos. Entre más nos acercábamos, más me embargaba el nerviosismo. Pasamos el control policial sin que nos detuvieran. Ese día había fiestas patronales en la zona y a los lados de la carretera vimos gente a caballo con elegantes botas y sombreros. Había varios puestos de comida y la infaltable música a todo volumen.

Mientras avanzábamos el conductor se dedicó a hablarnos de Dios. Yo en el fondo, también en ese momento, pedía a Dios que no nos pasara nada, que pudiéramos escondernos lo antes posible y que saliéramos del país.

El tiempo pasaba lento con el conductor predicando la palabra de Dios mientras un segundo y tercer retén policial quedaban atrás. Cada vez que a lo lejos miraba el próximo control, tomaba la mano de mi mujer y respirábamos hondo. A pesar de todo, ese día estábamos de suerte o alguna estrella nos acompañaba porque en ninguno de los cinco retenes nos detuvieron ya que los uniformados estaban ocupados revisando otros vehículos y verificando las identidades de sus pasajeros.

Llegamos al pueblo a las cinco de la tarde. Pagué al taxista y antes de salir del vehículo, nos dijo:

—Agradezcamos a Dios que ningún policía nos detuvo y recuerden siempre que, aunque anden en el valle de sombra de la muerte, no deben temer porque Dios estará con ustedes. Que les vaya muy bien.

Fuimos al mercado a buscar el autobús que iba a la frontera. Nos indicaron que hacía pocos minutos había salido el último. Solo quedaba esperar hasta las cinco de la mañana del día siguiente. Nuestro enlace nos pidió abordar otro taxi, sin embargo, yo no estaba convencido porque ya era demasiado tarde y tal vez la suerte tenida antes, posiblemente se acabaría cuando otros retenes policiales vieran avanzar tan tarde un vehículo rumbo a la frontera.

—Mejor nos quedaremos en la casa de seguridad —le indiqué sin saber si esa era la mejor opción.

Aunque nuestro contacto no estuvo de acuerdo por el peligro que representaba quedarnos todavía en el país, nos compartió la dirección del lugar. Nosotros le prometimos que saldríamos a la frontera a primera hora de la mañana usando el transporte público, no un taxi debido a que creíamos que levantaría más sospechas.

La casa tenía varios cuartos. Estaba muy cerca de la estación de la Policía de la ciudad. Al otro lado estaba el cementerio. Las dos opciones que nos aparecían eran deprimentes. La dueña llamada Magdalena, ya sabía que llegábamos. Dimos nuestros falsos nombres, pero supe que nos reconoció. Nos llevó a un cuarto y en voz baja nos aseguró que estaríamos a salvo, pero admitió que, por nuestra propia seguridad, solo podía mantenernos por una noche. Nos recostamos en la cama y por varias horas quedamos casi en shock. De cenar doña Magdalena nos llevó dos platos de hígado encebollado con tortilla, arroz y frijoles fritos acompañado de un refresco de limonada.

Nuestro contacto nos reveló que la Policía nos seguía buscando. Ya habían llegado a nuestra casa, a las de nuestros familiares y se mantenían en la vivienda de donde logramos salir. Entonces comprendimos que debíamos escapar cuanto antes. No podíamos caer en las garras de la Policía. Cientos de personas tenían más de dos años detenidas, torturadas de mil maneras, sin tener acceso a sus abogados ni a visitas familiares y por eso, no podíamos permitirles que nos atraparan.

Solo dormimos algunos minutos porque cualquier ruido nos despertaba o estábamos pendientes del teléfono. Soñé que yo estaba en el patio de nuestra casa. Ante mis ojos los árboles comenzaron a marchitarse. Preocupado fui hacia uno de ellos. Con fuerza sujeté el tronco y lo halé, viendo cómo salían las raíces secas. A las cuatro de la madrugada ya estábamos listos.

Doña Magdalena nos explicó la ruta hacia el mercado desde donde salían los autobuses a la frontera, pero nos pidió esperar. Ella se asomaría a la calle para verificar si todo estaba bien. Estuvimos atentos a su señal. Media hora después, nos dio la bendición, pidió que nos cuidáramos y nos despidió con una sonrisa. Encontramos la calle oscura y vacía. Guiados e impulsados por el miedo de ser apresados, caminamos en dirección al mercado.

Los únicos ruidos en la calle eran los perros que nos ladraban o algún vehículo que a esas horas pasaba a lo lejos. En el momento que llegamos, vimos que el autobús ya salía para la frontera, pero logramos abordarlo. Fue un viaje lluvioso, triste, silencioso y lleno de nervios. No sabíamos si quienes iban en el autobús eran soplones o en el peor de los casos, policías que iban rumbo a sus trabajos. Había más retenes policiales. Vimos a muchos vehículos particulares y taxis que eran inspeccionados mientras sus pasajeros eran cacheados.

Al bajar del autobús encontramos un enjambre de personas que con rapidez nos rodearon para ofrecernos salir del país por las veredas, pero nuestro contacto nos explicó que nos encontraría Simón, la persona de confianza. Nos indicó cómo iba vestido y de inmediato lo identificamos.

Un grupo de nicaragüenses cruzan ilegalmente la frontera entre Nicaragua y Costa Rica, en la zona de Los Chiles. // Foto: Archivo

El primer impulso de mi mujer fue ir hacia Simón, pero le pedí que esperáramos, porque podía ser una trampa. Semanas antes otros amigos habían sido capturados cuando intentaban salir por puntos ciegos debido a que los coyotes los habían entregado a las autoridades. Nos quedamos observando los alrededores hasta que estuvimos seguros de que no había otras personas vigilando.

El coyote era un muchacho joven, moreno, sencillo, de pelo pintado de amarillo y que de inmediato nos recibió sonriendo sin siquiera preguntarnos nuestros nombres porque ya nuestro contacto le había enviado nuestras fotos. Tomó el bolso de mi esposa y nos pidió que lo acompañáramos.

—No hablen con nadie —nos orientó.

El tráfico hacia la frontera aumentaba. Varios furgones estaban en fila para pasar por aduana mientras decenas de personas iban y venían a pie.

—Tampoco se queden atrás. Caminen rápido —agregó.

Tomamos a la derecha y nos metimos a una carretera pavimentada, pero a los pocos metros se convirtió en calle de tierra lodosa y pedregosa.

—Por aquí nos vamos —nos indicó Simón.

Luego de caminar una hora, nos detuvimos y el coyote fue a un árbol. Del tronco hueco sacó tres pares de botas.

—Deben ponérselas —nos ordenó tirando dos pares a nuestros pies.

Me imaginé que debíamos usar las botas por la lluvia de la madrugada, pero a menos de quinientos metros, supe que no, que era debido al extenso camino fangoso y revuelto por otros cientos de personas que antes habían cruzado. Me vino el recuerdo de cuando fui a ver en Managua el museo donde se preservaban las huellas de Acahualinca, rastros fósiles de más de dos mil años de antigüedad solidificados en ceniza y fango volcánico de humanos y animales que escapaban de alguna erupción volcánica. Nosotros ese día huíamos de una erupción tiránica.

El avance fue lento y difícil. Entre más nos adentrábamos en la montaña, más se hundían las botas en el fango y más nos quedábamos atascados. Mi mujer fue la que más sufrió porque varias veces se atoraba y cuando intentaba salir, solo sacaba la mitad de su pierna que de inmediato se hundía en el fango. Yo la ayudaba, aunque igual me quedaba atrapado. Nuestro guía iba a unos veinte metros más adelante pidiéndonos que nos apuráramos porque el Ejército podía encontrarnos y de inmediato nos apresarían.

El camino de fango pareció interminable. Yo ya no podía seguir y mi mujer tampoco, pero del fondo de nuestros corazones sacamos fuerzas y ánimo. Luego de lo que pareció una eternidad, salimos a una carretera abandonada y de inmediato corrimos hacia un monte tupido donde encontramos un arroyo.

—Aquí nos quitamos el lodo, botamos la ropa sucia y dejamos las botas en esas rocas, pero lo hacen rápido porque debemos pasar la frontera lo antes posible —explicó Simón.

Rápido nos cambiamos de ropa, nos peinamos y estábamos terminando de colocar las botas en el lugar que nos indicó Simón cuando vimos a cinco soldados que aparecieron de la nada y sin que los escucháramos venir.

El coyote pidió que no habláramos y que hiciéramos caso de lo que nos ordenaran los uniformados. Pensé que todo había acabado, que tanto escapar y escondernos esos meses, no había servido de nada. O Simón nos había entregado o nuestra suerte había terminado. Mientras el jefe se acercaba, el resto de los uniformados se colocaron en los cuatro puntos cardinales para que no tuviéramos espacio de escapar.

—Sus identificaciones —exigió el que estaba al mando.

Tomé mi bolso y saqué las cédulas de identidad. El soldado me las arrebató. Era nuestro fin.

De su mochila sacó varias hojas de papel arrugadas y cotejó la lista con los números de nuestras identificaciones. Tras la segunda revisión, encontró nuestros nombres. Luego extrajo una carpeta y vimos que tenían muchas fotografías impresas de diversas personas que conocíamos y que todavía estaban escondidas en el país o ya habían salido. Me convencí de que pronto nos trasladarían a alguna unidad militar y de ahí nos entregarían a la Policía.

El coyote no decía nada, solo escuchaba y observaba lo que hacía el soldado que estaba al mando.

—Ustedes están en graves problemas —nos dijo al fin el soldado viéndonos—así que váyanse lo antes posible y asegúrense de que todo el mundo sepa lo que está pasando en este puto país de mierda.

Nos devolvió nuestros documentos, ordenó a sus soldados que se retiraran y de inmediato salimos de ahí con Simón. Tras media de caminar, llegamos a un humilde puesto de comidas.

—Ya están a salvo —anunció Simón. —Estamos en Costa Rica.

El coyote nos indicó que debíamos esperar el autobús de las diez de la mañana que pasaba cerca del puesto de comida y que nuestro contacto nos daría más indicaciones. Quise ponerme de rodillas, darle un abrazo, llorar en su regazo, pero no hubo tiempo de despedidas. Le dimos las gracias, nos deseó suerte y lo vimos adentrarse al bosque como si fuera un gato montés.

Encendí mi teléfono celular y confirmé que ya estábamos del otro lado de la frontera porque el operador telefónico había cambiado de Tigo a uno llamado Liberty, que significaba Libertad. Me senté, vi a lo lejos los furgones que iban pasando y lloré de alegría, pero también de tristeza. Éramos inocentes, pero salíamos de nuestro país como delincuentes. Estábamos vivos y habíamos escapado pero nuestras vidas estaban destruidas. Meses de persecución, acoso y amenazas, por fin terminaban y ahora debíamos recomenzar en un lugar desconocido.

Tomamos el autobús. Dentro apareció una antología de rostros desconocidos. Nuestro contacto nos indicó que nos esperaría en San José. Íbamos aturdidos, pensando en las mil cosas que pudieron haber salido mal y en las que salieron bien. Ahora éramos unos simples anónimos indocumentados. La cabeza me picaba porque todavía tenía restos de lodo en mi cabello. Vi nuestras ropas y aunque tuvimos cuidado de lavarnos y limpiarnos, estaban salpicadas de lodo seco. Al llegar a la terminal de autobuses, nos recibió nuestro contacto y nos indicó que primero iríamos a comer y luego nos llevaría a un refugio.

Antes de irnos, mi mujer fue a un cajero automático y yo me conecté al Internet. Tenía varios mensajes de mis amigos. Los leí aturdido y lleno de terror.

A los pocos segundos regresó mi mujer. Parecía haber leído los mismos mensajes porque su gesto era igual de afectado.

—Nos bloquearon las cuentas bancarias —me anunció sorprendida.

—También nos quemaron la casa —le informé abrazándola con fuerza.


*El libro En abril yo seguía viva y otras historias verdaderas, de Arquímedes González, ofrece 21 relatos sobre los abusos y la represión en Nicaragua, para honrar la memoria de las víctimas y visibilizar el dolor de miles de nicaragüenses. Con autorización del autor, la Revista Niú publica la presentación del libro y una selección de tres relatos.

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Arquímedes González

Arquímedes González

Escritor y periodista nicaragüense. Exprofesor de la confiscada Universidad Centroamericana (UCA). Finalista y ganador de premios literarios como el Premio Centroamericano de Novela Rogelio Sinán. Ha publicado 17 libros, entre ellos “Como esperando abril” y “Atardecer en Venecia”.

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